jueves, 24 de mayo de 2018

PREFACIO DE LUNA LLENA


     A esta altura ella sabe que si le escribo no es porque la quiero, es porque me he acostumbrado a escribirle, tanto como me he acostumbrado a quererla. Ya se habrá percatado que entre lo que digo y lo que hago hay un océano tormentoso de por medio sin ni siquiera una mísera isla para descansar por un momento; aflojar un poco la brazada y reposar tirado en la arena fatigado, mirando el oleaje y la marejada, saboreando la sal que ha dejado pequeños cauces en las mejillas. Sabe cómo soy... Sabe que soy capaz de saltar del trampolín más alto a una pileta de aguas transparentes o de un humilde puentecito con forma de arco sobre un arroyo sucio lleno de bagres; que eso no cambia nada cuando hasta la más humilde de las veredas es para mí una delgada cornisa sobre un precipicio inevitable. Y también sabe que soy enemigo de los laureles y las causas nobles, que nunca podré ser más que un nadador de aguas abiertas, un escritor para corazones clausurados, un esgrimista de la derrota. 
     Sin embargo, preferiría que no me mal entienda. Si pudiera, le seguiría escribiendo hasta que se me acabasen las pocas horas que me quedan; pero, como me quedan pocas, prefiero hacer como que me resisto, que agarro un papel y un lápiz para vengarme de su blancura con su nombre hasta asquearme de su presencia. Por eso armo escenas de obras sin argumentos, sólo para maldecir el color de sus ojos y la distancia que separa su voz del silencio perpetuo que rodea su fantasmagórica presencia en cada rincón de mi pobre dignidad. Y pensando en lo que no debería haber pensado nunca, me entrego a la fantasía y ejerzo el desconsuelo vilmente con la vehemencia de los locos y sus locuras. A veces, incluso, hasta hago de cuenta que puedo volar bajito por sus sueños sin necesidad de arrimarme a su vigilia. Cuando la verdad es que no logro despegar mis manos ni un segundo de su cuerpo que corta de cuajo estas, mis más sinceras intenciones de borrar su foto con el contorno de su espalda y su cabeza girada hacia atrás soltando una puñalada que sale volando desde la sonrisa. Una sonrisa que emerge de su boca directamente a mi orgullo que ya no está, que se ha hecho pedazos contra una realidad. Y no me suelta aunque la eche a patadas, aunque arroje todas sus fotos al fondo de un pozo infinito para que se lance en su búsqueda y no regrese jamás. 
     Ella lo sabe. Sabe que no le escribo porque quiero, porque decido hacerlo desde la conveniencia de seguir llevando adelante esta prolija y detallada lista de fracasos certificados y sin aviso de retorno. Sabe perfectamente que le escribo porque no está, porque está lejos, inalcanzable. Porque si estuviese acá, cada noche dibujaría una luna llena para acecharla como un lobo hambriento sobre de su monte de Venus, para tomarla de los brazos o de la cintura y alimentarme de su sexo impúdicamente con mi sangre corriendo entre el puñal de su boca y el cielo de sus ojos.

