viernes, 27 de marzo de 2015

IMAGINACIONES PARA UNA NOCHE LARGA Y SILENCIOSA


     Vino sólo hace un momento, frecuente e inoportuna como siempre, y me pidió (me suplicó) que te escribiera. Entonces, acá estoy. No me aclaró qué era lo que deseaba, me dijo "pensá en mí y te vas a dar cuenta enseguida". Así que lo pensé; y lo volví a pensar; y lo pensé de nuevo: nada. Traté de focalizarme en su cara, en esas expresiones que había visto mil veces antes y no encontré nada que pudiera guiarme por esta hoja. Entonces busqué recordar alguna de las historias que me contó en el pasado, algunos dolores atragantados por el tiempo, algunas alegrías que duran tan poco cuando se viven pero que cuando se recuerdan duran toda la vida (igual que algunos dolores). Ahí tampoco logré encontrar un río navegable para esta balsa, ni siquiera un mínimo arroyo marrón sombreado de eucaliptos y sauces donde, aunque sea, inventar algún naufragio, alguna isla desierta para armar una fogata y mirar el horizonte a salvo. Debo ser sincero, pensé seriamente en fabricar alguna excusa para tratar de zafar de esta situación, pero no tuve el coraje de mirarla a los ojos y no corresponder su deseo. Seamos justos también, yo no soy un escritor, apenas si logro llevar adelante algunas cartas falsas para personas inexistentes, para amores imposibles, para pobres y ausentes. Y hago lo que puedo. De hecho, hace un rato nomás, estaba releyendo por enésima vez un intento de cuento que seguramente jamás verá la luz, que se perderá en la nebulosa inescrutable e insobornable de la autocrítica que me aqueja. Pero esperá, ahora que lo pienso, hay algo de ese cuento que tal vez pueda servirme para cumplir mi cometido, para tratar de que todos quedemos conformes (alguno más que otro, pero bueno, es lo que hay…).
      Me dijo “pensá en mí y te vas a dar cuenta enseguida”. Tenía razón, pero no tenía que pensar, tenía que imaginar; pensar aceptando los pensamientos, no luchando contra ellos, no tratando de hacerlos pensar como deberían ser pensados sino como me gustaría que piensen, sin tratar de evitar lo inevitable, sin intentar manipular los imponderables y las consecuencias. No se puede evitar el delicioso sabor del chocolate derritiéndose en la boca pensando en un hígado herido que clamará venganza, no se puede negar el placer inconfesable que producen algunos dolores (no se puede). Debía imaginar su cuerpo de chocolate y dejarme llevar hacia los dolores placenteros que justifican las angustias y se clavan en la carne escribiendo las historias que valen la pena ser contadas. Sí, tenía razón, tenía que pensar en ella. Ella parada sobre un puente observando toda el agua que ha corrido debajo arrastrando una balsa funesta y destruida que aun se aferra a las corrientes, con un pobre loco arriba que habla solo y alza su bandera cual pirata orgulloso, listo para conquistar a la mujer más hermosa de la comarca. Tenía que imaginarme a este corsario de la derrota dispuesto al naufragio y a la desolación de una isla; imaginarme su fogata y su horizonte inalcanzable, el ruido espeluznante del silencio por las noches, el miedo a arrojar esa botella con su sentencia de muerte escrita en una carta, sobre una hoja seca con su nombre de un lado y la soledad incurable del amor ausente del otro.
     ¿Cómo no me dí cuenta antes? Sólo tenía que recordar que a veces hay que estar dispuesto a morirse para sentirse vivo y otras veces sólo es cuestión de seguir viviendo para no morirse. Y ahora siento que me he perdido entre tantas palabras encargadas y ya no sé quién soy. No sé ni lo que digo, ni lo que escribo porque me he confundido con el cuento y con el personaje, y entonces creo que tal vez yo sea ese pirata que piensa y piensa y nunca arroja esa maldita botella al mar y, de esa manera, niega cualquier posibilidad de que quizás algún día aparezcas en esta orilla antes de que sea tarde, antes de que finalmente entienda que cuando ella me pide que te escriba es sólo porque me niego a pensarte, a imaginarte inconfundiblemente desnuda sobre mis deseos. Pero ella me pide y me pide que te escriba, que te piense. Que piense en vos sobre ese puente inalcanzable y en ella que no es más que el recuerdo infame de tu ausencia.
      Será mejor que salga a recoger unas ramas, ya cae la tarde y la noche será larga y silenciosa. Una noche más de fuego y cartas.

