Lo que ya no puedo hacer es negar que la quiero, eso sí que ya no puedo. Soy capaz de salir a la calle y hacer de cuenta que el día me recibe con los brazos abiertos, que cuando me raspa la cara con el aire helado es, quizás, para conservarme de la descomposición en el hartazgo típico de esos bobos enamorados que andan por ahí caminando como zombies y que la gente ve como personas felices sin saber cuál de todos los infiernos les toca transitar ese día. En todo caso, el frío sirve por lo menos para congelar mis sentidos, para agarrotar mis manos impidiéndoles salir de los bolsillos para buscar el teléfono (que inmediatamente se convertiría en un arma suicida).
Y eso que en todo este tiempo he logrado aprender habilidades sin precedentes. Hoy puedo hasta dominar el estornudo de la mañana. Me he convertido en un malabarista de la nariz, moviendo los músculos faciales, arrugándola para contener el espasmo y así llegar a alcanzar un pañuelo antes de soltar el grito. Hasta eso puedo hacer.
Con mucho esfuerzo logré aprender a comportarme como todo un caballero. Por ejemplo, a transformar mis gestos de desilusión ante la estupidez ostensible en cínicas preguntas para evitar cualquier debate sobre el hambre en el mundo, los beneficios de la social democracia o la táctica correcta para jugarle de visitante a los equipos brasileños. Entre mis más grandes logros está, sin dudas, el de haber conquistado la capacidad de manejar un amplio lenguaje monosilábico y onomatopéyico para apoyar seriamente afirmaciones tales como: "lo que pasa es que acá..."; o "si yo fuera vos... ", etcétera.
Sí claro, si yo fuera yo podría hacer lo que se me cantara. Si yo fuera quien creo que debería ser tal vez podría estar ahora mismo leyendo el Quijote y no rearmando este ridículo castillo de cartas que se cae apenas lo termino, apenas me preparo, mate en mano, para sacarle una foto que me sirva para demostrarle a los amigos -y sobre todo a ella- que ya no la quiero, que me importa un carajo si quien la debería estar abrazando no la abraza y no le calma los temblores de los años pasándole entre las piernas y, sobre todo, entre los dedos de las manos y los hombros y los labios que esperan ese beso diferente, ese que la despierte del letargo y la agonía de sentirse cada vez más lejos de una vara colocada tal vez demasiado alta.
Armar estos castillos no es más que un pasatiempo y el tiempo lo sabe, y me lo refriega por la cara cada vez que intento desmentir noches como esta que me golpean cada mañana justo a esta hora. Está bien, debo admitirlo, todavía me quedan algunas cosas por aprender antes de exigir ser nominado al Oscar como mejor actor de reparto para así caminar por la alfombra roja que me depositará en los brazos de una mujer cualquiera. Tal vez sería una buena idea empezar por profundizar la práctica de no buscarla en los aromas compartidos que ya se han pasado de la fecha de vencimiento y huelen a leche cortada; o estudiar la manera más efectiva de cerrarle la puerta a las miserias confesadas en las canciones entregadas a modo de cartas de amor para salir a jugar tarareando melodías desconocidas.
Y ya que hablamos de cartas, también estaría bueno aprender a escribir dignamente como para no escribirle más y no tener que comprometer al cartero que me mira mal cada vez que le pregunto si sabe si ella recogió alguno de los sobres, si ha visto algún movimiento sospechoso por la tarde que le permita suponer que mis invitaciones a meterme a su cama (en la de ella, claro) no han sido arrojadas a la basura junto con el resto de los adornos con los cuales disimulo mi único deseo: quemar las naves y conquistar la cima de su templo, convertirme en la última víctima de sus sacrificios, abdicar definitivamente ante sus poderes sobrenaturales y beber voluntariamente de sus desconsuelos y de sus alegrías y de sus orgasmos, como un veneno que consuma definitivamente el tiempo que me queda, para lograr justificar de una vez por todas la persistencia de este temblor en el pulso cuando pongo una carta al lado de la otra. Este brillo en los ojos al mirar los triangulitos que voy formando y apilando uno encima de otro creyendo como un pobre idiota que de esa manera construyo castillos en el aire o, peor aún, una suerte de trinchera contra su recuerdo. Una barricada inútil que, al final, siempre se derrumba.
RR
No hay comentarios:
Publicar un comentario