viernes, 26 de abril de 2019

UN DÍA JUAN


     Un día le pregunté:
     -Juan, ¿cómo es eso que dicen por ahí, que sos capaz de capturar personas debajo de tus párpados?
     -Pues sí -respondió tranquilamente él-. Si presiento que hay algo en alguien que me conmueva de alguna manera, puedo guardarla por un tiempo debajo de mis párpados. 
     Lo observé, un poco incrédulo, y busqué indagar un poco más sobre aquel asunto del que había escuchado hablar varias veces, casi siempre en horas de la noche, cuando la madrugada acechante y los vapores del alcohol cobijan las almas.
     -Sin embargo -continué-, desde que te conocí, tenés los ojos cerrados y ocultos detrás de unos anteojos negros...
     Yo, en mi estúpida vanidad intelectual, creía que emitiendo aquella sentencia iba a poner a Juan en apuros, y entonces él acabaría por confesar que todo había sido un fraude para darse fama o para crear un aura de misterio que acaso atrajera a alguna dama interesada o hasta a quizás algún amor perdido. 
     Pero Juan ni se inmutó ante mi pretenciosa observación. Como si buscara asegurarse de algo, metió la mano en el bolsillo derecho de donde sacó un papel doblado meticulosamente. No pude ver qué era lo que estaba escrito en ese papel. Lo único que llegué a leer fue la palabra "Adiós". Pasó el papel de una mano a la otra y lo guardó en el bolsillo izquierdo. Luego me dijo:
     -Bueno, no ha sido siempre así. Quiero decir, no he tenido los ojos cerrados toda la vida.
     -Perdoname, no lo sabía -contesté yo con un tono apocado, como intentando disculparme por haber sido un tanto cruel.
     -Está bien -prosiguió-, no tenés por qué saberlo. No hace tanto que nos conocemos.
     Eso era cierto. Conocía a Juan desde no hace mucho, un par de años quizás. Nos habíamos encontrado por primera vez en una esquina mientras él aguardaba para cruzar la avenida y yo pasaba con mi auto pensando en eso que pienso cada vez que ando por la calle perdido en la nebulosa de mi mente. A saber, ¿por qué seguimos aceptando estar tan mal? Aquel día caminamos apenas una cuadra juntos, pero de alguna manera quedamos conectados. A partir de ese momento nos encontramos seguido. Él en alguna esquina y yo pasando y pensando.
     -Lo de mis ojos cerrados tampoco fue hace tanto -continuó contándome Juan-. Ocurrió hace poco más de dos años: dos años tres meses y ocho días, para ser exactos.
     -Pero, ¿qué te pasó? ¿Tuviste un accidente?
     -No... Bueno, algunos podrán decir que sí, que fue un accidente. Habrá seguramente otros que dirán que no. Pero, ¿quién sabe?
     La conversación se detuvo. Nos quedamos unos segundos en silencio hasta que empezamos a hablar de otra cosa. Sin embargo, este nuevo tema resultaba tan insignificante luego de la charla anterior que enseguida también terminó.
     Dos días después volví a encontrarme con Juan en la misma esquina que aquella primera vez. Cruzamos la avenida pero esta vez caminamos más de una cuadra. Ese día supe que Juan no estaba ciego y comprendí finalmente qué había pasado con sus párpados.
     -Entonces, Juan -dije cuando ya estábamos caminando por la tercera cuadra-, ¿alguna vez te enamoraste?
     Juan comenzó a bajar la cabeza, volvió a sacar aquel mismo papel del bolsillo, lo apretó fuerte en el puño y casi como un reflejo la levantó inmediatamente. Hizo un breve silencio, respiró profundo y como si pudiera verme me respondió:
     -Sí, hace dos años, tres meses y diez días. 
     Guardó el papel nuevamente en el bolsillo izquierdo y se fue.

RR


viernes, 19 de abril de 2019

LA DISTANCIA INFINITA DE LO INALCANZABLE (Un relato a sabiendas de Sofía)


a G.R. que hoy cumple años,
a mi abuela Sofía que hoy ha dejado de cumplirlos,
y a ese pueblo donde los tres nos seguiremos encontrando.