RR


Foto: Pablo Silicz

domingo, 22 de marzo de 2015

MUERTO


     No deberíamos dejar que se nos mueran los muertos, no deberíamos abandonarlos en su muerte. Porque quizás les debamos parte de esta suerte de estar vivos que, en tiempo y forma, acabará un día, con la respiración entrecortada, con un dolor en el pecho y un adiós que quedará atragantado entre el temor y la paz en la que dicen descansaremos. Y creo que cuando llegue ese día no buscaremos entre los vivos, buscaremos entre los muertos, los buscaremos a ellos. Buscaremos reconocer el sonido de sus voces y el aroma de sus ausencias; buscaremos sus compañías. Probablemente recordaremos en ese segundo final el delicado canto de los pájaros sobre aquel silencio imborrable y atroz de cuando nos morimos por dentro, solos y sin consuelo al costado de sus cuerpos desaparecidos. Recordaremos el aroma a flores marchitándose al lado de un reloj detenido para siempre. Llegado el momento buscaremos inútilmente a Dios y a la justicia, a los culpables y a los exonerados. Veremos a los dueños de todo con las manos vacías tanteando en la oscuridad por indulgencia y perdones innecesarios. Veremos a los pobres condenados sin juicio previo a la pobreza buscando aquellas razones de Miguel Hernández de “cuánto penar para morirse uno“.
      Cuando estemos muertos, sí, muertos: con la cara desfigurada, con los brazos tiesos y la piel seca, con los bolsillos vacíos y sin ningún prejuicio que pueda salvarnos de lo que finalmente nos iguala, después de haber hecho todo lo posible por ser diferentes, después de habernos pasado la vida adornando nuestras vanidades, tratando de justificar una existencia que no tiene justificación excepto en una caricia, en una noche estrellada o en un amor que morirá también igual que nosotros.

