No deberíamos dejar que se nos mueran los muertos, no
deberíamos abandonarlos en su muerte. Porque quizás les debamos parte de
esta suerte de estar vivos que, en tiempo y forma, acabará un día, con
la respiración entrecortada, con un dolor en el pecho y un adiós que
quedará atragantado entre el temor y la paz en la que dicen
descansaremos. Y creo que cuando llegue ese día no buscaremos entre los
vivos, buscaremos entre los muertos, los buscaremos a ellos. Buscaremos
reconocer el sonido de sus voces y el
aroma de sus ausencias; buscaremos sus compañías. Probablemente
recordaremos en ese segundo final el delicado canto de los pájaros sobre
aquel silencio imborrable y atroz de cuando nos morimos por dentro,
solos y sin consuelo al costado de sus cuerpos desaparecidos.
Recordaremos el aroma a flores marchitándose al lado de un reloj
detenido para siempre. Llegado el momento buscaremos inútilmente a Dios y
a la justicia, a los culpables y a los exonerados. Veremos a los dueños
de todo con las manos vacías tanteando en la oscuridad por indulgencia y
perdones innecesarios. Veremos a los pobres condenados sin juicio
previo a la pobreza buscando aquellas razones de Miguel Hernández de
“cuánto penar para morirse uno“.
Cuando estemos muertos, sí,
muertos: con la cara desfigurada, con los brazos tiesos y la piel seca,
con los bolsillos vacíos y sin ningún prejuicio que pueda salvarnos de
lo que finalmente nos iguala, después de haber hecho todo lo posible por
ser diferentes, después de habernos pasado la vida adornando nuestras
vanidades, tratando de justificar una existencia que no tiene
justificación excepto en una caricia, en una noche estrellada o en un
amor que morirá también igual que nosotros.
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