viernes, 19 de abril de 2019

LA DISTANCIA INFINITA DE LO INALCANZABLE (Un relato a sabiendas de Sofía)


a G.R. que hoy cumple años,
a mi abuela Sofía que hoy ha dejado de cumplirlos,
y a ese pueblo donde los tres nos seguiremos encontrando.


     Ella podría llamarse con cualquier nombre que ahora le pusiera, pero pongámosle que se llama Sofía, como mi abuela. Mi abuela Sofía que, justamente, vivía a una cuadra de su abuela. De la abuela de ella, de quien a partir de ahora llamaré también Sofía.
     Sofía todavía no se dio cuenta de que estoy hablando de ella. Probablemente cree que estoy hablando de otra Sofía que ni siquiera es mi abuela. No te aflijas, Sofía -diría mi abuela-, sos vos, sos ella, la de la abuela a una cuadra de mi abuela.
     Sin embargo, Sofía no vive más en el pueblo donde vivían mi abuela y la suya, ella vive lejos. Aunque más lejos aun vive de mí. No de donde yo vivo, sino de mí. Porque de donde vivo, Sofía está a sólo algunas horas por la ruta subiendo hacia el norte. Pero de mi... Bueno, de mí, vive a una vida de distancia.
     En cambio, su vida vive más cerca, mucho más cerca. Tan cerca como cuando nuestras abuelas vivían a una cuadra y no nos conocíamos (a pesar de estar a sólo una cuadra, cruzando el boulevard por la esquina del banco hasta el único edificio del pueblo). Su vida vive cerca de la mía ya que ni la suya ni la mía dependen de nosotros tanto como nosotros dependemos de ellas. Por ejemplo: mi vida en este momento anda por esta hoja hablando de su vida; y la saca a bailar, y su vida acepta porque no tiene más remedio. Es que a mi vida le gusta bailar con la vida de Sofía, apretarla de la cintura imaginando su enorme sonrisa mientras su cabeza reposa en el hombro de mi vida; masajeando su columna vertebral suavemente para aliviarle algún dolor remanente o permanente, a esta altura de la noche, a mi vida eso le da lo mismo.
     Y yo no sé si Sofía se alegrará demasiado de que saque su vida a bailar a veces sin avisarle, de que la abrace y la meza y la consuele (ni siquiera sé si le hace falta todo esto, seguramente no). Lo que sucede es que la vida de Sofía es una gran compañera de baile cuando la noche es cerrada y el viento sopla y la ruta se hace intransitable como para que Sofía o yo manejemos quién sabe cuántas horas para encontrarnos donde ya nunca nos encontraremos. Y yo quiero que, aunque sea por esta noche, Sofía lea ese "nunca" como un desafío a su vida, como una apuesta perdida, como eso que "nunca se sabe", que es un "quién sabe" tramposo. Como cuando los nunca se transforman sin avisar en un siempre; como cuando lo que hasta ayer era nada, mañana puede convertirse en un todo o en un te quiero.
     Sofía dice saber cuándo escribo sobre ella (y hasta dice saber cuándo no). Pero no tiene idea cuántas veces me asomo a la discoteca a buscar una canción para caminar a su lado cantando bajito por ese breve discurrir de la melodía que acompaña a su vida y mi vida, mientras ellas bailan y solicitan amablemente que nosotros no las molestemos con esto o aquello, con imponderables o comas mal puestas que pueden cambiar radicalmente el sentido de una frase. Porque si bien ella dice saber cuándo le escribo y cuándo no, no sabe que una coma en el lugar equivocado de una frase podría, en un abrir y cerrar de ojos, hacerme manejar imprudentemente por una ruta hacia el norte, nada más que para entregarle cara a cara un papelito con un siempre o un todo o un te quiero.
     No obstante todo esto, debo reconocer que, en realidad, no sé demasiado de Sofía. Aunque sé que ella es algo más que un par de ojos bonitos. Sofía para mí es un almacigo de circunstancias desgraciadas que la han forzado a sobrevivir dignamente; es esa gran alegría construida de pequeñas cosas que a mí tanto me cuesta, es ese sueño maternal que encabeza su lista de prioridades. Es por eso que, cuando su vida viene a bailar a este sur, yo me siento en la obligación de velar por su norte, de no ponerla incómoda con mis palabras ni provocarle lágrimas (lágrimas que de ninguna manera ella derrama por mí, claro; que son sólo las lágrimas de esta vida suya que yo tengo ahora acá bailando con la mía para que ella -Sofía- pueda beber otra cerveza e intentar el amor una vez más allá en su norte).
     Y Sofía no se rinde. Ella carga sus deseos en una pequeña mochila y sale a retratarlos, a convertirlos en luz, en color. Y si el día se pone gris, siempre tiene a mano un rollo en blanco y negro para desafiar al arco iris, para poner un poco de claridad sobre el cielo claro de sus ojos que de vez en cuando se nublan por los dolores, por los amores o por la vida misma.
     A mí, debo confesarlo, no me cuesta mucho escribirle. Es muy sencillo remontar este barrilete, es un juego de niños. Y debe ser por eso que me gusta hacerlo. Porque creo que, en parte, todavía somos aquellos niños. Y ya que estamos, tal vez sería una buena oportunidad para confesar que no ha sido más fácil dejar de desearla que abandonar aquella niñez. Pero mejor, dejémoslo ahí. Mejor dejar de vivir de recuerdos. Porque, mientras yo le escribo (sabiendo que ella sabe que le escribo a ella), mi vida baila con su vida. Y ella, Sofía, está cuatro horas y pico al norte encaminando su otra vida, la que quedó al margen de esta que me traje clandestinamente de su casa una primavera. Es esta vida suya la que de vez en cuando recorre secretamente algunos de mis silencios, la que tiñe cada tanto mi celo con el celeste de sus ojos animándome a acariciar su espalda y sus dolores, a ser el patético biógrafo de lo que nunca sucedió, un agrimensor tramposo midiendo sin instrumentos la distancia que nos separa. Una distancia que, al fin y al cabo, es igual a la que nos separaba cuando nuestras abuelas vivían a una cuadra pero no nos conocíamos. El recorrido entre un norte y un sur; imposible bajo estas circunstancias, de ser cubierto en cuatro horas y pico. Un espacio indefinido entre su cielo claro y este tan oscuro que, cada tanto, intenta abrazarse a su vida a escondidas. En síntesis: la distancia infinita de lo inalcanzable.

RR


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