     Ella podría llamarse con cualquier nombre que ahora le pusiera, pero pongámosle que se llama Sofía, como mi abuela. Mi abuela Sofía que, justamente, vivía a una cuadra de su abuela. De la abuela de ella, de quien a partir de ahora llamaré también Sofía.
     Sofía todavía no se dio cuenta de que estoy hablando de ella. Probablemente cree que estoy hablando de otra Sofía que ni siquiera es mi abuela. No te aflijas, Sofía -diría mi abuela-, sos vos, sos ella, la de la abuela a una cuadra de mi abuela.
     Sin embargo, Sofía no vive más en el pueblo donde vivían mi abuela y la suya, ella vive lejos. Aunque más lejos aun vive de mí. No de donde yo vivo, sino de mí. Porque de donde vivo, Sofía está a sólo algunas horas por la ruta subiendo hacia el norte. Pero de mi... Bueno, de mí, vive a una vida de distancia.
     En cambio, su vida vive más cerca, mucho más cerca. Tan cerca como cuando nuestras abuelas vivían a una cuadra y no nos conocíamos (a pesar de estar a sólo una cuadra, cruzando el boulevard por la esquina del banco hasta el único edificio del pueblo). Su vida vive cerca de la mía ya que ni la suya ni la mía dependen de nosotros tanto como nosotros dependemos de ellas. Por ejemplo: mi vida en este momento anda por esta hoja hablando de su vida; y la saca a bailar, y su vida acepta porque no tiene más remedio. Es que a mi vida le gusta bailar con la vida de Sofía, apretarla de la cintura imaginando su enorme sonrisa mientras su cabeza reposa en el hombro de mi vida; masajeando su columna vertebral suavemente para aliviarle algún dolor remanente o permanente, a esta altura de la noche, a mi vida eso le da lo mismo.
     Y yo no sé si Sofía se alegrará demasiado de que saque su vida a bailar a veces sin avisarle, de que la abrace y la meza y la consuele (ni siquiera sé si le hace falta todo esto, seguramente no). Lo que sucede es que la vida de Sofía es una gran compañera de baile cuando la noche es cerrada y el viento sopla y la ruta se hace intransitable como para que Sofía o yo manejemos quién sabe cuántas horas para encontrarnos donde ya nunca nos encontraremos. Y yo quiero que, aunque sea por esta noche, Sofía lea ese "nunca" como un desafío a su vida, como una apuesta perdida, como eso que "nunca se sabe", que es un "quién sabe" tramposo. Como cuando los nunca se transforman sin avisar en un siempre; como cuando lo que hasta ayer era nada, mañana puede convertirse en un todo o en un te quiero.
     Sofía dice saber cuándo escribo sobre ella (y hasta dice saber cuándo no). Pero no tiene idea cuántas veces me asomo a la discoteca a buscar una canción para caminar a su lado cantando bajito por ese breve discurrir de la melodía que acompaña a su vida y mi vida, mientras ellas bailan y solicitan amablemente que nosotros no las molestemos con esto o aquello, con imponderables o comas mal puestas que pueden cambiar radicalmente el sentido de una frase. Porque si bien ella dice saber cuándo le escribo y cuándo no, no sabe que una coma en el lugar equivocado de una frase podría, en un abrir y cerrar de ojos, hacerme manejar imprudentemente por una ruta hacia el norte, nada más que para entregarle cara a cara un papelito con un siempre o un todo o un te quiero.
     No obstante todo esto, debo reconocer que, en realidad, no sé demasiado de Sofía. Aunque sé que ella es algo más que un par de ojos bonitos. Sofía para mí es un almacigo de circunstancias desgraciadas que la han forzado a sobrevivir dignamente; es esa gran alegría construida de pequeñas cosas que a mí tanto me cuesta, es ese sueño maternal que encabeza su lista de prioridades. Es por eso que, cuando su vida viene a bailar a este sur, yo me siento en la obligación de velar por su norte, de no ponerla incómoda con mis palabras ni provocarle lágrimas (lágrimas que de ninguna manera ella derrama por mí, claro; que son sólo las lágrimas de esta vida suya que yo tengo ahora acá bailando con la mía para que ella -Sofía- pueda beber otra cerveza e intentar el amor una vez más allá en su norte).
     Y Sofía no se rinde. Ella carga sus deseos en una pequeña mochila y sale a retratarlos, a convertirlos en luz, en color. Y si el día se pone gris, siempre tiene a mano un rollo en blanco y negro para desafiar al arco iris, para poner un poco de claridad sobre el cielo claro de sus ojos que de vez en cuando se nublan por los dolores, por los amores o por la vida misma.
     A mí, debo confesarlo, no me cuesta mucho escribirle. Es muy sencillo remontar este barrilete, es un juego de niños. Y debe ser por eso que me gusta hacerlo. Porque creo que, en parte, todavía somos aquellos niños. Y ya que estamos, tal vez sería una buena oportunidad para confesar que no ha sido más fácil dejar de desearla que abandonar aquella niñez. Pero mejor, dejémoslo ahí. Mejor dejar de vivir de recuerdos. Porque, mientras yo le escribo (sabiendo que ella sabe que le escribo a ella), mi vida baila con su vida. Y ella, Sofía, está cuatro horas y pico al norte encaminando su otra vida, la que quedó al margen de esta que me traje clandestinamente de su casa una primavera. Es esta vida suya la que de vez en cuando recorre secretamente algunos de mis silencios, la que tiñe cada tanto mi celo con el celeste de sus ojos animándome a acariciar su espalda y sus dolores, a ser el patético biógrafo de lo que nunca sucedió, un agrimensor tramposo midiendo sin instrumentos la distancia que nos separa. Una distancia que, al fin y al cabo, es igual a la que nos separaba cuando nuestras abuelas vivían a una cuadra pero no nos conocíamos. El recorrido entre un norte y un sur; imposible bajo estas circunstancias, de ser cubierto en cuatro horas y pico. Un espacio indefinido entre su cielo claro y este tan oscuro que, cada tanto, intenta abrazarse a su vida a escondidas. En síntesis: la distancia infinita de lo inalcanzable.

