martes, 8 de octubre de 2019

UN TARDÍO PÁRRAFO INVERNAL (devenido en augurio de primavera)


     En un rinconcito, al costado de la ventana, hay una maceta, una macetita, una pequeña vasija marrón devenida en bóveda, en amparo, en refugio, en umbral. Debajo de ese umbral de esperanzas durmientes, se refugian los sueños de un personaje solitario, un poco introvertido, un tanto reservado. Él ha reservado los mejores días para sus peores momentos, para los malos augurios, para los resultados desfavorables, para esas tormentas que vienen para quedarse. Y se ha quedado ahí, al costado de su maceta, bajo la sombra del umbral, día tras día, lluvia tras lluvia. Y cuando llueve él siente que la vida se prepara para brotar algo de la tierra, para zanjar las distancias, para cancelar las deudas, para encontrar lo perdido. Pero él no es un hombre perdido, es más bien un militante de su propia dignidad, un luchador incansable de causas perdidas, un poeta del dolor que sigue al abandono del amor. Y si el amor lo encuentra un día nuevamente no será muy lejos de su maceta, sino al amparo de esos días que se fueron juntando en las hojas que cayeron en otoño y se pudrieron durante el invierno, cuando una lluvia denodada inundó el espacio vacío que se había llenado de silencio. Permanecer en silencio es uno de sus pasatiempos preferidos y se divierte tratando de cifrar las notas de unas melodías compuestas a medida que las piensa. Y cuando las piensa, piensa en ella, en ella y en su maceta devenida en bóveda de sus palabras que nunca escaparon más allá de su umbral, ni en los mejores días, ni en los malos momentos. Esos momentos cuando no lograba encontrar lo perdido entre las palabras. Porque esas mismas palabras saben que le corresponden a ella y a sus ojos marrones que riegan los tímidos adjetivos y los solitarios verbos. Unos verbos que él ubica pacientemente hundiendo una cucharita en la tierra donde se pudren esas hojas que caen cuando afuera truena y llueve y arrecia el viento y él no tiene más refugio que unas esperanzas durmientes y unos augurios que, si fuera por él, preferiría no tenerlos. Pero los tiene y tiene los ojos marrones de ella que llueven sobre su pequeña vasija devenida en custodia de sus mejores días, de sus peores momentos, de la distancia que lo abruma cuando sale de debajo del umbral y todo le resulta desconocido e imposible, como si se hubiese perdido en las palabras por buscarla a ella que ha devenido en la tierra fértil que todavía lo anima a sembrar hojas otoñales para que se pudran silenciosamente durante el invierno. Sin embargo, el invierno pasó y sin darse cuenta brotó la primavera mientras él estaba ahí, custodiando su maceta, su macetita, su umbral, su refugio devenido en vasija de palabras que le pertenecen pero que no le corresponden, porque le corresponden a esos ojos marrones que le llueven a veces y lo atormentan de a ratos y le soplan graciosamente las hojas y lo inundan de un silencio que ahora se pierde en una melodía esperanzada con mejores augurios para estos nuevos tiempos que vienen. Tal vez porque los que vienen sean tiempos de lluvias remanentes de tormentas pasadas que, al fin y al cabo, son los mejores momentos para escribir. Para escribir cartas para ella, claro, y para sus ojos marrones devenidos en causa perdida.

RR


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