RR

viernes, 13 de marzo de 2015

EL ABISMO


     No es menos mío aquello que no poseo ni puedo de ninguna manera proclamar de mi propiedad esto que ha caído fortuitamente en tus manos, esta hoja que se va tiñendo de palabras que tendrán infinitos significados de acuerdo a las infinitas casualidades que hayan moldeado la mirada y el entendimiento de quien las lea. Como la tuya, lector, que ahora estás detenido sin saber por qué frente a este texto sobre el que quizás te indagues “¿hasta dónde llegaré con él?”.
     ¿Y, cómo saberlo? Quién sabe qué te trajo hasta acá, hasta esta oración que voy escribiendo mientras, al mismo tiempo, veo el resto de la hoja vacía como un abismo profundo, interminable, que no sé qué me deparará. Y entonces me pregunto: ¿qué sabés vos de mí? ¿qué sé yo de vos?; ¿cuáles son los pensamientos que cruzan ahora por tu cabeza mientras nos encontramos en esta página sin conocernos, probablemente sin ni siquiera querer hacerlo?; ¿dónde estás vos mientras me leés, mientras yo ya no existo en esa lectura, excepto como el presunto autor de algo sobre lo que nadie puede afirmar su verdadero origen? Y por último, ¿qué habrá en unos minutos debajo de esta oración que se cerrará con un signo de interrogación?
      Claro, está, ni vos lo sabés ni yo tampoco. Pero no es grave, no deberías sentir temor alguno por lo que vendrá pues, sea lo que sea, será lo que tenga que ser, aunque haya podido ser cualquier otra cosa. Porque, así como quizás de alguna manera se modifique tu vida después de leer estas palabras escritas sin razón aparente, también, y de la misma manera, aparentemente se modificará si dejás de leer acá mismo y seguís con otra cosa, con las noticias de la radio o con el último disco de una banda que ni siquiera conocés. He aquí, lector, nuestro dilema: ¿cómo conocer ambos destinos?; ¿cómo saber qué es lo que nos conviene, cuál es la dirección correcta y si la dirección correcta es siempre la conveniente?; ¿cómo no quedarse siempre con una sensación de pérdida ante cualquier elección? Y ya que estamos en el tema, recuerdo que el amigo Cortázar escribió una vez algo que me convenció de que en cada decisión afirmativa se escondía una negación, pues quien decide entrar por una puerta y no por la otra, no sólo está afirmando una, sino que está negando la otra, y en eso se esconde un acto de rebeldía pero también se asume una carencia, la de la puerta cerrada que guardará lo que quizás nunca se conozca.
     Entonces, es tu decisión, seguir o quedarte, abrir esta puerta o dejarla cerrada para siempre. Eso sí, este cuento lo escribirás vos a medida que lo leas, sin nadie que te obligue o te sople los acontecimientos o te cuente el final. El final, obviamente, aún no lo sabés (y yo tampoco), está acá, más abajo, esperando a ser escrito y a ser leído. ¿Será que tenés la suficiente valentía como para lanzarte a ese abismo?
      Aunque tal vez a esta altura ya hayas mirado el reloj varias veces para ver si el tiempo perdido en la lectura valió la pena, si no hubiese sido mejor arrojar todo al demonio y volver a pensar en tu infancia o en el amor de tu vida, ese que parece escabullirse del corazón apenas creés que lo has atrapado. O tal vez estés pensando justo ahora en si no sería más urgente llamar a tus padres o tu abuela antes de que ya no estén acá, antes de que los capture la luz eterna al final del túnel. Quiero decir, ¿te parece que es necesario y conveniente seguir intentando encontrarle el nudo a esto que quizás nunca tenga el desenlace que vos esperás? ¿Y si mejor en vez de seguir aferrado a este juego tomás un papel y un lápiz y así, a mano alzada y sin demasiadas precauciones, buscás esas palabras huidizas que parecen ocultarse y encerrarse bajo siete llaves cada vez que pensás en ese amor inescrutable? ¿Y si al final resulta que llegaste hasta acá sólo para eso, sólo para descubrir el camino hacia ese abismo que es el mismo que te vengo anunciando desde hace un rato?
