domingo, 12 de enero de 2020

LABERINTO


(Advertencia: quien decida arriesgarse a emprender la lectura laberíntica de este texto, deberá hacerlo a sabiendas de que, en él, perderá para siempre un tiempo irrecuperable.)

     Hago lo que hago porque no hay en realidad ninguna razón para hacerlo. Porque hacer lo que hay que hacer, lo hace cualquiera. Y hacer lo que se debe hay también algunos que lo hacen. Pero hacer por hacer, eso lo hacen muy pocos. Y así nos va... Mirá vos qué contrariedad: me pasé la vida intentando hacer todo lo que me pedían… Bah, no todo, tampoco es cuestión de colgarse laureles que uno no merece. Digamos que trataba de complacer dentro de mis posibilidades a quien podía.
     Y en esto, siempre estaba en consideración si lo que estaba haciendo era lo debido o no, si quería hacerlo o no, si podía o no. Pero nunca me planteaba lo más importante de todo: ¿había razones para hacer lo que iba a hacer? Y casi siempre las había, buenas o malas, convenientes o inconvenientes, justas o injustas. No importaba cuáles, siempre había alguna razón para adjudicarle a aquello que hacía. Incluso hubo hasta razones falsas, mentiras inventadas y esgrimidas a las apuradas para callar la verdad (que nunca pasa de ser una sola).
     Y así, siempre terminaba haciendo. Con razones ostensibles o si no, aparentes. Razones que, llegado el caso, simularían una cadena de causas y consecuencias perfectamente eslabonadas que, si no dejarían contento a todo el mundo, al menos dejarían contento a una parte. Pero a veces sucedía que, en esa parte, no me encontraba ni yo ni quien debía ser el favorecido o el perjudicado por mi acción. Es decir: a quienes debía importarle lo que hacía, no podían disfrutar o lamentar lo hecho.
     Pero un día, sin saber cómo ni cuándo, todo terminó y los hechos dejaron de obedecer a las razones que, como verás, han dejado de ser un hecho. Y el hecho, querida mía, ahora lo ocupa todo. Ese hecho al que nunca servirá de nada juzgar por las intenciones pretéritas sino por el hecho mismo (hasta me animaría a decir que ni siquiera se lo podrá juzgar por sus consecuencias). El hecho, sí, el hecho.
     El hecho será siempre la madre de todos los arrepentimientos (siempre posteriores, siempre inservibles); el viento que sopla las horas por esos cielos angustiantes pintados con decisiones tomadas con los ojos obnubilados por alguna pasión, por alguna felicidad tan momentánea y pasajera como la tristeza.
     Pues bien, ya no me interesa hacer nada con ese cielo. Ha llegado el tiempo de los hechos y estos son los míos. Estos que ves acá ahora formando palabras que hacen lo que ellas pretenden hacer cada vez que se habla de vos y de tus hechos ausentados con aviso. Porque tu ausencia es tu hecho íntimo al que todos mis hechos le declaran con palabras su amor incondicional. Y ese no hacer tan tuyo, tan incuestionable, es el más claro de todos los hechos, como el silencio es el más imprescindible de todos los sonidos, la nota inicial que desata todas las sinfonías y la que clausura todas las expectativas. Tu silencio es el hecho al que me aferro sin necesidad de razones.
     Y habrá quien dirá que la he perdido, que he perdido la razón, que ya no sé lo que hago. Pero no. Sé perfectamente lo que estoy haciendo y por eso ya no busco en las razones ajenas una razón propia para hacer esto que no es ni más ni menos que lo único que soy capaz de hacer. Y cuando deje de hacer esto, pasaré a hacer lo que se hacen siempre los poetas vencidos después de haber hecho algo. Haré silencio y emprenderé el camino solitario de la pena y la alegría unidas por las mismas lágrimas, servidas con la dignidad de quien ha hecho sin haber necesitado razones para hacer (eso sería un hecho descalificador para el poeta que pretende hacer mucho más de lo que se ha hecho hasta ese momento).
     Y cuando ya no haga esto que estoy haciendo será porque habré hecho todo lo posible y, entonces, me dedicaré a hacer el resto mientras transito el oscuro camino de las imposibilidades. Me sentaré acá mismo junto a las penumbras de mis soledades y haré que las palabras digan otras cosas, las protegeré de los hechos que puedan provocarles iras injustificadas o, lo que sería aun peor, deseos de intrometerse miserablemente en los hechos ajenos. Haré caso omiso a las habladurías y a los astrólogos del saber hacer. Porque ni ellas ni yo indagamos oráculos para hacer lo que hacemos, ni jamás nos entregamos inocentemente a la pereza mental de los dichos populares acerca de qué es lo que debe hacer cada uno en diferentes circunstancias.
     No, de ninguna manera me prestaría a ese juego de tontos para intentar que tus hechos aceptaran hacer algo con los míos. Ni siquiera tentaría a la suerte tratando de acertarle al centro de tus necesidades para alardear de habilidades que me proveyeran de unos méritos innecesarios que, de ninguna manera, harían de mí más de lo que soy. No me hace falta eso, pues yo no soy más que un hecho entre tantos, entre todos los que se han llevado a cabo y los que han quedado truncos; entre los que están sucediendo ahora mismo sin que nadie pueda evitarlo; entre aquellos que sucederán mañana cuando la vida renazca de la muerte del ocaso de hoy. Soy un hecho que vive de los tuyos. Soy un hecho con aroma a destierro, un hecho sin nombre. Un hecho con sabor a olvido. Un hecho con vista al mar y al espacio infinito que separa mis hechos de cualquier razón que pueda ser un día tallada en mi epitafio.
     Entonces, y para que te quedes tranquila, no pierdas tu tiempo tratando de encontrarle una razón a todo esto que he hecho por hacer. Esto que quizás acaricie tu espalda una noche de estas cuando el brillo de tu desnudez se apague en los brazos de otro que habrá hecho lo que yo no habré podido hacer a tiempo; cuando del rumor de la calle brote una melodía compuesta como un hecho irrefutable en nombre de quien finalmente habrá hecho silencio. No busques razones, querida, donde no las hay ni las habrá nunca. No hay justicia posible cuando los hechos han dejado de ser planes de futuro para ser pasado irrenunciable, hechos muertos y enterrados que no admiten reclamo alguno. Porque ya no hay nada en mí, amor mío, que no sea este hecho último y fatal.
     Un hecho que irá a buscarte y buscará morderte como muerde este hastío hastiado de las estúpidas justificaciones de los estúpidos y de los cobardes que se acobardan ante sus propios hechos, negándose -tal vez sabiamente- a hacer lo que estos injustificables hechos míos, escondidos ahora en la oscuridad de tu memoria, han intentado hacer inútilmente sin importarles que vos fueras sólo una ilusión en este trágico laberinto donde me he perdido buscando sin encontrar las razones que pudieran justificar el hecho de quererte como te quiero. Un laberinto de palabras secas de donde sólo se puede salir diciendo adiós.

RR


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