miércoles, 16 de mayo de 2018

SU OPINIÓN Y LA MÍA


     En mi opinión, querida, yo la quiero. Pero usted está en todo su derecho de opinar lo que le plazca y quedarse al margen de mis palabras a predecir mi futuro, a pronosticar el fracaso de todas mis ilusiones y la deriva de la marea que me llevará, según usted, a un naufragio prematuro. Sin embargo, ya sin necesidad de justificar mis opiniones, seguiré opinando que la quiero.
     Así es, yo la quiero. Y eso, a decir verdad, no depende de usted, depende de mí. Depende de mí porque prefiero persistir en la fe de quererla que aceptar los malos augurios y las endemoniadas profecías que hablan de una luz al final del túnel, de la muerte al final de la vida. Depende de mí porque al quererla como la quiero me monto cual valiente jinete a un indómito corcel a galopar esta lamentablemente poco concurrida cruzada de quienes buscamos refutar a los que alzan sus voces de sospecha sobre la salud mental de personajes que, como yo, aceptamos sin vacilaciones y sin peros el indiscutible encanto que poseen los dolores de estos amores sin paraísos ni recompensas. 
     Y es que si por acaso usted no se ha dado cuenta aun, existen peores infiernos que este pasatiempo de palabras donde ardo por usted. Créame que este páramo desolado e inhóspito que recorro en su nombre vale mucho más que las penas por las que mueren casi todos diariamente ahí afuera viendo pasar las horas por debajo de sus pies, por encima de sus cabezas, por el centro de sus pechos. Al menos yo puedo simular un tiempo fuera del tiempo y detenerlo en ese preciso y precioso instante cuando el látigo de su mirada corta el normal desarrollo de mis ideas y me domina y me somete sin derecho a réplica a una hoja en blanco donde, sin coartada posible para declararme inocente o, al menos, inimputable por exceso de confianza, termino siempre confesando que, en mi opinión, yo la quiero.
     Pero cuidado, porque para morirme por usted, querida, primero corroboro que quien la quiere soy yo y no tan sólo mis ilusiones de quererla, no únicamente esa angustia de pozo seco que me inunda a veces cuando creo que usted probablemente quiera a otro que quizás la abraza y tal vez le promete y seguramente le jura un prontuario intachable. Y espero que usted sepa disculpar el atrevimiento de mis celos y lo inoportuno de mi egoísmo. Es que, si es por querer, yo la quiero a usted posiblemente más de lo debido, más de lo que recomiendan quienes andan por ahí intentando convencer al mundo de que el amor es sólo una sucesión casual de reacciones químicas, y que lo mismo dan unos ojos azules, que unos marrones, que unos verdes, pues, al fin y al cabo, el amor es ciego. Y yo, que para esas discusiones siempre estoy estúpidamente dispuesto, me parapeto a defender vehementemente lo que ya no debería, objetando cada uno de los argumentos típicos de ese conformismo burgués que intenta demostrar con ridículos cálculos de probabilidades que el color de sus ojos se repite en millones de otras mujeres. Entonces, y haciendo gala de una gran convicción sobre ciertas opiniones, alzo mi voz para desmentir con las pruebas que guarda mi corazón semejante falacia, y les recuerdo que algunos aires son brisas y otros vientos, que hay cauces que riegan y otros que inundan, que sus ojos no tienen el color de los otros pues en ellos habitan todos los colores necesarios para crear un arco iris que empiece y termine allí donde se desatan mis tormentas y donde se levanta su refugio; les cuento acerca del torrente que corre por ellos, que de a ratos es celeste y cristalino y por momentos se torna marrón y furioso, sin que eso modifique su recorrido que siempre me lleva adonde brilla una luna amarillenta, redonda y llena de presagios; les hablo de ese lado oscuro suyo que exploro sigilosamente cada noche a la hora de la ausencia mortal que la oculta menguante y fatal, cuando a mi alrededor no quedan más que unos tristes versos incompletos brotando del insomnio. Yo sé que estos señores creen que he perdido la razón, sin embargo sus razones no alcanzan para hacerme cambiar de opinión.
     Pero es verdad que hay algo en lo que ellos y usted tal vez aciertan. Y es que acaso a estas horas sombrías no sea una decisión acertada fantasear con unicornios y sombreros, con días y flores, con obeliscos y subterráneos y plazas con sombras a la vera de un último beso de despedida. Quizás lo indicado para conciliar el sueño sea abandonar de una vez por todas esta costumbre de quedarme a oscuras pensando en usted, repasando los motivos, las causas, las razones y las circunstancias por las cuales sigo, a pesar de todo, opinando que la quiero.

RR


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