     Así es, no esperes otra cosa que un abismo, ni de las palabras ni del amor. No esperes que el silencio que está aún esperando romperse en tu boca sea inocuo e inofensivo, que esas palabras, una vez sueltas, no muerdan y duelan y sean imborrables hasta para el codo; que no exijan algún día (tal vez ahora mismo) una prueba irrefutable, una defensa ineludible. Porque esas palabras que dicen se las lleva el viento, tarde o temprano vuelven, tal cual lo hacen algunos amores que se pierden en los pasillos oscuros de la memoria y un día, sin saber por qué ni de dónde, regresan a ejercer un dominio totalitario y dictatorial, irracional e inevitable. Por eso, no esperes que si eso ocurre ese amor no te vapulee y, lo que es más posible aún, que no te mate. Es que, sea como sea, te matará, te elevará hasta las nubes y te arrojará al mismísimo infierno del Dante. Sin embargo, ese infierno puede ser el del desengaño y la desilusión más cruel o, en todo caso, el de la maravilla de sentirse uno único e irremplazable, y así vivir con el filo de la guillotina sobre el cuello. Un filo con el imborrable perfume de sus formas, con el sonido celestial de su voz sacudiendo tu tímpano desde la lejanía de lo que no se pierde nunca; y la mágica e incomparable sensación de encajar en un cuerpo cuya desnudez parece que hubiese sido confeccionada a tu medida. ¡Pero vamos, no te amedrentes ahora! No sólo los traidores han muerto en la guillotina. Adelante, sujetá tu cabeza y preparate a morir, que eso será lo único que te salvará del olvido de los cobardes. Es inútil negarlo, todos seremos olvido un día, ¡todos! Sólo aquellos que hayan descendido a ese infierno dantesco merecerán ser salvados en el recuerdo de las beatrices y en las palabras de los poetas.
      Basta, lector, no pierdas tu tiempo conmigo, ya te he detenido demasiado. Es tiempo de actuar, es tiempo de abandonar la comodidad de esta lectura inconsecuente y desabrida para hacerle caso al cuerpo erotizado y a la sangre caliente que ya te obliga a ir detrás de su amor como un esclavo que rompe sus cadenas y se aferra libre y soberano a su amo y toma la espada y lo defiende hasta la muerte. Ya es tiempo de dejar de mirar para otro lado. Ha llegado la hora de abandonar el dinero y los negocios y los planes de un futuro que vive fantasmalmente alimentado por las justificaciones y las excusas de un pasado que se pudre en los cajones y en las fotos, en esas cartas que se te han hecho nudo en la garganta y te cortan el aliento apenas sus ojos iluminan tu recuerdo. Te doy un consejo: abanadoná todo ya mismo. Quien ha esperado hasta ahora no necesariamente esperará por siempre. Porque ese siempre no nos pertenece, le pertenece al destino y a la muerte, le pertenece al amor y a los amantes. Esta es tu oportunidad de darle cuerda al único reloj verdadero, al que se mueve con los engranajes de un tiempo que se acaba más rápido de lo que parece pero que aún late en tu corazón. Un pobre corazón adormecido por la moral burguesa y las buenas costumbres de quienes han impuesto las suyas como reglas; por los contadores y sus cuentas, por los canallas y sus políticas, por los cobardes narcisistas y vanidosos y por los mercachifles del deseo. No hay más tiempo que perder, ya mismo deberías ir a buscar a ese amor, con Virgilio o sin él. Todavía te quedan algunos días para conquistar Troya y volver a caer bajo el influjo de las ninfas y asirte a cualquier cosa que te permita seguir a flote y continuar tu viaje. Vamos, en algún lado está tu Maga contando sus anécdotas montevideanas a desconocidos. No esperes a que Catalina muera para ir a abrazarte a su regazo antes de desintegrarse bajo la tierra. Mirá a tu alrededor, estás solo. Sí, solo, completamente solo.
      Y es que quizás no te hayas percatado aún, pero en algún momento durante tu recorrido por estas hojas, sin darte cuenta, has sido vos quien se ha hecho cargo de estas palabras que se están escribiendo ahora bajo tu mirada lectora desconcertada. Y así mismo, sin saber cómo ni cuándo ni por qué, has llegado hasta estos últimos renglones que han sido imaginados y escritos completamente por vos. Porque, lamento tener que decirte, yo ya no estoy en ellos; me he ido. Mientras vos leías aquello que apenas había llegado a escribir, decidí saltar de ese texto sin destino para arrojarme una vez más a mi propio abismo. Este mismo abismo al cuál ahora vos ahora te has arrimado. Pero yo, estimado amigo, hice lo que debía hacer: decidí tomar un papel y un lápiz y, con el color de sus ojos, tracé de una vez y en unas pocas palabras el plano de mi muerte sobre su territorio desolado, marcando una cruz con mi nombre al lado del suyo para hacerle saber sin más demoras que, a pesar de todo, no la he olvidado.
     Adiós, escritor, y buena suerte.

