No se acongoje, querida -usted bien sabe que me gusta llamarla de esa manera anónima aunque mis intenciones jamás lo sean-, no se apachuche ni se amedrente. No me deje solo en esta noche tal vez más oscura que las anteriores. Porque debería saber que cada una de las que le han sucedido a usted han sido más y más negras (si es que eso fuese posible), más y más ausentes de todo aquello que usted coloreaba con su presencia. Y si no me cree, o acaso supone que exagero, fíjese lo que he demorado en volver a escribirle. Por favor, no me recrimine lo que escribo para quién sabe quien, esas son sólo palabras sueltas, oraciones sin sujeto predicadas desde el insomnio que me provoca aún este temor de no volverla a cruzar en una plaza, en un bar o en una cama.
Le aclaro que, finalmente, he decidido que usted no figurará en ningún comentario nunca, ni siquiera diré su nombre como una especie de alivio aunque me obligue la muerte o, peor aún, aunque me muera de ganas. Usted será en estás hojas la de siempre, la que se va sin que nadie la llame y vuelve sin necesidad de que la eche ese a quien usted ha decidido dejar al cuidado de todo aquello que yo imagino cuando escribo para usted. Eso sí, tenga en cuenta que cuando yo le escribo, usted queda bajo mi jurisdicción, y que dentro de los límites que demarcan estos márgenes, sus odiosas pataletas y sus caprichosos enojos de antaño no la van a exonerar del cariño que, sólo como introducción, yo le demostraré invariablemente hasta convertirlo en un amor ostensible.
Vamos, ríase de mí lo que le plazca. Al menos de esa manera volveré a hacer mía aquella sonrisa que portaba inescrupulosamente a mi alrededor, y usted hará suyas mis emociones y las estúpidas justificaciones que deberé esgrimir para nadie buscando justificar el alegre contagio que me provoque su burla. Sin embargo, usted deberá justificar mucho más que eso. Usted, querida (ya ve cómo me pone...) deberá testimoniar cómo fue posible que un don nadie como yo se viera en la responsabilidad de lidiar con su recuerdo sin importar todos los túneles oscuros que se presentaran, ni las luces que asomaran cada tantos semestres. Es que, como creo haberle dicho (escrito) alguna vez, no soy yo quien le escribe. Claro, tampoco es que no lo soy. Es más bien un trabajo conjunto entre quien ha muerto en el intento y quien ha sobrevivido para contarlo. Pues bien, aquí estoy yo, el vivo y el muerto, el que ya no la busca y el que la encuentra en cada rincón de este vaso vacío que, como cada vez que nos encontramos -usted y yo-, me aguarda paciente.
Así es, aquí estamos, usted y yo como un hecho histórico sin proceso alguno que pudiera servir como objeto de estudio. Digámoslo sin vueltas: ¿qué archivo podríamos hallar a esta altura para corroborar las fechas y los actores de un par de meses de desencuentros y algunas batallas mediocres y sin armisticio? Porque, por más que al principio aquello pareciese una blietzkrieg amorosa, al final no pasó de una escaramuza entre pobres caudillos venidos a menos y unos ejércitos desmoralizados y vencidos de antemano.
Pero volviendo a lo que nos ocupa -esa abuela que regula al mundo-, sepa que usted también tendrá que convivir con esta vida y esta muerte, con estos hiatos y esta caterva de imbecilidades que de vez en cuando me someten a su sombra y a su noche. Todo eso que aparenta ser olvido y desmemoria pero que, así, de esa manera tan paradójica, reafirma su existencia. Quiero decir: no espere nunca de mí la confesión del olvido. Porque no me corresponde a mí hacerlo. Porque no me toca a mí arrojar esa primera piedra. Porque nunca delataré a aquel que ha muerto tras sus pasos y resucitado de las tinieblas, debajo de estas letras, para sobrevivir eternamente.¡¿Cómo podría yo hacer semejante cosa?!
No, yo nunca diré de usted más que todo lo que la he querido. Porque si alguna vez escribiese como ahora que sí, que la he olvidado, no haría más que confesar, como ahora lo hago, que jamás pude olvidarla.
RR
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