No es menos mío aquello que no poseo ni puedo de ninguna manera proclamar de mi propiedad esto que ha caído fortuitamente en tus manos, esta hoja que se va tiñendo de palabras que tendrán infinitos significados de acuerdo a las infinitas casualidades que hayan moldeado la mirada y el entendimiento de quien las lea. Como la tuya, lector, que ahora estás detenido sin saber por qué frente a este texto sobre el que quizás te indagues “¿hasta dónde llegaré con él?”.
¿Y, cómo saberlo? Quién sabe qué te trajo hasta acá, hasta esta oración que voy escribiendo mientras, al mismo tiempo, veo el resto de la hoja vacía como un abismo profundo, interminable, que no sé qué me deparará. Y entonces me pregunto: ¿qué sabés vos de mí? ¿qué sé yo de vos?; ¿cuáles son los pensamientos que cruzan ahora por tu cabeza mientras nos encontramos en esta página sin conocernos, probablemente sin ni siquiera querer hacerlo?; ¿dónde estás vos mientras me leés, mientras yo ya no existo en esa lectura, excepto como el presunto autor de algo sobre lo que nadie puede afirmar su verdadero origen? Y por último, ¿qué habrá en unos minutos debajo de esta oración que se cerrará con un signo de interrogación?
Claro, está, ni vos lo sabés ni yo tampoco. Pero no es grave, no deberías sentir temor alguno por lo que vendrá pues, sea lo que sea, será lo que tenga que ser, aunque haya podido ser cualquier otra cosa. Porque, así como quizás de alguna manera se modifique tu vida después de leer estas palabras escritas sin razón aparente, también, y de la misma manera, aparentemente se modificará si dejás de leer acá mismo y seguís con otra cosa, con las noticias de la radio o con el último disco de una banda que ni siquiera conocés. He aquí, lector, nuestro dilema: ¿cómo conocer ambos destinos?; ¿cómo saber qué es lo que nos conviene, cuál es la dirección correcta y si la dirección correcta es siempre la conveniente?; ¿cómo no quedarse siempre con una sensación de pérdida ante cualquier elección? Y ya que estamos en el tema, recuerdo que el amigo Cortázar escribió una vez algo que me convenció de que en cada decisión afirmativa se escondía una negación, pues quien decide entrar por una puerta y no por la otra, no sólo está afirmando una, sino que está negando la otra, y en eso se esconde un acto de rebeldía pero también se asume una carencia, la de la puerta cerrada que guardará lo que quizás nunca se conozca.
Entonces, es tu decisión, seguir o quedarte, abrir esta puerta o dejarla cerrada para siempre. Eso sí, este cuento lo escribirás vos a medida que lo leas, sin nadie que te obligue o te sople los acontecimientos o te cuente el final. El final, obviamente, aún no lo sabés (y yo tampoco), está acá, más abajo, esperando a ser escrito y a ser leído. ¿Será que tenés la suficiente valentía como para lanzarte a ese abismo?
Aunque tal vez a esta altura ya hayas mirado el reloj varias veces para ver si el tiempo perdido en la lectura valió la pena, si no hubiese sido mejor arrojar todo al demonio y volver a pensar en tu infancia o en el amor de tu vida, ese que parece escabullirse del corazón apenas creés que lo has atrapado. O tal vez estés pensando justo ahora en si no sería más urgente llamar a tus padres o tu abuela antes de que ya no estén acá, antes de que los capture la luz eterna al final del túnel. Quiero decir, ¿te parece que es necesario y conveniente seguir intentando encontrarle el nudo a esto que quizás nunca tenga el desenlace que vos esperás? ¿Y si mejor en vez de seguir aferrado a este juego tomás un papel y un lápiz y así, a mano alzada y sin demasiadas precauciones, buscás esas palabras huidizas que parecen ocultarse y encerrarse bajo siete llaves cada vez que pensás en ese amor inescrutable? ¿Y si al final resulta que llegaste hasta acá sólo para eso, sólo para descubrir el camino hacia ese abismo que es el mismo que te vengo anunciando desde hace un rato?