RR


miércoles, 16 de mayo de 2018

SU OPINIÓN Y LA MÍA


     En mi opinión, querida, yo la quiero. Pero usted está en todo su derecho de opinar lo que le plazca y quedarse al margen de mis palabras a predecir mi futuro, a pronosticar el fracaso de todas mis ilusiones y la deriva de la marea que me llevará, según usted, a un naufragio prematuro. Sin embargo, ya sin necesidad de justificar mis opiniones, seguiré opinando que la quiero.
     Así es, yo la quiero. Y eso, a decir verdad, no depende de usted, depende de mí. Depende de mí porque prefiero persistir en la fe de quererla que aceptar los malos augurios y las endemoniadas profecías que hablan de una luz al final del túnel, de la muerte al final de la vida. Depende de mí porque al quererla como la quiero me monto cual valiente jinete a un indómito corcel a galopar esta lamentablemente poco concurrida cruzada de quienes buscamos refutar a los que alzan sus voces de sospecha sobre la salud mental de personajes que, como yo, aceptamos sin vacilaciones y sin peros el indiscutible encanto que poseen los dolores de estos amores sin paraísos ni recompensas. 
     Y es que si por acaso usted no se ha dado cuenta aun, existen peores infiernos que este pasatiempo de palabras donde ardo por usted. Créame que este páramo desolado e inhóspito que recorro en su nombre vale mucho más que las penas por las que mueren casi todos diariamente ahí afuera viendo pasar las horas por debajo de sus pies, por encima de sus cabezas, por el centro de sus pechos. Al menos yo puedo simular un tiempo fuera del tiempo y detenerlo en ese preciso y precioso instante cuando el látigo de su mirada corta el normal desarrollo de mis ideas y me domina y me somete sin derecho a réplica a una hoja en blanco donde, sin coartada posible para declararme inocente o, al menos, inimputable por exceso de confianza, termino siempre confesando que, en mi opinión, yo la quiero.
     Pero cuidado, porque para morirme por usted, querida, primero corroboro que quien la quiere soy yo y no tan sólo mis ilusiones de quererla, no únicamente esa angustia de pozo seco que me inunda a veces cuando creo que usted probablemente quiera a otro que quizás la abraza y tal vez le promete y seguramente le jura un prontuario intachable. Y espero que usted sepa disculpar el atrevimiento de mis celos y lo inoportuno de mi egoísmo. Es que, si es por querer, yo la quiero a usted posiblemente más de lo debido, más de lo que recomiendan quienes andan por ahí intentando convencer al mundo de que el amor es sólo una sucesión casual de reacciones químicas, y que lo mismo dan unos ojos azules, que unos marrones, que unos verdes, pues, al fin y al cabo, el amor es ciego. Y yo, que para esas discusiones siempre estoy estúpidamente dispuesto, me parapeto a defender vehementemente lo que ya no debería, objetando cada uno de los argumentos típicos de ese conformismo burgués que intenta demostrar con ridículos cálculos de probabilidades que el color de sus ojos se repite en millones de otras mujeres. Entonces, y haciendo gala de una gran convicción sobre ciertas opiniones, alzo mi voz para desmentir con las pruebas que guarda mi corazón semejante falacia, y les recuerdo que algunos aires son brisas y otros vientos, que hay cauces que riegan y otros que inundan, que sus ojos no tienen el color de los otros pues en ellos habitan todos los colores necesarios para crear un arco iris que empiece y termine allí donde se desatan mis tormentas y donde se levanta su refugio; les cuento acerca del torrente que corre por ellos, que de a ratos es celeste y cristalino y por momentos se torna marrón y furioso, sin que eso modifique su recorrido que siempre me lleva adonde brilla una luna amarillenta, redonda y llena de presagios; les hablo de ese lado oscuro suyo que exploro sigilosamente cada noche a la hora de la ausencia mortal que la oculta menguante y fatal, cuando a mi alrededor no quedan más que unos tristes versos incompletos brotando del insomnio. Yo sé que estos señores creen que he perdido la razón, sin embargo sus razones no alcanzan para hacerme cambiar de opinión.
     Pero es verdad que hay algo en lo que ellos y usted tal vez aciertan. Y es que acaso a estas horas sombrías no sea una decisión acertada fantasear con unicornios y sombreros, con días y flores, con obeliscos y subterráneos y plazas con sombras a la vera de un último beso de despedida. Quizás lo indicado para conciliar el sueño sea abandonar de una vez por todas esta costumbre de quedarme a oscuras pensando en usted, repasando los motivos, las causas, las razones y las circunstancias por las cuales sigo, a pesar de todo, opinando que la quiero.

