Ella se va, cada dos o tres días se va, me deja hablándole a las manzanas de la fuente y abandona por los alrededores un aroma a espalda mojada y a despedida de entre sábanas. Yo ni siquiera levanto la cabeza, la siento irse como se siente el viento sur cuando trae la tormenta. Ella se va igual a como la tormenta viene: orgullosa y pedante como toda tormenta que se precie de tal, con aires de saberse inapelable y la sabiduría de cualquiera que pueda hacer crecer algo de esta tierra negra por dentro y celeste por fuera. Lo sé, tal vez para ustedes no sea normal que ella se vista de imagen lejana y yo me quede acá aprovechando los relámpagos para combatir mis oscuridades y el desconsuelo propio de su ausencia escribiendo cartas para nadie. Pero si ella no se fuera no sería ella. Ella sería otra y yo no podría aferrarme como me aferro a sus talones y a sus muslos y a sus nalgas yéndose con la dulzura y la calma con la que se van las hojas de los árboles. Sí, yo prefiero que ella se vaya y no vuelva, que me abandone para siempre cada vez y destruya uno a uno los planes prolijamente estudiados cuando todavía saboreábamos el abrazo antes del sueño. ¿Para qué esperar a que esos sueños sean invadidos por las realidades y destruyan la fantasía de creernos “el uno para el otro”, “tal para cual”, “el hambre y las ganas de comer”? Qué se vaya y que no vuelva hasta que el despecho me lleve a prestarle atención a unos ojos cualquiera que me miran a la pasada cuando ella no está, y me sostienen la mirada y me examinan las soledades que sé que se me notan, que sé que son irremediables cuando ella se va.
Ella se va y no vuelve y no tengo ni idea de a dónde va o en dónde vive. Me han dicho que la han visto bailar por los arrabales, que le gusta subirse a las hamacas de las plazas y cantar la canción del unicornio; que alguna vez la han encontrado sentada en una playa tapándose la cara para que no se le pegue la arena en las lágrimas que, dicen, jamás muestra. Alguien alguna vez me contó de una carta desteñida y mugrienta que supuestamente era para ella y que atesoraba con dolor y que decía que tenía un amor clavado en el pecho, que ese amor era como un molino que se movía por la corriente de un arroyo escondido bajo unos sauces que había dibujado cuando era niña. Claro que no le dí demasiada importancia a esa carta y puse rotundamente en duda su veracidad. Sin embargo, muchas veces me encontré imaginando ese arroyo cuando el sol de la tarde solo producía una sombra en el jardín donde me sentaba a esperar la noche. Me imaginaba saltando desde las ramas de los sauces para aterrizar en su escondite con un beso en una cajita de fósforos, con la insolencia y esa falta de oportunismo que me caracteriza y que ha hecho que muchas veces ella se vaya.
Lo que pasa es que cuando ella se va se me amontonan los versos y las olas, se me juntan en los rincones las pelusas que arman sus cabellos enredados en el sonido de su risa que cautiva el silencio en donde habito cuando ella se va. Y ahí te quiero ver. Porque ese silencio es filoso como una bayoneta pendiendo sobre mí en plena batalla justo antes de caerme de este pobre caballo blanco y sin la providencia de un sargento que me rescate. El silencio me corta en rodajas para rehogarme en el alcohol que hará de mi angustia el veneno justo para morirme pensando en ella.
Sí, ella que siempre se va pero vuelve. Como vuelven esas hojas que cayeron de los árboles a la vereda, hace un rato nomás, unas horas, unos días, unos meses. Y todo, como siempre, es cuestión de tiempo, todo el tiempo que hace falta hasta que ella un día pega la vuelta y es otra vez mirada tierna y pubis manifiesto debajo de sus faldas de frente a mi sonrisa de primavera que la ve volver a mi jardín que la añora, a la cajita de fósforos que le suelta besos como mariposas mientras suenan los Beatles o Coltrane que hace de Naima y de la belleza una cuestión de principios.
Tal vez sea peligroso admitir esto a esta hora de la noche pero esa carta desteñida y mugrienta existe. Y como esa existen muchas otras que hablan en un misterioso e intrincado lenguaje metafórico de mí, saltando desde los sauces, arrimándome a su escondite, empapado de insolencia, buscando acariciar sus pies y convencerla de que la próxima vez que se vaya se dé vuelta y sonría para así creer que siempre volverá.
RR
Foto: Andrea Alegre
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