Hasta pronto, me vuelvo a casa.
Me voy a refugiar una vez más en una guitarra, en los ruidos conocidos y en los silencios elegidos; en los sabores dulces de cuando era niño y en la sombra de aquellos tilos loberenses.
Me voy clavando la pluma en la hoja en blanco a perderme en la ceguera de Borges.
Me voy cruzando los martillos y derribando la pared que me separa de mí mismo, nada más que para encontrarme con ese personaje funesto que he creado a imagen y semejanza de mis desgracias y de las alegrías más injustificadas.
Me voy a destapar una botella de vino y a esperar que se convierta en vinagre; para brindar a la salud de los que ya no están, de los que se han ido y de los que nunca más volverán.
Me voy, quizás, porque quiero dejar por un rato estas estúpidas discusiones sobre la paz y la guerra que no hacen más que llevar sangre de un lado a otro.
Quiero abandonar al abandono y reírme cínicamente de su suerte.
Quiero desatar a las fieras para que griten sus verdades y masacren las mentiras sostenidas por la fuerza de los poderosos y la complicidad de los traidores.
Quiero ser el abogado del diablo, el defensor de los pobres y los ausentes, algo así como un suicida dispuesto a vivir para siempre -por la gracia del Señor- en una nota sostenida en los ojos cerrados alumbrados con la imagen de la mujer de mi vida yéndose de mi lado.
No voy a quedarme a vivir la vida de otros, a rascar la puerta por las migajas de los aristócratas y los penosos burgueses.
No pienso derramar una sola gota de sudor por un pan amasado para los que buscan mantenernos encerrados en su corral.
Porque no creo en los mercenarios de la culpa y los dueños de la mansión embrujada.
Ni creo en esta luna, ni en estas estrellas, ni en todas esas cruces.
Creo en la claridad que da la borrachera, en la pena del desahuciado, en el arrepentimiento del condenado, en la muerte segura e inevitable de todos.
Creo que cuando ella llegue va a ser demasiado tarde, si Dios quiere.
Creo en el tiempo que me está matando y en la permanente búsqueda de la salvación en un abrazo milagroso; la redención en dos pechos que me acojan al menos por una noche; en la resurrección algún día en este juego de palabras que me ha atrapado entre cuatro paredes y sus ojos.
Creo que he perdido algunas batallas, pero la guerra continúa y continuará hasta el fin de mis días.
Eso sí, me gustaría no recordar ya nada sin olvidarme de nadie.
Me gustaría encontrar un par de zapatos que la traigan de vuelta sólo para decirle que se vaya, que nada ha quedado de lo que había, ni siquiera estos besos muertos de pena.
Me gustaría terminar esta hoja y no volver a escribir nunca más para así plantar las semillas de nuevas palabras y que se encargue otro.
Porque yo, yo ya tuve suficiente. Hasta acá han llegado mis ganas y mis fantasías, hasta acá alcanza mi descaro y mi valentía. Hasta acá puedo seguir sosteniendo que he cambiado y que nunca podré olvidarla porque, al fin y al cabo, ya ni siquiera la recuerdo.
Y eso duele.
RR
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