A esta altura ella sabe que si le escribo no es porque la quiero, es porque me he acostumbrado a escribirle, tanto como me he acostumbrado a quererla. Ya se habrá percatado que entre lo que digo y lo que hago hay un océano tormentoso de por medio sin ni siquiera una mísera isla para descansar por un momento; aflojar un poco la brazada y reposar tirado en la arena fatigado, mirando el oleaje y la marejada, saboreando la sal que ha dejado pequeños cauces en las mejillas. Sabe cómo soy... Sabe que soy capaz de saltar del trampolín más alto a una pileta de aguas transparentes o de un humilde puentecito con forma de arco sobre un arroyo sucio lleno de bagres; que eso no cambia nada cuando hasta la más humilde de las veredas es para mí una delgada cornisa sobre un precipicio inevitable. Y también sabe que soy enemigo de los laureles y las causas nobles, que nunca podré ser más que un nadador de aguas abiertas, un escritor para corazones clausurados, un esgrimista de la derrota.
Sin embargo, preferiría que no me mal entienda. Si pudiera, le seguiría escribiendo hasta que se me acabasen las pocas horas que me quedan; pero, como me quedan pocas, prefiero hacer como que me resisto, que agarro un papel y un lápiz para vengarme de su blancura con su nombre hasta asquearme de su presencia. Por eso armo escenas de obras sin argumentos, sólo para maldecir el color de sus ojos y la distancia que separa su voz del silencio perpetuo que rodea su fantasmagórica presencia en cada rincón de mi pobre dignidad. Y pensando en lo que no debería haber pensado nunca, me entrego a la fantasía y ejerzo el desconsuelo vilmente con la vehemencia de los locos y sus locuras. A veces, incluso, hasta hago de cuenta que puedo volar bajito por sus sueños sin necesidad de arrimarme a su vigilia. Cuando la verdad es que no logro despegar mis manos ni un segundo de su cuerpo que corta de cuajo estas, mis más sinceras intenciones de borrar su foto con el contorno de su espalda y su cabeza girada hacia atrás soltando una puñalada que sale volando desde la sonrisa. Una sonrisa que emerge de su boca directamente a mi orgullo que ya no está, que se ha hecho pedazos contra una realidad. Y no me suelta aunque la eche a patadas, aunque arroje todas sus fotos al fondo de un pozo infinito para que se lance en su búsqueda y no regrese jamás.
Ella lo sabe. Sabe que no le escribo porque quiero, porque decido hacerlo desde la conveniencia de seguir llevando adelante esta prolija y detallada lista de fracasos certificados y sin aviso de retorno. Sabe perfectamente que le escribo porque no está, porque está lejos, inalcanzable. Porque si estuviese acá, cada noche dibujaría una luna llena para acecharla como un lobo hambriento sobre de su monte de Venus, para tomarla de los brazos o de la cintura y alimentarme de su sexo impúdicamente con mi sangre corriendo entre el puñal de su boca y el cielo de sus ojos.
RR