RR


domingo, 14 de abril de 2019

A PLENO SOL


     Lo que ya no puedo hacer es negar que la quiero, eso sí que ya no puedo. Soy capaz de salir a la calle y hacer de cuenta que el día me recibe con los brazos abiertos, que cuando me raspa la cara con el aire helado es, quizás, para conservarme de la descomposición en el hartazgo típico de esos bobos enamorados que andan por ahí caminando como zombies y que la gente ve como personas felices sin saber cuál de todos los infiernos les toca transitar ese día. En todo caso, el frío sirve por lo menos para congelar mis sentidos, para agarrotar mis manos  impidiéndoles salir de los bolsillos para buscar el teléfono (que inmediatamente se convertiría en un arma suicida).
     Y eso que en todo este tiempo he logrado aprender habilidades sin precedentes. Hoy puedo hasta dominar el estornudo de la mañana. Me he convertido en un malabarista de la nariz, moviendo los músculos faciales, arrugándola para contener el espasmo y así llegar a alcanzar un pañuelo antes de soltar el grito. Hasta eso puedo hacer.
     Con mucho esfuerzo logré aprender a comportarme como todo un caballero. Por ejemplo, a transformar mis gestos de desilusión ante la estupidez ostensible en cínicas preguntas para evitar cualquier debate sobre el hambre en el mundo, los beneficios de la social democracia o la táctica correcta para jugarle de visitante a los equipos brasileños. Entre mis más grandes logros está, sin dudas, el de haber conquistado la capacidad de manejar un amplio lenguaje monosilábico y onomatopéyico para apoyar seriamente afirmaciones tales como: "lo que pasa es que acá..."; o "si yo fuera vos... ", etcétera.
     Sí claro, si yo fuera yo podría hacer lo que se me cantara. Si yo fuera quien creo que debería ser tal vez podría estar ahora mismo leyendo el Quijote y no rearmando este ridículo castillo de cartas que se cae apenas lo termino, apenas me preparo, mate en mano, para sacarle una foto que me sirva para demostrarle a los amigos -y sobre todo a ella- que ya no la quiero, que me importa un carajo si quien la debería estar abrazando no la abraza y no le calma los temblores de los años pasándole entre las piernas y, sobre todo, entre los dedos de las manos y los hombros y los labios que esperan ese beso diferente, ese que la despierte del letargo y la agonía de sentirse cada vez más lejos de una vara colocada tal vez demasiado alta. 
     Armar estos castillos no es más que un pasatiempo y el tiempo lo sabe, y me lo refriega por la cara cada vez que intento desmentir noches como esta que me golpean cada mañana justo a esta hora. Está bien, debo admitirlo, todavía me quedan algunas cosas por aprender antes de exigir ser nominado al Oscar como mejor actor de reparto para así caminar por la alfombra roja que me depositará en los brazos de una mujer cualquiera. Tal vez sería una buena idea empezar por profundizar la práctica de no buscarla en los aromas compartidos que ya se han pasado de la fecha de vencimiento y huelen a leche cortada; o estudiar la manera más efectiva de cerrarle la puerta a las miserias confesadas en las canciones entregadas a modo de cartas de amor para salir a jugar tarareando melodías desconocidas. 
     Y ya que hablamos de cartas, también estaría bueno aprender a escribir dignamente como para no escribirle más y no tener que comprometer al cartero que me mira mal cada vez que le pregunto si sabe si ella recogió alguno de los sobres, si ha visto algún movimiento sospechoso por la tarde que le permita suponer que mis invitaciones a meterme a su cama (en la de ella, claro) no han sido arrojadas a la basura junto con el resto de los adornos con los cuales disimulo mi único deseo: quemar las naves y conquistar la cima de su templo, convertirme en la última víctima de sus sacrificios, abdicar definitivamente ante sus poderes sobrenaturales y beber voluntariamente de sus desconsuelos y de sus alegrías y de sus orgasmos, como un veneno que consuma definitivamente el tiempo que me queda, para lograr justificar de una vez por todas la persistencia de este temblor en el pulso cuando pongo una carta al lado de la otra. Este brillo en los ojos al mirar los triangulitos que voy formando y apilando uno encima de otro creyendo como un pobre idiota que de esa manera construyo castillos en el aire o, peor aún, una suerte de trinchera contra su recuerdo. Una barricada inútil que, al final, siempre se derrumba.

