domingo, 12 de agosto de 2018

NIEBLA DE AGOSTO


     Tal vez sea que después de tanto ya he tenido suficiente; que después de no haber tenido nada, todo me resulta demasiado. O quizás sólo sea que ya no quiero lo poco que el mundo puede ofrecerme. 
     Y entonces me voy, sin irme realmente a ningún lado, sin ni siquiera dar un solo paso. Me voy hacia un lugar inalcanzable para aquellos que se la pasan pidiéndome explicaciones o una declaración jurada de mi estado de ánimo. Me voy hacia donde vagan solitarios los intentos y los fracasos sin tribunas ni laureles. Me voy hacia el cerco que divide mi vida de la vida, que separa sus ojos de los del resto de la manada: sus ojos de loba en celo buscando un macho que se aparee con ella, que la someta y la convoque al sacrificio. 
     Y por eso no habrá a partir de ahora nada más, solo ojos; ojos por doquier, marrones y celestes, verdes y negros, todos con el mismo fondo blanco, todos con la ansiedad de la espera, con la impaciencia que provoca el ritual de una búsqueda falsa. Ya mismo voy a saltar ese corral hacia la palabra que mata, a empaparme de ella, a cortarme las venas con su filo y desenmascarar sus miedos que paralizan las piernas, que cierran la boca oprimiendo las ganas de declarar fuerte y claro que el amor sobrevive a la muerte y que sólo hay muerte en los verbos guardados en los párrafos de los hipócritas, en las súplicas de un amor sin sentido, sin nada a cambio, incondicional e injustificado. 
     No, no hace falta que venga ella a despedirme con su lástima o su orgullosa indiferencia. Porque ya no me interesa corregir la gramática de mis sentimientos, ni me importa destruir los mitos impostados en mis versos. Lo único que busco es amargar estas putas felicidades de plástico y arrojar a una cloaca todos esos amaneceres y crepúsculos capturados en las fotos de los que jamás sintieron la desolación de la noche, del vaso a medio terminar mirando la botella vacía; de la púa recorriendo ese último espacio negro y silencioso antes de levantarse del disco y marcar inapelable el final de la música. Un final anunciado ya sin sus piernas asomando por debajo de las sábanas revueltas proponiéndome una nueva canción que me permitiría tomarla de la cintura y viajar junto a ella adonde solo se viaja de a dos.
     Así es, me voy, solo, sin nadie detrás alzando la mano para saludarme, sin los llantos de mi madre ni ningún tipo de arrepentimiento tardío; dejando de una vez por todas atrás a esos insoportables comentaristas del día después. Me voy con el pecho roto y las manos encallecidas, con la mente llena de porvenires y probabilidades, con la lluvia cayendo impiadosa sobre mi alma que innegablemente se había inundado de excusas. Me voy porque quiero irme, porque nadie me lo pide, porque es absolutamente innecesario e inconveniente. Me voy sin dejar nada atrás ni tener nada por delante. Me voy caminando la cornisa de la locura, abrazado a los fantasmas del destierro y la humillación, olvidándome del orgullo y del amor propio que me ataban a un supuesto éxito que no es más que la soga que ahorca los sueños. Me voy sin nada, sin equipajes ni hojas de repuesto. Nada más me llevo el último beso de febrero de aquella chiquilina feroz y el abrazo del único amigo que me queda. 
     Me voy, me pierdo en esta niebla de agosto que hoy cubre un pasado que ya no añoro y un futuro que ya no espero. Me voy para no volver. 
     Jamás.

RR


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