Y a medida que uno avanza hacia
el futuro por estas calles del presente, se va cubriendo de un sudario
asqueroso con olor a pasado rancio, con fotos vergonzosas y vergonzantes
de un mocoso de rulitos en calzoncillos, de una hilera de niños acomodados
sobre una tarima expuestos a la admiración de los padres, señora
directora, docentes, público en general, alumnos. Y se siente ese aroma
que alguna vez fue novedoso y que hoy ya no posee aquel encanto sino más
bien los temores del tropiezo y la desgracia del abandono y el empezar
otra vez (¡otra vez!). Sí, se siente ese olor a primer amor. (Primer
amor: olor desconocido. Revoltijo en el estómago e inusitada ansiedad de
verla pasar por cualquier lado mientras se emprende una búsqueda tan
santa como las cruzadas, la búsqueda del único antídoto contra todos los males
de este mundo. Y gracias a ese flaco que me animó a entender que sí,
que eso es todo, que no existe ninguna otra búsqueda que merezca ser
emprendida hasta con el corazón roto.)
Y los padres no saben qué
hacer con nosotros los niños, porque no saben, porque nadie les dijo
cómo se hace y a sus padres tampoco nadie les advirtió sobre el exceso
de caramelos en nosotros, sólo el necesario e imprescriptible reglamento
universal sobre los silencios de las siestas sagradas en esos domingos
grises, desiertos, suicidas, en bicicleta o en toboganes de chapa
naranja, ombúes, plaza, pileta si es verano, panales de avispas si es
invierno. Lo peor es que, cuando te querés acordar, te crecieron pelos
por todos lados y al revoltijo estomacal se le empiezan a sumar
despertares totalmente inoportunos de algo que hasta ese momento no
tenía otro uso que aflojar la presión de la vejiga y que ahora parece
señalar dictatorialmente los gustos y los porvenires. Y ni te cuento del
beso. Claro, el beso te llena de preguntas que no vienen al caso, ni
para nosotros tan a la moda ni para nuestro nuevo amigo, que nunca le
servirá de excusa o de paliativo, que lo único que hará es sumar otra
equis a la ecuación.
Porque la boca siempre pedirá beso y palabras, la boca es más insaciable que el amigo que, tarde o temprano, se cobijará en su reposo. La boca, en cambio, jamás. La boca dirige a los ojos como a un periscopio, buscando sabores y complicidades, salivas y consonantes, silencios y besos que justifiquen todas las injusticias: la baldosa floja, la cara de culo del mundo al revés, el sudor de la frente y el paraíso perdido. Sí, las bocas se extrañan más que los brazos y los sexos, más que las palabras y los dolores, más que los triunfos y los amores. Por eso buscamos entre los colores de los ojos, buscamos ese reflejo ancestral de bocas y el gusto favorito que aún queda por descubrir. Vamos probando bocas, mordiendo labios, sometiendo lenguas, deteniendo el tiempo, leyendo ese fatídico capítulo siete que nos hace creer que hemos llegado al cielo antes de arrojar la piedra. Nunca mires el reloj al besar porque seguramente se romperá el hechizo, el mágico truco de lo eterno; y si llegases a descubrir que el tiempo se detiene al besar, nunca podrás aceptar la muerte y vivirás escapándole a la música y a los poetas que han dejado horas y más horas de sus vidas buscando explicar por qué vale la pena morir por un beso; vivirás agazapado en una cueva iluminada con el brillo falso de las monedas y la luz eléctrica, condenado a reproducir las memorias de aquellos que han muerto valientemente de un exceso de revoltijo estomacal, felices y orgullosos cantando canciones de amores perdidos; penarás hasta el final contando los minutos restantes, ensayando testamentos y enjuiciando al destino por tus labios secos, por tu corazón de porcelana china en perfecto estado.
Pero antes, de la juventud no quedará ni el divino ni el tesoro, sólo algunos nombres que sonarán tan de hoy que el tiempo parecerá darle la razón a Einstein que repite siempre la misma frase en la boca de todos los que nunca entenderemos la teoría de la relatividad. Apenas si seremos capaces de mirar con los ojos lagrimosos las tumbas de los que se han ido a esperarnos quién sabe dónde. O, lo que es peor, las puertas despintadas de aquellas bocas besadas y perdidas, añoradas por siempre en la intimidad del último minuto de conciencia antes del sueño que las sueña y les pinta nuevamente los nombres de sus calles y sus números con prodigiosa memoria.
Y enseguida, ya somos adultos. Ya no estamos para estas cosas, ¿entendés? Estamos para trabajar y ser exitosos, para forjarnos un futuro para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres del mundo que quieran habitar este desconsuelo que no tiene razón de ser porque… ¡vamos!, tenemos el auto y la casa y las vacaciones pagas y la obra social y la fiesta de quince para esta niña que ya ha crecido para todos los costados y un televisor para saber qué pasa. Pero no pasa nada cuando todo pasa y no queda nada, cuando al mirarse uno al espejo ve la boca triste y seca que sólo sueña a escondidas con puertas despintadas y que murmura eigualaemecealcuadrado sin poder hacer nada al respecto, porque el reloj se atrasa pero los muertos no resucitan, porque los goles que no se hacen en el arco contrario se pagan en el propio. Y aquellos rulos ya no están hace rato, el amigo se ha muerto de aburrimiento mirando en la tele que la culpa de todo la tienen los pobres y los putos y los judíos y los negros y el vecino que se la pasa tarareando a Mozart mientras pinta cuadros a la medianoche en vez de ser un hombre decente y devolver a la sociedad todo lo que esta le ha brindado.