Así es, no esperes otra cosa que un abismo, ni de las palabras ni del amor. No esperes que el silencio que está aún esperando romperse en tu boca sea inocuo e inofensivo, que esas palabras, una vez sueltas, no muerdan y duelan y sean imborrables hasta para el codo; que no exijan algún día (tal vez ahora mismo) una prueba irrefutable, una defensa ineludible. Porque esas palabras que dicen se las lleva el viento, tarde o temprano vuelven, tal cual lo hacen algunos amores que se pierden en los pasillos oscuros de la memoria y un día, sin saber por qué ni de dónde, regresan a ejercer un dominio totalitario y dictatorial, irracional e inevitable. Por eso, no esperes que si eso ocurre ese amor no te vapulee y, lo que es más posible aún, que no te mate. Es que, sea como sea, te matará, te elevará hasta las nubes y te arrojará al mismísimo infierno del Dante. Sin embargo, ese infierno puede ser el del desengaño y la desilusión más cruel o, en todo caso, el de la maravilla de sentirse uno único e irremplazable, y así vivir con el filo de la guillotina sobre el cuello. Un filo con el imborrable perfume de sus formas, con el sonido celestial de su voz sacudiendo tu tímpano desde la lejanía de lo que no se pierde nunca; y la mágica e incomparable sensación de encajar en un cuerpo cuya desnudez parece que hubiese sido confeccionada a tu medida. ¡Pero vamos, no te amedrentes ahora! No sólo los traidores han muerto en la guillotina. Adelante, sujetá tu cabeza y preparate a morir, que eso será lo único que te salvará del olvido de los cobardes. Es inútil negarlo, todos seremos olvido un día, ¡todos! Sólo aquellos que hayan descendido a ese infierno dantesco merecerán ser salvados en el recuerdo de las beatrices y en las palabras de los poetas.
Basta, lector, no pierdas tu tiempo conmigo, ya te he detenido demasiado. Es tiempo de actuar, es tiempo de abandonar la comodidad de esta lectura inconsecuente y desabrida para hacerle caso al cuerpo erotizado y a la sangre caliente que ya te obliga a ir detrás de su amor como un esclavo que rompe sus cadenas y se aferra libre y soberano a su amo y toma la espada y lo defiende hasta la muerte. Ya es tiempo de dejar de mirar para otro lado. Ha llegado la hora de abandonar el dinero y los negocios y los planes de un futuro que vive fantasmalmente alimentado por las justificaciones y las excusas de un pasado que se pudre en los cajones y en las fotos, en esas cartas que se te han hecho nudo en la garganta y te cortan el aliento apenas sus ojos iluminan tu recuerdo. Te doy un consejo: abanadoná todo ya mismo. Quien ha esperado hasta ahora no necesariamente esperará por siempre. Porque ese siempre no nos pertenece, le pertenece al destino y a la muerte, le pertenece al amor y a los amantes. Esta es tu oportunidad de darle cuerda al único reloj verdadero, al que se mueve con los engranajes de un tiempo que se acaba más rápido de lo que parece pero que aún late en tu corazón. Un pobre corazón adormecido por la moral burguesa y las buenas costumbres de quienes han impuesto las suyas como reglas; por los contadores y sus cuentas, por los canallas y sus políticas, por los cobardes narcisistas y vanidosos y por los mercachifles del deseo. No hay más tiempo que perder, ya mismo deberías ir a buscar a ese amor, con Virgilio o sin él. Todavía te quedan algunos días para conquistar Troya y volver a caer bajo el influjo de las ninfas y asirte a cualquier cosa que te permita seguir a flote y continuar tu viaje. Vamos, en algún lado está tu Maga contando sus anécdotas montevideanas a desconocidos. No esperes a que Catalina muera para ir a abrazarte a su regazo antes de desintegrarse bajo la tierra. Mirá a tu alrededor, estás solo. Sí, solo, completamente solo.
Y es que quizás no te hayas percatado aún, pero en algún momento durante tu recorrido por estas hojas, sin darte cuenta, has sido vos quien se ha hecho cargo de estas palabras que se están escribiendo ahora bajo tu mirada lectora desconcertada. Y así mismo, sin saber cómo ni cuándo ni por qué, has llegado hasta estos últimos renglones que han sido imaginados y escritos completamente por vos. Porque, lamento tener que decirte, yo ya no estoy en ellos; me he ido. Mientras vos leías aquello que apenas había llegado a escribir, decidí saltar de ese texto sin destino para arrojarme una vez más a mi propio abismo. Este mismo abismo al cuál ahora vos ahora te has arrimado. Pero yo, estimado amigo, hice lo que debía hacer: decidí tomar un papel y un lápiz y, con el color de sus ojos, tracé de una vez y en unas pocas palabras el plano de mi muerte sobre su territorio desolado, marcando una cruz con mi nombre al lado del suyo para hacerle saber sin más demoras que, a pesar de todo, no la he olvidado.