RR


lunes, 8 de abril de 2019

#36 (letra chica)


¿Qué habrá sido de mí que ya no me encuentro en tu boca, que ya no asomo sobre tu hombro, que no no yago sobre tu vientre?
Que ya no te increpo ni te maldigo.
Que ya no te niego ni te solicito.
Que ya no te disparo de día y te revelo de noche.
Que ya no sirvo a tus fines ni justifico tus medios.

¿Qué habrá sido de mí que ya no vuelo sobre tu cabeza, que ya no amanezco en tu arrebol, que ya no te encuentro donde solía perderme para siempre?
Que ya no favorezco aquello que todavía siento.
Que ya no pienso en pasado.
Que ya no estás presente.
Que ya no tengo futuro.

¿Qué habrá sido de mí, de aquel intruso, de aquel mendigo infame, 
de aquel poeta suplente que jamás pisó tu área chica?
Que sé perfectamente dónde encontrarte y no te busco.
Que ya no volví más a donde nunca debí haber vuelto una y otra vez.
Que ha pasado un tiempo prudencial como para saber que nunca será suficiente.

¿Qué habrá sido de vos?
De tu ternura perecedera,
de tus verdades impiadosas, 
de tu letra chica condenándome a pagar eternamente tu ausencia.

Y entonces...
¿Qué haré ahora con lo dicho y lo hecho, con lo pasado y lo pisado, lo contado y lo cantado?
¿Qué haré con la vida arrumbada al costado de la muerte, con tu deseo ardiéndome en la sangre provocando el olor infecto y maldito de lo imposible?
¿Qué harán mis deudos con tantos adioses impagos a tu nombre? 
¿Qué será de los jirones de mi vida dejados en el camino llevándote como bandera hacia una derrota segura?

No.
No lo sabés vos. 
Pues nunca te dije cara a cara que, antes y después, aquí y ahora, esa a quien nombro Vos sos vos.
No lo sabe Dios y tampoco el diablo.
No lo sabe la noche en mi ventana que nunca supo de otra cosa más que de vos.
No lo sabe el viento ni esas hojas secas que una vez más vuelan a su lado.
No lo sabe mi madre y jamás deberá saberlo mi hija.
No lo sabe ni mi cuerpo abandonado ni mi alma liberada.
No lo saben ellos que siguen sin saber de vos.
No lo sabe nadie.

Por lo tanto, hasta acá llega esta confesión sin parte que no servirá para relevar ningún tipo de pruebas.
No habrá reclamo de justicia.
No habrá herencia ni testamento.
No habrá despedida ni restos.
No habrá nada más que lo habido y lo vivido; lo que arrojaste al fuego o al mar o la basura.

A partir de este momento ya no seré yo.
No seré yo quien declare que te ha querido. 
Quien lo mencione como al pasar o lo escriba entre líneas.
Quien lo afirme o quien lo niegue.

No seré yo, querida, te lo aseguro. 
Pues la muerte sabia no deja testigos.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...