RR


jueves, 10 de mayo de 2018

POR DERECHO PROPIO


     Hacen falta mucho más que palabras para convocar al amor o al olvido. Hacen falta mucho más que buenas intenciones para dejar en blanco esta noche negra de hastío. Hacen falta algo más que deseos para jalar el gatillo que dispara la bala de plata que va directo adonde residirá eternamente su fantasma.
     Y no me hablen de obsesiones o fantasías. Al fin y al cabo, nadie sabe cómo cuernos hemos venido a parar a este lugar, ni para qué. Nadie puede explicar de manera convincente nada pues siempre habrá quién lo desmienta -o al menos lo intente-. En lo que a mi respecta, no creo que hayamos venido a mucho más que buscar desesperadamente (hasta encontrarla) una buena causa para morirnos con un mínimo de dignidad. 
     Debe ser por eso que me encuentran a mí dando vueltas todavía por aquí. Todavía buscándola, o más bien persiguiéndola, por los entre telones de esta obra falsa que monté un día de esos en los que un fracaso me hizo creer que cualquier cosa era mejor que ese día, que cualquier pozo podría ser un manantial de donde extraer claridades o frescuras, melodías o versos.
     Y de ninguna manera es esto un eufemismo o un desliz poético. Cuando el fracaso avanza como un río de lava que va quemando una a una las noches, cada quien recurre a las agallas que le pudieran haber quedado -si es que alguna vez tuvo alguna- y las empeña con tal de no morirse como un perro abandonado a la vera de una ruta luego de haber sido atropellado por algún conductor de esos tan hijos de puta que abundan en cada ciudad.
     Sí, sí, así como te lo cuento. Y mejor no creer que somos más que esos perros vagabundos buscando un dueño o al menos un alma que nos caliente la nuca con una caricia. Más vale nunca perder de vista ese detalle enorme. Porque mientras hay quienes se la pasan hablando de humanidad, jamás la ejercen (o tal vez sí y eso sea en realidad ser humano). Porque mientras hay quienes dicen ejercer esa humanidad cada día, no pasa uno sin que ejerciten la mierda que en verdad son, sin que muerdan envenenados a algunos otros que han sido olvidados al costado de la humanidad luego de ser atropellados por ella.
     Pero mejor no nos pongamos tan filosóficos. Si mal no recuerdo, estábamos aquí por otra cosa: por esta imposibilidad que me aqueja (nos aqueja) a veces de no poder resistir una noche oscura, una cerveza helada, un momento más para tratar de encontrar un poco de dignidad para esta muerte que lentamente se avecina sigilosa a medida que escribo lo poco que a esta altura puede ocurrírseme sin necesidad de apelar a lo que una mujer o una borrachera me dicten. Sin embargo, y para ser honesto, ni siquiera eso es verdad detrás de este telón. ¿Cómo sería capaz de negar a esta mujer si he asumido de antemano que sólo busco una buena causa, una causa justa, para morirme dignamente? O dicho de otro modo, y a modo de préstamo: ¿cómo negar que existe siempre una razón escondida en cada verso?