Adiós, escritor, y buena suerte.
¿Y, cómo saberlo? Quién sabe qué te trajo hasta acá, hasta esta oración que voy escribiendo mientras, al mismo tiempo, veo el resto de la hoja vacía como un abismo profundo, interminable, que no sé qué me deparará. Y entonces me pregunto: ¿qué sabés vos de mí? ¿qué sé yo de vos?; ¿cuáles son los pensamientos que cruzan ahora por tu cabeza mientras nos encontramos en esta página sin conocernos, probablemente sin ni siquiera querer hacerlo?; ¿dónde estás vos mientras me leés, mientras yo ya no existo en esa lectura, excepto como el presunto autor de algo sobre lo que nadie puede afirmar su verdadero origen? Y por último, ¿qué habrá en unos minutos debajo de esta oración que se cerrará con un signo de interrogación?
Claro, está, ni vos lo sabés ni yo tampoco. Pero no es grave, no deberías sentir temor alguno por lo que vendrá pues, sea lo que sea, será lo que tenga que ser, aunque haya podido ser cualquier otra cosa. Porque, así como quizás de alguna manera se modifique tu vida después de leer estas palabras escritas sin razón aparente, también, y de la misma manera, aparentemente se modificará si dejás de leer acá mismo y seguís con otra cosa, con las noticias de la radio o con el último disco de una banda que ni siquiera conocés. He aquí, lector, nuestro dilema: ¿cómo conocer ambos destinos?; ¿cómo saber qué es lo que nos conviene, cuál es la dirección correcta y si la dirección correcta es siempre la conveniente?; ¿cómo no quedarse siempre con una sensación de pérdida ante cualquier elección? Y ya que estamos en el tema, recuerdo que el amigo Cortázar escribió una vez algo que me convenció de que en cada decisión afirmativa se escondía una negación, pues quien decide entrar por una puerta y no por la otra, no sólo está afirmando una, sino que está negando la otra, y en eso se esconde un acto de rebeldía pero también se asume una carencia, la de la puerta cerrada que guardará lo que quizás nunca se conozca.
Entonces, es tu decisión, seguir o quedarte, abrir esta puerta o dejarla cerrada para siempre. Eso sí, este cuento lo escribirás vos a medida que lo leas, sin nadie que te obligue o te sople los acontecimientos o te cuente el final. El final, obviamente, aún no lo sabés (y yo tampoco), está acá, más abajo, esperando a ser escrito y a ser leído. ¿Será que tenés la suficiente valentía como para lanzarte a ese abismo?
Aunque tal vez a esta altura ya hayas mirado el reloj varias veces para ver si el tiempo perdido en la lectura valió la pena, si no hubiese sido mejor arrojar todo al demonio y volver a pensar en tu infancia o en el amor de tu vida, ese que parece escabullirse del corazón apenas creés que lo has atrapado. O tal vez estés pensando justo ahora en si no sería más urgente llamar a tus padres o tu abuela antes de que ya no estén acá, antes de que los capture la luz eterna al final del túnel. Quiero decir, ¿te parece que es necesario y conveniente seguir intentando encontrarle el nudo a esto que quizás nunca tenga el desenlace que vos esperás? ¿Y si mejor en vez de seguir aferrado a este juego tomás un papel y un lápiz y así, a mano alzada y sin demasiadas precauciones, buscás esas palabras huidizas que parecen ocultarse y encerrarse bajo siete llaves cada vez que pensás en ese amor inescrutable? ¿Y si al final resulta que llegaste hasta acá sólo para eso, sólo para descubrir el camino hacia ese abismo que es el mismo que te vengo anunciando desde hace un rato?