RR


miércoles, 11 de marzo de 2015

SIN QUE LA LLAME


      Ella se va, cada dos o tres días se va, me deja hablándole a las manzanas de la fuente y abandona por los alrededores un aroma a espalda mojada y a despedida de entre sábanas. Yo ni siquiera levanto la cabeza, la siento irse como se siente el viento sur cuando trae la tormenta. Ella se va igual a como la tormenta viene: orgullosa y pedante como toda tormenta que se precie de tal, con aires de saberse inapelable y la sabiduría de cualquiera que pueda hacer crecer algo de esta tierra negra por dentro y celeste por fuera. Lo sé, tal vez para ustedes no sea normal que ella se vista de imagen lejana y yo me quede acá aprovechando los relámpagos para combatir mis oscuridades y el desconsuelo propio de su ausencia escribiendo cartas para nadie. Pero si ella no se fuera no sería ella. Ella sería otra y yo no podría aferrarme como me aferro a sus talones y  a sus muslos y a sus nalgas yéndose con la dulzura y la calma con la que se van las hojas de los árboles. Sí, yo prefiero que ella se vaya y no vuelva, que me abandone para siempre cada vez y destruya uno a uno los planes prolijamente estudiados cuando todavía saboreábamos el abrazo antes del sueño. ¿Para qué esperar a que esos sueños sean invadidos por las realidades y destruyan la fantasía de creernos “el uno para el otro”, “tal para cual”, “el hambre y las ganas de comer”? Qué se vaya y que no vuelva hasta que el despecho me lleve a prestarle atención a unos ojos cualquiera que me miran a la pasada cuando ella no está, y me sostienen la mirada y me examinan las soledades que sé que se me notan, que sé que son irremediables cuando ella se va.
     Ella se va y no vuelve y no tengo ni idea de a dónde va o en dónde vive. Me han dicho que la han visto bailar por los arrabales, que le gusta subirse a las hamacas de las plazas y cantar la canción del unicornio; que alguna vez la han encontrado sentada en una playa tapándose la cara para que no se le pegue la arena en las lágrimas que, dicen, jamás muestra. Alguien alguna vez me contó de una carta desteñida y mugrienta que supuestamente era para ella y que atesoraba con dolor y que decía que tenía un amor clavado en el pecho, que ese amor era como un molino que se movía por la corriente de un arroyo escondido bajo unos sauces que había dibujado cuando era niña. Claro que no le dí demasiada importancia a esa carta y puse rotundamente en duda su veracidad. Sin embargo, muchas veces me encontré imaginando ese arroyo cuando el sol de la tarde solo producía una sombra en el jardín donde me sentaba a esperar la noche. Me imaginaba saltando desde las ramas de los sauces para aterrizar en su escondite con un beso en una cajita de fósforos, con la insolencia y esa falta de oportunismo que me caracteriza y que ha hecho que muchas veces ella se vaya.
     Lo que pasa es que cuando ella se va se me amontonan los versos y las olas, se me juntan en los rincones las pelusas que arman sus cabellos enredados en el sonido de su risa que cautiva el silencio en donde habito cuando ella se va. Y ahí te quiero ver. Porque ese silencio es filoso como una bayoneta pendiendo sobre mí en plena batalla justo antes de caerme de este pobre caballo blanco y sin la providencia de un sargento que me rescate. El silencio me corta en rodajas para rehogarme en el alcohol que hará de mi angustia el veneno justo para morirme pensando en ella.
     Sí, ella que siempre se va pero vuelve. Como vuelven esas hojas que cayeron de los árboles a la vereda, hace un rato nomás, unas horas, unos días, unos meses. Y todo, como siempre, es cuestión de tiempo, todo el tiempo que hace falta hasta que ella un día pega la vuelta y es otra vez mirada tierna y pubis manifiesto debajo de sus faldas de frente a mi sonrisa de primavera que la ve volver a mi jardín que la añora, a la cajita de fósforos que le suelta besos como mariposas mientras suenan los Beatles o Coltrane que hace de Naima y de la belleza una cuestión de principios.
     Tal vez sea peligroso admitir esto a esta hora de la noche pero esa carta desteñida y mugrienta existe. Y como esa existen muchas otras que hablan en un misterioso e intrincado lenguaje metafórico de mí, saltando desde los sauces, arrimándome a su escondite, empapado de insolencia, buscando acariciar sus pies y convencerla de que la próxima vez que se vaya se dé vuelta y sonría para así creer que siempre volverá.


RR


Foto: Andrea Alegre

martes, 3 de marzo de 2015

CIUDADES (Puertas y bocas)