     Es que en el fondo -tan mencionado en estas pampas ultimamente, aunque sea otro fondo mucho más embustero-, no soy sólo yo quien anda a la pesca de algo más que un resfriado para morirse. No lector o lectora, no estoy solo en esta noche de búsqueda. No soy yo el único que camina a tientas por la noche buscando un rastro o unas coordenadas hacia donde dirigir el rumbo. Quizás no sea este tu momento para ciertas admisiones o para confesiones indiscretas. Pero creéme, no estoy solo, no estamos solos vos y yo en esta noche o en la madrugada que florecerá inmediatamente después, apenas logre conciliar el sueño esquivo que me une a los que jamás cesan en esta búsqueda. 
     Y ya que hablamos de admisiones, yo hago una: lo admito, nada de esto es gratis. Porque cada hora debe ser prolijamente pagada con desvelo o con incertidumbre o, directamente, con dolor. Pero bueno, así es la cosa. La muerte duele aunque a veces parezca que no. Y nadie se muere gartis. El asunto es cuánto estamos dispuestos a pagar por ella. Hay quienes regatean y se llevan el corazón en una pieza aunque hecho una piedra; hay otros que se enorgullesen de haber salvaguardado cada sinopsis nerviosa al no haberse preocupado jamás por nada ni por nadie. En cambio, existen quienes saben perfectamente que se están muriendo y que las fichas que no sean apostadas a tiempo se quemarán en un olvido infernal.
     ¿Entendés ahora? Por eso esta noche, por eso esta cerveza, por eso estas palabras que a paso cansino te acompañan hoy sin que ni vos ni yo sepamos cómo demonios hemos llegado hasta aquí (al menos ahora acaso sepas para qué). ¿Por qué no pensar que hemos llegado hasta este punto aunque sea para hacernos compañía, mientras vos te batís a duelo con tus fantasmas y yo con los míos?
     Pero hay algo más, lector o lectora, que no te he dicho sobre mí. Y es que cada palabra que escribo no ha sido arrojada sobre este espacio sin razón alguna, ni tampoco ha caído aquí sólo por mi inefable torpeza. Cada palabra va dirigida sin dudas y sin atenuantes hacia un destino cierto. Cada palabra que se lee y cada una que se omite tiene una causa que yo he elegido como justa. Cada palabra que acompaña este tiempo que pasa irremediable en mi vida es una bala de plata que, a pesar de no poder demostrar justicia alguna, lleva consigo el mayor de mis deseos. A saber, hallar una razón más o menos digna como para no negarme neciamente a  la muerte. 
     No obstante, estás en todo tu derecho de negar lo que desees de todo lo aquí expresado. En todo caso, nada de lo que hagamos cambiará jamás esta realidad, a veces alegre, mayormente penosa, que impulsa a algunos a leer ensayos sin pies ni cabeza, y a otros a escribirle a mujeres perdidas sobre la superficie de lo que parece ser un vidrio empañado donde todo lo escrito mañana será historia. 
     Sea como sea, conservo la esperanza de que llegará un día en que, como a otros antes que yo y por derecho propio, la Historia me absolverá.