Así es, no esperes otra cosa que un abismo, ni de las palabras ni del amor. No esperes que el silencio que está aún esperando romperse en tu boca sea inocuo e inofensivo, que esas palabras, una vez sueltas, no muerdan y duelan y sean imborrables hasta para el codo; que no exijan algún día (tal vez ahora mismo) una prueba irrefutable, una defensa ineludible. Porque esas palabras que dicen se las lleva el viento, tarde o temprano vuelven, tal cual lo hacen algunos amores que se pierden en los pasillos oscuros de la memoria y un día, sin saber por qué ni de dónde, regresan a ejercer un dominio totalitario y dictatorial, irracional e inevitable. Por eso, no esperes que si eso ocurre ese amor no te vapulee y, lo que es más posible aún, que no te mate. Es que, sea como sea, te matará, te elevará hasta las nubes y te arrojará al mismísimo infierno del Dante. Sin embargo, ese infierno puede ser el del desengaño y la desilusión más cruel o, en todo caso, el de la maravilla de sentirse uno único e irremplazable, y así vivir con el filo de la guillotina sobre el cuello. Un filo con el imborrable perfume de sus formas, con el sonido celestial de su voz sacudiendo tu tímpano desde la lejanía de lo que no se pierde nunca; y la mágica e incomparable sensación de encajar en un cuerpo cuya desnudez parece que hubiese sido confeccionada a tu medida. ¡Pero vamos, no te amedrentes ahora! No sólo los traidores han muerto en la guillotina. Adelante, sujetá tu cabeza y preparate a morir, que eso será lo único que te salvará del olvido de los cobardes. Es inútil negarlo, todos seremos olvido un día, ¡todos! Sólo aquellos que hayan descendido a ese infierno dantesco merecerán ser salvados en el recuerdo de las beatrices y en las palabras de los poetas.
Basta, lector, no pierdas tu tiempo conmigo, ya te he detenido demasiado. Es tiempo de actuar, es tiempo de abandonar la comodidad de esta lectura inconsecuente y desabrida para hacerle caso al cuerpo erotizado y a la sangre caliente que ya te obliga a ir detrás de su amor como un esclavo que rompe sus cadenas y se aferra libre y soberano a su amo y toma la espada y lo defiende hasta la muerte. Ya es tiempo de dejar de mirar para otro lado. Ha llegado la hora de abandonar el dinero y los negocios y los planes de un futuro que vive fantasmalmente alimentado por las justificaciones y las excusas de un pasado que se pudre en los cajones y en las fotos, en esas cartas que se te han hecho nudo en la garganta y te cortan el aliento apenas sus ojos iluminan tu recuerdo. Te doy un consejo: abanadoná todo ya mismo. Quien ha esperado hasta ahora no necesariamente esperará por siempre. Porque ese siempre no nos pertenece, le pertenece al destino y a la muerte, le pertenece al amor y a los amantes. Esta es tu oportunidad de darle cuerda al único reloj verdadero, al que se mueve con los engranajes de un tiempo que se acaba más rápido de lo que parece pero que aún late en tu corazón. Un pobre corazón adormecido por la moral burguesa y las buenas costumbres de quienes han impuesto las suyas como reglas; por los contadores y sus cuentas, por los canallas y sus políticas, por los cobardes narcisistas y vanidosos y por los mercachifles del deseo. No hay más tiempo que perder, ya mismo deberías ir a buscar a ese amor, con Virgilio o sin él. Todavía te quedan algunos días para conquistar Troya y volver a caer bajo el influjo de las ninfas y asirte a cualquier cosa que te permita seguir a flote y continuar tu viaje. Vamos, en algún lado está tu Maga contando sus anécdotas montevideanas a desconocidos. No esperes a que Catalina muera para ir a abrazarte a su regazo antes de desintegrarse bajo la tierra. Mirá a tu alrededor, estás solo. Sí, solo, completamente solo.
Y es que quizás no te hayas percatado aún, pero en algún momento durante tu recorrido por estas hojas, sin darte cuenta, has sido vos quien se ha hecho cargo de estas palabras que se están escribiendo ahora bajo tu mirada lectora desconcertada. Y así mismo, sin saber cómo ni cuándo ni por qué, has llegado hasta estos últimos renglones que han sido imaginados y escritos completamente por vos. Porque, lamento tener que decirte, yo ya no estoy en ellos; me he ido. Mientras vos leías aquello que apenas había llegado a escribir, decidí saltar de ese texto sin destino para arrojarme una vez más a mi propio abismo. Este mismo abismo al cuál ahora vos ahora te has arrimado. Pero yo, estimado amigo, hice lo que debía hacer: decidí tomar un papel y un lápiz y, con el color de sus ojos, tracé de una vez y en unas pocas palabras el plano de mi muerte sobre su territorio desolado, marcando una cruz con mi nombre al lado del suyo para hacerle saber sin más demoras que, a pesar de todo, no la he olvidado.
Adiós, escritor, y buena suerte.
RR
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