viernes, 7 de septiembre de 2018

SU NECESIDAD DE NECESITARME


     A decir verdad, él tenía razón, ella no le debía nada. Era él el que aun estaba en deuda. Es que en vez de enamorarse de esa insustituible necesidad de que ella lo necesitara, se enamoró como un tonto sólo de ella, de ella sin él. Y una vez consumado ese fatídico hecho, no hubo ya nada que pudiera hacer para remediarlo.
     Seamos honestos: yo podría averiguar en unos minutos la dirección exacta de la casa de ella y enviarlo a golpear su puerta como si él fuese un desconocido. Entonces, ella quizás abriría la puerta y él, sin decir agua va, la tomaría de la mano y la miraría fijamente a los ojos. Luego, ya camino hacia su cuarto, y sujetándola levemente de la cintura, comenzaría a desnudarla con la anuencia y la complicidad de su piel suave. Con gusto y parsimonia comenzaría inmediatamente después a degustar los alrededores de sus pudores mientras las yemas de los dedos de ella intentarían rellenar sus vacíos pendientes, los de él, esos que se fueron formando noche a noche cuando no tuvo otra chance más que arrojar pedazos de su alma a los perros de los demonios, a las sábanas heladas de los fantasmas; y claro, también a esas mujeres a las que nunca se les promete y a las fantasías que nunca se cumplen. Así, más tarde, la antesala de la madrugada los encontraría abrazados a un sueño que mostraría dos mundo irreconciliables. El de él, hecho de futuros imposibles aromados con los perfumes de las intimidades de ella. El de ella... Bueno, esa es la parte difícil de esta historia. Porque esa es la parte que nunca aparece cuando rompo el pequeño sobre lleno de figuritas repetidas, de recuerdos de álbumes vacíos sin premio ni consuelo.
     Para cuando finalmente la mañana se presentara incuestionable, la vida les pisaría los talones y les abriría la persiana para romper un pretendido hechizo, para saldar la deuda de una apuesta perdida de antemano. Y ella, que tiene más práctica con eso del sueño pesado, seguiría paseando por su inconsciente, llenando su álbum una y otra vez con promesas de besos inmediatos, besos que no aceptan reclamos ni piden devoluciones. Él, en cambio, para no arruinar lo poco que le quedaría, aceptaría su destino. Y sin chistar, sin siquiera decir adiós o hasta siempre, juntaría sus ropas y sus penas, sus inútiles poemas aun sin escribir y sus desgraciadas ansiedades y se iría por el mismo lugar que vino. Atravesaría la puerta que da a una calle que nunca más transitaría y se perdería de vista para siempre. Fin de la historia.
     Así son las historias que aquí se cuentan. Sin embargo hoy, sin saber realmente por qué, se me antojó escribir acerca de las necesidades de él y de ella. Probablemente porque comprendí eso que me advertían casi todos sobre la necedad y los evidentes desatinos de mis textos. Al final, luego de una lectura fatigosa y claramente de compromiso, casi todos me decían: "está muy bien, pero te estás olvidando de algo: él siempre se enamora de ella y con eso nunca alcanza". Y tienen razón. Porque afuera, recorriendo otras calles y otros días y otras noches y otras camas, siempre me quedaba todo aquello que ella nunca traía a este juego. Sí, tienen razón. Porque en estas historias él siempre se enamora de ella sin ella; de ella sin su mente pensando en él; de ella sin el deseo de volver a verse, de volver a encontrarse casualmente en una búsqueda inconfesable, en una cacería mutua y perpetua como la del perro que persigue su propia cola. Él se enamora de ella sin sus matutinos despertares, sólo con sus pesados sueños que la dejan fuera del alcance de los de él. Sueños livianos y volátiles como la loca imaginación de sus manos que todavía hoy, cuando me alejo por unos días de su voz, reclaman el contorno y las formas de ella. Así es, él se enamora de ella y de su propia alegría de necesitarla. Y con eso comete el más imperdonable de los pecados. Pues es sabido que cuando uno comienza a necesitar lo que quiere no puede ya renunciar a eso que, inevitablemente, se vuelve impostergable. Por eso, así como así, todo lo demás pasa a ser perecedero y condicional. Y de esa manera, uno va por aquello que necesita sin demoras y lo busca, lo lucha. Y hasta llegado el caso, lo toma sin más.
     ¿Acaso, entonces, sea este un buen momento para cambiar el rumbo de su destino fatal? Es que, al final, el pobre infeliz terminó durmiendo en esta casa. Nunca tuve el coraje de decirle que se fuera, que más allá de los márgenes de estas hojas habría seguramente otras ellas, otros pies y otras piernas caminando otros renglones, amaneciendo a nuevas historias más agraciadas que tal vez lo incluyeran de alguna manera un poco más próspera. Vamos, nunca pude ser tan cínico para proponerle una valentía que ni yo mismo no puedo acusar.
     Entonces, al final el se quedó dando vueltas por los lugares más silenciosos. Y cuando no oye nada de mi parte por algunos días se arrima y me habla bajito y trata de consolar lo que no tiene consuelo (a pesar de esto, yo aprecio su buena intención). Canta alguna canción que me tranquilice; murmura oraciones sueltas que, por obra y ciencia de algo que no comprendo, terminan transformándose en borradores de confesiones acalladas, en inoportunas declaraciones de amor para mujeres que no necesitan ya de mis declaraciones. Él decidió quedarse y yo -lo admito- permití que lo hiciera. Porque, al fin y al cabo, él vive en ese lugar oscuro adonde voy cuando me toca morir de pena o de bronca, de amor o de alegría; cuando el río ya no suena y el tiempo se detiene en la nota infinita de un requiem infernal.
Y cuando finalmente me toca resucitar, él vuelve a su silencio y me saluda como satisfecho de haber cumplido su misión. Desde la penumbra de su rincón silencioso y solitario levanta su mano, baja su mirada y desaparece llevándose con él a su ella y a la mía: a su salvación y a mi condena.
     Así es, a pesar de lo que parece, yo no soy él. Él es otro. Ese otro que participa generosamente en estos divertimentos literarios que me dan un respiro momentáneo y me llevan a caminar otras calles, fantaseando con las promesas de otras mujeres y abriendo paquetes de figuritas que, quién sabe, tal vez un día, cuando menos lo espere, traigan una cara desconocida asomando como el sol del amanecer entre medio de los rasgos nocturnos de ella que han sido calcados en hojas sueltas palabra tras palabra, con trazos teñidos de alcohol y versos trágicos repetidos una y otra vez. Versos cada vez más descoloridos, cada vez menos versos.
     A veces hasta creo que un día voy mirar hacia un costado buscándolo en medio de una noche silenciosa y él ya no va a estar acá, se va a haber ido habiéndome dejado sobre la mesa un sobre que, acaso, abriré ya sin la esperanza de que sea el último. Y ahí quizás esté ella, la que me falta para completar este álbum y terminar con estas historias que no tienen ni introducción ni desenlace, que son puro nudo, nudo en la garganta. Así, guardadita y expectante en su sobre, tal vez asome finalmente y sin aviso previo la figurita difícil: la de ella con su necesidad de necesitarme.

RR


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