     Y a medida que uno avanza hacia el futuro por estas calles del presente, se va cubriendo de un sudario asqueroso con olor a pasado rancio, con fotos vergonzosas y vergonzantes de un mocoso de rulitos en calzoncillos, de una hilera de niños acomodados sobre una tarima expuestos a la admiración de los padres, señora directora, docentes, público en general, alumnos. Y se siente ese aroma que alguna vez fue novedoso y que hoy ya no posee aquel encanto sino más bien los temores del tropiezo y la desgracia del abandono y el empezar otra vez (¡otra vez!). Sí, se siente ese olor a primer amor. (Primer amor: olor desconocido. Revoltijo en el estómago e inusitada ansiedad de verla pasar por cualquier lado mientras se emprende una búsqueda tan santa como las cruzadas, la búsqueda del único antídoto contra todos los males de este mundo. Y gracias a ese flaco que me animó a entender que sí, que eso es todo, que no existe ninguna otra búsqueda que merezca ser emprendida hasta con el corazón roto.)
      Y los padres no saben qué hacer con nosotros los niños, porque no saben, porque nadie les dijo cómo se hace y a sus padres tampoco nadie les advirtió sobre el exceso de caramelos en nosotros, sólo el necesario e imprescriptible reglamento universal sobre los silencios de las siestas sagradas en esos domingos grises, desiertos, suicidas, en bicicleta o en toboganes de chapa naranja, ombúes, plaza, pileta si es verano, panales de avispas si es invierno. Lo peor es que, cuando te querés acordar, te crecieron pelos por todos lados y al revoltijo estomacal se le empiezan a sumar despertares totalmente inoportunos de algo que hasta ese momento no tenía otro uso que aflojar la presión de la vejiga y que ahora parece señalar dictatorialmente los gustos y los porvenires. Y ni te cuento del beso. Claro, el beso te llena de preguntas que no vienen al caso, ni para nosotros tan a la moda ni para nuestro nuevo amigo, que nunca le servirá de excusa o de paliativo, que lo único que hará es sumar otra equis a la ecuación.
      Porque la boca siempre pedirá beso y palabras, la boca es más insaciable que el amigo que, tarde o temprano, se cobijará en su reposo. La boca, en cambio, jamás. La boca dirige a los ojos como a un periscopio, buscando sabores y complicidades, salivas y consonantes, silencios y besos que justifiquen todas las injusticias: la baldosa floja, la cara de culo del mundo al revés, el sudor de la frente y el paraíso perdido. Sí, las bocas se extrañan más que los brazos y los sexos, más que las palabras y los dolores, más que los triunfos y los amores. Por eso buscamos entre los colores de los ojos, buscamos ese reflejo ancestral de bocas y el gusto favorito que aún queda por descubrir. Vamos probando bocas, mordiendo labios, sometiendo lenguas, deteniendo el tiempo, leyendo ese fatídico capítulo siete que nos hace creer que hemos llegado al cielo antes de arrojar la piedra. Nunca mires el reloj al besar porque seguramente se romperá el hechizo, el mágico truco de lo eterno; y si llegases a descubrir que el tiempo se detiene al besar, nunca podrás aceptar la muerte y vivirás escapándole a la música y a los poetas que han dejado horas y más horas de sus vidas buscando explicar por qué vale la pena morir por un beso; vivirás agazapado en una cueva iluminada con el brillo falso de las monedas y la luz eléctrica, condenado a reproducir las memorias de aquellos que han muerto valientemente de un exceso de revoltijo estomacal, felices y orgullosos cantando canciones de amores perdidos; penarás hasta el final contando los minutos restantes, ensayando testamentos y enjuiciando al destino por tus labios secos, por tu corazón de porcelana china en perfecto estado.
      Pero antes, de la juventud no quedará ni el divino ni el tesoro, sólo algunos nombres que sonarán tan de hoy que el tiempo parecerá darle la razón a Einstein que repite siempre la misma frase en la boca de todos los que nunca entenderemos la teoría de la relatividad. Apenas si seremos capaces de mirar con los ojos lagrimosos las tumbas de los que se han ido a esperarnos quién sabe dónde. O, lo que es peor, las puertas despintadas de aquellas bocas besadas y perdidas, añoradas por siempre en la intimidad del último minuto de conciencia antes del sueño que las sueña y les pinta nuevamente los nombres de sus calles y sus números con prodigiosa memoria.
      Y enseguida, ya somos adultos. Ya no estamos para estas cosas, ¿entendés? Estamos para trabajar y ser exitosos, para forjarnos un futuro para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres del mundo que quieran habitar este desconsuelo que no tiene razón de ser porque… ¡vamos!, tenemos el auto y la casa y las vacaciones pagas y la obra social y la fiesta de quince para esta niña que ya ha crecido para todos los costados y un televisor para saber qué pasa. Pero no pasa nada cuando todo pasa y no queda nada, cuando al mirarse uno al espejo ve la boca triste y seca que sólo sueña a escondidas con puertas despintadas y que murmura eigualaemecealcuadrado sin poder hacer nada al respecto, porque el reloj se atrasa pero los muertos no resucitan, porque los goles que no se hacen en el arco contrario se pagan en el propio. Y aquellos rulos ya no están hace rato, el amigo se ha muerto de aburrimiento mirando en la tele que la culpa de todo la tienen los pobres y los putos y los judíos y los negros y el vecino que se la pasa tarareando a Mozart mientras pinta cuadros a la medianoche en vez de ser un hombre decente y devolver a la sociedad todo lo que esta le ha brindado.
      ¿Te das cuenta? Estamos solos: vos, yo, el vecino, los pobres y todas las almas de los muertos que todavía rondan los alrededores de las puertas que esconden besos entre capas de pintura y direcciones en ciudades como esta. Una ciudad oscura de día y luminosa de noche, empapada de río sucio, pintada de pañuelos blancos y sometida a la barbarie del recuerdo perpetuo. Una ciudad a la que vine buscando tu dirección y tu puerta, en donde me senté a escribirte alguna pavada tarareando a Piazzolla antes de cerrar los ojos y soñar con tu boca.

RR


Foto: Andrea Alegre

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...