domingo, 22 de marzo de 2015

MUERTO


     No deberíamos dejar que se nos mueran los muertos, no deberíamos abandonarlos en su muerte. Porque quizás les debamos parte de esta suerte de estar vivos que, en tiempo y forma, acabará un día, con la respiración entrecortada, con un dolor en el pecho y un adiós que quedará atragantado entre el temor y la paz en la que dicen descansaremos. Y creo que cuando llegue ese día no buscaremos entre los vivos, buscaremos entre los muertos, los buscaremos a ellos. Buscaremos reconocer el sonido de sus voces y el aroma de sus ausencias; buscaremos sus compañías. Probablemente recordaremos en ese segundo final el delicado canto de los pájaros sobre aquel silencio imborrable y atroz de cuando nos morimos por dentro, solos y sin consuelo al costado de sus cuerpos desaparecidos. Recordaremos el aroma a flores marchitándose al lado de un reloj detenido para siempre. Llegado el momento buscaremos inútilmente a Dios y a la justicia, a los culpables y a los exonerados. Veremos a los dueños de todo con las manos vacías tanteando en la oscuridad por indulgencia y perdones innecesarios. Veremos a los pobres condenados sin juicio previo a la pobreza buscando aquellas razones de Miguel Hernández de “cuánto penar para morirse uno“.
      Cuando estemos muertos, sí, muertos: con la cara desfigurada, con los brazos tiesos y la piel seca, con los bolsillos vacíos y sin ningún prejuicio que pueda salvarnos de lo que finalmente nos iguala, después de haber hecho todo lo posible por ser diferentes, después de habernos pasado la vida adornando nuestras vanidades, tratando de justificar una existencia que no tiene justificación excepto en una caricia, en una noche estrellada o en un amor que morirá también igual que nosotros.

RR

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