Hoy lo voy a decir. Hoy lo tengo que decir porque es importante que lo haga. Se lo debo a ella y me lo debo a mí (y hasta es probable que se lo deba todos los extraños desconocidos que andan por ahí). Ha llegado la hora de admitir que la extraño, que extraño aquellos días cuando nos encontrábamos en estas páginas, bajo este cielo, como dos extraños, con la vida escurriéndose por el puño del tiempo. Mi vida, su tiempo.
La extraño, no como la extrañaba cuando los hilos de su ausencia se apretaban a mi cuello. No, no de esa manera. La extraño amorosamente, con mi mente clara y mi cuerpo sano y mi espíritu todavía libre. La extraño y desearía que estuviera ahora aquí, apabullándome con aquel inmenso silencio que me gritaba desde lo desconocido de su paradero, desde ese inoportuno umbral donde una vez la imaginé como una pequeña macetita floreciendo bajo un sol inalcanzable para mí. Así quisiera tenerla ahora, inalcanzable como antes. Como cuando me sentaba a escribirle a cualquier hora del día, dejando todo de lado ante la urgencia que me provocaban unas palabras que ahora parecen haberse ido finalmente con ella. ¿Será que aquello que tanto temía se ha vuelto realidad? Ella no está al alcance de mis manos como lo estaba antes. Ella ha quedado oculta debajo de esta nueva (vieja) realidad apestosa con un olor insoportable a pasado podrido, con gritos de dolor que provienen ya no de la fantasía de algún cuento de terror, sino que son producto de esta nueva (vieja) tragedia que nos abarca y nos sumerge como una neblina espesa dejándonos como paralizados, como perdidos ante la maldad manifiesta.
Sí, quisiera encontrarla para recuperar aquella ceguera amorosa que me impedía morirme por una pavada, que me tenía detenido en la oscuridad de la fiebre de quererla a pesar de ella y de todo -sobre todo de ella-. No es justo que ya no pueda escribirle, que ya no tenga la opción de rimar mis desgracias a su partida, de justificar mis desvelos a la luz de la nostalgia que la sola pronunciación de su nombre me producía. No es justo que esta tristeza no sea suya, que sea sólo mía y que venga arriada por este vendaval que arremolina todas las tristezas juntas: la de esos otros más tristes y más desesperados que cualquiera de aquellas noches mías, en donde con cierto egoísmo la extrañaba mientras ella, hermosa e impune, desnudaba mi soledad.
Y es por eso que hoy la he traído a la fuerza hasta aquí. Para que, aunque sea, me diga una vez más adiós en silencio, para que por favor me omita de cualquier recuerdo y con eso me devuelva al limbo donde, a decir verdad, al menos podía combatir estos dolores que hoy -hoy y ayer y seguramente mañana- se hacen intolerables. Porque ya nos son mis dolores atados al destierro por los aromas eróticos de una mujer que jamás volverá. No, estos dolores son de carne y hueso y andan por la calle con los ojos llorosos y las cabezas gachas, con las miradas perdidas y las almas estrujadas, con las panzas vacías y las miserias llenas. Estos dolores son los grandes dolores sobre los que uno ensaya preguntas filosóficas y respuestas históricas; son los que desatan la furia y la venganza. Estos dolores son los de la injusticia y los desposeídos, de los que muerden con rabia reclamando un derecho que, a esta altura, deberíamos tener todos asegurado: el derecho a morirnos aunque sea un poco mejor de lo que hemos vivido.
Y hoy, entre tantos dolores que nos son suyos, la extraño. Porque extraño aquello de saberme enamorado de un fantasma y aquella voluntad de vivir persiguiendo una sábana blanca. Y extraño cuando la nombraba en voz alta en cada oración donde debía ocultar su nombre. Extraño verla paseando sus años pasados por la vereda de enfrente y observarla desaparecer en la esquina apurando una cerveza fría para brindar por ella. La extraño por ella, pero sobre todo por mí. Porque, de a poco y sin querer, me he ido quedando sin las palabras dulces que ella juntaba en mi colmena como una abeja obrera. Y hoy sólo salen de mis manos oraciones urgentes, ásperas y amargas, llenas de agobio, de pena y desconsuelo por ver a los miserables de siempre jugando otra vez los juegos del hambre y de la muerte con los bienaventurados que jamás cesarán de luchar por algo más que el Reino de los Cielos.
Por eso, tal vez esto ya no sea urgente, pero aún es importante: te extraño.
RR
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