RR


lunes, 7 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ


     Dicen que hubo alguna vez, en cierto lugar del sur, una especie de carta que, en realidad, aún no había sido escrita puesto que todavía se estaban debatiendo sus palabras y sus correctos significados para contar aquello que nunca sería dicho. Entre otras cuestiones, se comenta que esta pudo haber sido redactada en un ayer o un mañana; bajo la influencia del verano que enamora en la lejanía del recuerdo, o durante algún invierno en el exilio gris y frío del olvido. Es muy probable que, si es que en verdad dicha carta existiese, no dijera nada que valiera la pena contar, y cualquier cosa que se leyera en ella probablemente fuera, en todo caso, producto no de un supuesto remitente, sino más bien de la imaginación del destinatario que, de esta manera, tendría que asumir la total responsabilidad por ella. 
     También es casi seguro que detrás de su pobreza literaria y la indefectible escasez de recursos poéticos, se escodiera una historia que aún no sucede, contaminada de deseos desleales y sentimientos exagerados para, de alguna manera, darle forma a unos hechos que podrían ser fácilmente desmentidos con un simple argumento. Un argumento tan simple que ni siquiera sería necesario demostrarlo. 
     Así es como la imagino:

Querida:

     Ningún sabor es más dulce que aquel amargo y repentino que sube por la bombilla del mate luego de haberse detenido en tu boca. Ninguna soledad está más poblada que la que ocupa tu presencia a lo largo y a lo ancho de esta casa que carece de todo lo que tendrá cuando se extinga el fuego de la memoria y me marche de ella para siempre. 
     No obstante, cuando digo siempre no me creas, pues "siempre", de este lado del universo, es tan nunca como a veces todo es tan nada. Como tan de este cielo son tus días y tan de estos páramos son los míos que ni son míos ni son de nadie, que son propiedad de los rastros inolvidables que habito irremediablemente por la cobardía que me ha impedido alejarme para siempre de tu lejanía.
     Y tal vez vos creas que estás ahí, pero no, ahí sólo habita el envase vacío de las horas que se han ido. Vos, querida, estás en realidad justificando los márgenes que ocupan tus referencias en esta hoja, dándole vuelta a la página del libro que dejé recién sobre el sillón, hace un minuto nomás, antes de venir a despedirme de vos por enésima vez, a azuzar los demonios que ahora se ríen de mí como cada noche y bromean maliciosos sobre esta carta que -ya lo sé- no debería estar escribiendo. 
     Sí, lo sé, parece todo una locura. Pero no lo es. Nada de esto es una locura cuando la noche sobreviene y me calza un uppercut que me deja contando pajaritos. Y quizás vos estás leyendo esto porque sabés que te nombra en cada omisión, en cada eufemismo que me sirve para no arrojar todo por la ventana y dedicarme a maldecir al amor y al mundo todo como lo haría cualquier persona decente; o incluso salir a la calle a tratar de encontrar un presente imperfecto del que pudiera borrar de un hachazo la primera persona del plural.
     O quizás sea que ni estás vos ahí ni yo acá, ni ninguno está donde cree. Que, en realidad, estamos los dos acá nomás, a la vuelta de unos puntos suspensivos que sostienen una falsa intriga, un falso misterio, un intervalo esperando que alguno pise el palito. ¿Y no debería alcanzarnos sólo con eso? ¿No debería con eso ser suficiente como para salir a buscarnos en la noche y acecharnos y asaltarnos de frente, cara a cara, y rompernos el alma contra el desprecio mutuo, contra las quejas y los lamentos de que esto es lo que es y no algo mejor porque nos queda lejos y está oscuro, o porque hace calor o frío o llueve o ya no estamos para estas cosas?
     Para estas cosas... ¡Sí, claro que estamos para estas cosas! ¿Para qué otra cosa estaríamos si no? Estamos para caminar apurados ahora mismo por la vereda o por la calle (¡¿qué importa?!) pensando “ojalá que no sea tarde”. Estamos para correr desesperadamente hasta una esquina esperando encontrar aquello que pensamos que nunca llegaría y darnos cuenta de que al final llegó, que está ahí, aguardando pacientemente, soportando los vendavales de la tristeza, empujándonos al abrazo para vengarnos de la vida que, traicioneramente y sin aviso, nos va a matar antes de que podamos aprender a jugar a este juego mortal que es el amor.

Tuyo

     Ahora bien, dicen que esa carta fue dejada un día de invierno por un personaje gris que la clavó con un hacha contra un pedazo de tronco abandonado en el campo. En una de las caras del sobre podía leerse “Nosotros”. 
     Y así, casi sin quererlo ni buscarlo, mientras saboreo el último mate lavado y escribo esta historia absolutamente irreal (que me ha llevado más de lo que hubiese querido) caigo en la cuenta de que ese “nosotros“ escrito en el sobre no eran ellos ni eran otros. No, ese “nosotros” somos en realidad vos y yo, nosotros que ya no existimos en ninguna historia compartida. Ese “nosotros” es (o más bien ha sido) un pasado perfecto que jamás volverá, por más que ahora mismo vos abandones la lectura de este último lamento y salgas apurada hacia la calle y corras desesperada hasta una esquina a tentar a la suerte, nada más que con la intención de encontrar, tal vez sobre el borde de la vereda o debajo de algún árbol, al menos un destello de aquello que siempre creíste y sostuviste a viva voz que era inútil buscar entre tu vida y la mía, pues sería imposible hallarlo. 
     Pero no corras, querida, no hace falta. Mirá al cielo, ya es de noche. Tal vez otro día, quién sabe...  
    Es que, como bien dicen por ahí: "hay cosas que nunca vuelven". Creo que por eso finalmente me he ido para siempre. Pero, fundamentalmente, porque esa carta fue escrita hace ya mucho tiempo y ya ni recuerdo dónde la dejé.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...