¿Te das cuenta? Estamos solos: vos, yo, el vecino, los pobres y todas las almas de los muertos que todavía rondan los alrededores de las puertas que esconden besos entre capas de pintura y direcciones en ciudades como esta. Una ciudad oscura de día y luminosa de noche, empapada de río sucio, pintada de pañuelos blancos y sometida a la barbarie del recuerdo perpetuo. Una ciudad a la que vine buscando tu dirección y tu puerta, en donde me senté a escribirte alguna pavada tarareando a Piazzolla antes de cerrar los ojos y soñar con tu boca.
Porque la boca siempre pedirá beso y palabras, la boca es más insaciable que el amigo que, tarde o temprano, se cobijará en su reposo. La boca, en cambio, jamás. La boca dirige a los ojos como a un periscopio, buscando sabores y complicidades, salivas y consonantes, silencios y besos que justifiquen todas las injusticias: la baldosa floja, la cara de culo del mundo al revés, el sudor de la frente y el paraíso perdido. Sí, las bocas se extrañan más que los brazos y los sexos, más que las palabras y los dolores, más que los triunfos y los amores. Por eso buscamos entre los colores de los ojos, buscamos ese reflejo ancestral de bocas y el gusto favorito que aún queda por descubrir. Vamos probando bocas, mordiendo labios, sometiendo lenguas, deteniendo el tiempo, leyendo ese fatídico capítulo siete que nos hace creer que hemos llegado al cielo antes de arrojar la piedra. Nunca mires el reloj al besar porque seguramente se romperá el hechizo, el mágico truco de lo eterno; y si llegases a descubrir que el tiempo se detiene al besar, nunca podrás aceptar la muerte y vivirás escapándole a la música y a los poetas que han dejado horas y más horas de sus vidas buscando explicar por qué vale la pena morir por un beso; vivirás agazapado en una cueva iluminada con el brillo falso de las monedas y la luz eléctrica, condenado a reproducir las memorias de aquellos que han muerto valientemente de un exceso de revoltijo estomacal, felices y orgullosos cantando canciones de amores perdidos; penarás hasta el final contando los minutos restantes, ensayando testamentos y enjuiciando al destino por tus labios secos, por tu corazón de porcelana china en perfecto estado.
Pero antes, de la juventud no quedará ni el divino ni el tesoro, sólo algunos nombres que sonarán tan de hoy que el tiempo parecerá darle la razón a Einstein que repite siempre la misma frase en la boca de todos los que nunca entenderemos la teoría de la relatividad. Apenas si seremos capaces de mirar con los ojos lagrimosos las tumbas de los que se han ido a esperarnos quién sabe dónde. O, lo que es peor, las puertas despintadas de aquellas bocas besadas y perdidas, añoradas por siempre en la intimidad del último minuto de conciencia antes del sueño que las sueña y les pinta nuevamente los nombres de sus calles y sus números con prodigiosa memoria.
Y enseguida, ya somos adultos. Ya no estamos para estas cosas, ¿entendés? Estamos para trabajar y ser exitosos, para forjarnos un futuro para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres del mundo que quieran habitar este desconsuelo que no tiene razón de ser porque… ¡vamos!, tenemos el auto y la casa y las vacaciones pagas y la obra social y la fiesta de quince para esta niña que ya ha crecido para todos los costados y un televisor para saber qué pasa. Pero no pasa nada cuando todo pasa y no queda nada, cuando al mirarse uno al espejo ve la boca triste y seca que sólo sueña a escondidas con puertas despintadas y que murmura eigualaemecealcuadrado sin poder hacer nada al respecto, porque el reloj se atrasa pero los muertos no resucitan, porque los goles que no se hacen en el arco contrario se pagan en el propio. Y aquellos rulos ya no están hace rato, el amigo se ha muerto de aburrimiento mirando en la tele que la culpa de todo la tienen los pobres y los putos y los judíos y los negros y el vecino que se la pasa tarareando a Mozart mientras pinta cuadros a la medianoche en vez de ser un hombre decente y devolver a la sociedad todo lo que esta le ha brindado.
¿Te das cuenta? Estamos solos: vos, yo, el vecino, los pobres y todas las almas de los muertos que todavía rondan los alrededores de las puertas que esconden besos entre capas de pintura y direcciones en ciudades como esta. Una ciudad oscura de día y luminosa de noche, empapada de río sucio, pintada de pañuelos blancos y sometida a la barbarie del recuerdo perpetuo. Una ciudad a la que vine buscando tu dirección y tu puerta, en donde me senté a escribirte alguna pavada tarareando a Piazzolla antes de cerrar los ojos y soñar con tu boca.
RR
Foto: Andrea Alegre
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