lunes, 7 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ


     Dicen que hubo alguna vez, en cierto lugar del sur, una especie de carta que, en realidad, aún no había sido escrita puesto que todavía se estaban debatiendo sus palabras y sus correctos significados para contar aquello que nunca sería dicho. Entre otras cuestiones, se comenta que esta pudo haber sido redactada en un ayer o un mañana; bajo la influencia del verano que enamora en la lejanía del recuerdo, o durante algún invierno en el exilio gris y frío del olvido. Es muy probable que, si es que en verdad dicha carta existiese, no dijera nada que valiera la pena contar, y cualquier cosa que se leyera en ella probablemente fuera, en todo caso, producto no de un supuesto remitente, sino más bien de la imaginación del destinatario que, de esta manera, tendría que asumir la total responsabilidad por ella. 
     También es casi seguro que detrás de su pobreza literaria y la indefectible escasez de recursos poéticos, se escodiera una historia que aún no sucede, contaminada de deseos desleales y sentimientos exagerados para, de alguna manera, darle forma a unos hechos que podrían ser fácilmente desmentidos con un simple argumento. Un argumento tan simple que ni siquiera sería necesario demostrarlo. 
     Así es como la imagino:

Querida:

     Ningún sabor es más dulce que aquel amargo y repentino que sube por la bombilla del mate luego de haberse detenido en tu boca. Ninguna soledad está más poblada que la que ocupa tu presencia a lo largo y a lo ancho de esta casa que carece de todo lo que tendrá cuando se extinga el fuego de la memoria y me marche de ella para siempre. 
     No obstante, cuando digo siempre no me creas, pues "siempre", de este lado del universo, es tan nunca como a veces todo es tan nada. Como tan de este cielo son tus días y tan de estos páramos son los míos que ni son míos ni son de nadie, que son propiedad de los rastros inolvidables que habito irremediablemente por la cobardía que me ha impedido alejarme para siempre de tu lejanía.
     Y tal vez vos creas que estás ahí, pero no, ahí sólo habita el envase vacío de las horas que se han ido. Vos, querida, estás en realidad justificando los márgenes que ocupan tus referencias en esta hoja, dándole vuelta a la página del libro que dejé recién sobre el sillón, hace un minuto nomás, antes de venir a despedirme de vos por enésima vez, a azuzar los demonios que ahora se ríen de mí como cada noche y bromean maliciosos sobre esta carta que -ya lo sé- no debería estar escribiendo. 
     Sí, lo sé, parece todo una locura. Pero no lo es. Nada de esto es una locura cuando la noche sobreviene y me calza un uppercut que me deja contando pajaritos. Y quizás vos estás leyendo esto porque sabés que te nombra en cada omisión, en cada eufemismo que me sirve para no arrojar todo por la ventana y dedicarme a maldecir al amor y al mundo todo como lo haría cualquier persona decente; o incluso salir a la calle a tratar de encontrar un presente imperfecto del que pudiera borrar de un hachazo la primera persona del plural.
     O quizás sea que ni estás vos ahí ni yo acá, ni ninguno está donde cree. Que, en realidad, estamos los dos acá nomás, a la vuelta de unos puntos suspensivos que sostienen una falsa intriga, un falso misterio, un intervalo esperando que alguno pise el palito. ¿Y no debería alcanzarnos sólo con eso? ¿No debería con eso ser suficiente como para salir a buscarnos en la noche y acecharnos y asaltarnos de frente, cara a cara, y rompernos el alma contra el desprecio mutuo, contra las quejas y los lamentos de que esto es lo que es y no algo mejor porque nos queda lejos y está oscuro, o porque hace calor o frío o llueve o ya no estamos para estas cosas?
     Para estas cosas... ¡Sí, claro que estamos para estas cosas! ¿Para qué otra cosa estaríamos si no? Estamos para caminar apurados ahora mismo por la vereda o por la calle (¡¿qué importa?!) pensando “ojalá que no sea tarde”. Estamos para correr desesperadamente hasta una esquina esperando encontrar aquello que pensamos que nunca llegaría y darnos cuenta de que al final llegó, que está ahí, aguardando pacientemente, soportando los vendavales de la tristeza, empujándonos al abrazo para vengarnos de la vida que, traicioneramente y sin aviso, nos va a matar antes de que podamos aprender a jugar a este juego mortal que es el amor.

Tuyo

     Ahora bien, dicen que esa carta fue dejada un día de invierno por un personaje gris que la clavó con un hacha contra un pedazo de tronco abandonado en el campo. En una de las caras del sobre podía leerse “Nosotros”. 
     Y así, casi sin quererlo ni buscarlo, mientras saboreo el último mate lavado y escribo esta historia absolutamente irreal (que me ha llevado más de lo que hubiese querido) caigo en la cuenta de que ese “nosotros“ escrito en el sobre no eran ellos ni eran otros. No, ese “nosotros” somos en realidad vos y yo, nosotros que ya no existimos en ninguna historia compartida. Ese “nosotros” es (o más bien ha sido) un pasado perfecto que jamás volverá, por más que ahora mismo vos abandones la lectura de este último lamento y salgas apurada hacia la calle y corras desesperada hasta una esquina a tentar a la suerte, nada más que con la intención de encontrar, tal vez sobre el borde de la vereda o debajo de algún árbol, al menos un destello de aquello que siempre creíste y sostuviste a viva voz que era inútil buscar entre tu vida y la mía, pues sería imposible hallarlo. 
     Pero no corras, querida, no hace falta. Mirá al cielo, ya es de noche. Tal vez otro día, quién sabe...  
    Es que, como bien dicen por ahí: "hay cosas que nunca vuelven". Creo que por eso finalmente me he ido para siempre. Pero, fundamentalmente, porque esa carta fue escrita hace ya mucho tiempo y ya ni recuerdo dónde la dejé.

RR


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