viernes, 29 de mayo de 2015

HADAS Y BRUJAS


     Se supone que a las doce el hechizo se rompe y uno se convierte en el que era, o en un sapo o en cualquier malograda criatura con un halo de dignidad suficiente como para encarar nuevamente la primavera.
     Todo comenzó una noche a orillas del álgido océano del desconsuelo, un territorio conocido para mí aunque ya casi olvidado. Sin pensarlo demasiado, me asomé tímidamente a su oído y le susurré algunas palabras sin ninguna intención. Sólo aquella que me permitiera demostrarle que estaba dispuesto a combatirla y que podía conjurar su magia, todos esos perversos trucos que guardaba bajo la inocente imagen de una mujer frugal, de bruja y hada apareciendo y desapareciendo entre bambalinas. Fue así que, intentando vanamente no desaparecer, me dispuse a escribir para mí mismo un destino de poeta galopando como Murrieta y me arrimé hasta un campo de batalla inexistente. Pero, claro, no había contrincante, no había nadie en aquel territorio que yo, tontamente, había imaginado propicio para desplegar una táctica que ya había sido ampliamente desmentida a lo largo de la historia de la humanidad: nadie vuelve cuando se va.
     Así es, no había nadie, sólo una brisa suave y calma que era capaz de acobardar hasta al más despiadado de los bárbaros, hasta el más desalmado de los piratas que transitan por sus destinos oliendo a sangre y a leyenda para no caer en las garras del olvido.
     Entonces, ¿qué hace uno cuando está listo para morir y nadie se atreve a cortar los hilos que lo aferra la esperanza maldita? ¿Qué puede hacer un guerrero cuando nadie le presenta batalla y la espada se le oxida en la vaina junto a los deseos, sin chance de ser desenfundados y sin ni siquiera tener la posibilidad de volver a casa? ¿Qué hace?
     Pues bien, esto hice yo: creé mis propias batallas con las únicas armas que tenía. Armé con los restos de un presente sin futuro una torre al borde de un precipicio adonde iría cada noche a rescatar a una amante también inventada, una princesa sin reino. Y admitiendo mi debilidad escalaría su balcón infinito e inalcanzable con la falsa promesa de pintar para ella en una cama las fantasías eróticas de las Mil y una noches.
     Y mientras cada noche me sentaba a escribir ese cuento sin argumento real, soñaba con encontrar entre todos los signos de las estrellas un punto final definitivo para poder cerrar aunque sea un capítulo de aquello que asomaba con pretensiones de continuidad in eternum; para poder pasar al siguiente capítulo que, si tenía suerte, escribiría con los despojos de las noches venideras.
     Pero me atrapó el silencio, ese último pase mágico que termina siempre envolviendo todas las tristezas y todas las alegrías como para crucificarnos, como si fuese posible resucitar en los brazos de un consuelo pasajero o, al menos, en las garras mortales del amor. Al fin y al cabo, ambos cumplen la misma misión piadosa. Quedé solo hablando con el silencio, ahí también se encuentran respuestas. Yo, sin ir más lejos, encontré las de ella, las que nunca iban a ser posible de satisfacer con palabras. Escuché su silencio y no hubo más nada que decir. No hicieron falta disculpas o justificaciones, no hubo necesidad de explicaciones o excusas. Su silencio lo dijo todo. Supe que era inútil seguir escribiendo una historia sin final, que no viviría para siempre, que la muerte acechaba en cada sílaba malgastada, en cada insulto lanzado ciegamente, en cada trazo olvidado de su rostro. En el silencio escuché los gritos desesperados de mis deseos reprimidos, de mis pudores encumbrados como gerentes de mis deberes. Logré subirme al tren de mis propios latidos iluminando algunas pocas ideas, alimentando las fantasías que me llevaron un día hasta sus gestos. Descubrí lo perfecto de sus imperfecciones que me sirvieron para vencer la estupidez y el orgullo y abrazarme al dolor de su ausencia. Y en ese páramo inhóspito miré a mi alrededor y pude ver como los minutos se me escurrían entre las agujas del reloj, como las horas pasaban colándose frente a la ceguera de mi arrogancia matando toda esa estúpida pretensión de inmortalidad, de creerme invencible. No pude más y, como cualquiera, me dí por vencido. Y sobre las últimas brasas de un fuego ya consumido arrojé los vestigios de una carta de renuncia que nunca sería escrita y me fui de su memoria para siempre.
     Así fue. Hablando con el silencio tuve que aceptar que eso era lo único que me quedaría aunque la siguiese hasta el infierno, aunque traicionara al destino tratando de montarme a su escoba que la había llevado de regreso a su torre barriendo cada una de las palabras que había escrito en su nombre.
     Y colorín colorado…

RR


Foto: Pablo Silicz

martes, 19 de mayo de 2015

CAJITA AZUL


     Volví una noche (como predijo un tango). Lo hice sólo para entretenerme, para pasar el rato, buscando reconocer los pasillos oscuros e inexplorados de los recuerdos de quienes me habían conocido y se habían encargado en mi ausencia de armar mi biografía (no autorizada, claro). Pero no volví con intención de desmentir nada ni de negar mis pecados. No, lo hice porque sí, porque tenía la posibilidad de hacerlo y eso era suficiente.  Lo lógico hubiese sido ir directamente hacia su casa, pero no era capaz de admitir el antojo de pavonearme impunemente por su lado. A pesar de todo, tenía ciertos resguardos sobre mi condición y desconfiaba de la inmunidad que me proporcionaba. Decidí, entonces, dar un paseo primero por la vieja escuela ya abandonada y montarme a los techos desde donde observar algunos pedazos sueltos de una niñez feliz yendo y viniendo en bicicleta. Volví a caminar los bulevares y la plaza y hasta me paré en la puerta del único edificio sentándome unos minutos sobre la escalinata de la entrada tratando de recordar una sonrisa ya casi olvidada, teñida con un celeste perpetuo como el cielo.
     Nunca le había prestado demasiada atención a aquellos que comentaban sus propias experiencias. Algunos habían terminado un poco deprimidos y acongojados y eso me provocaba ciertos resquemores. Supongo que prefería mantener cierta distancia y tomar las precauciones del caso como para evitar toparme con lo inmodificable. No obstante, como al gato, terminó matándome la curiosidad.
    Hice, entonces, un recorrido breve por algunas tristezas de la adolescencia pero, llegado el momento, tuve que admitir que ya no podría seguir negando mis verdaderas intenciones. Ya había hecho todos los ejercicios de camuflaje y distracción, no era necesario arruinar el viaje sometiéndome a un juicio inútil en donde no habría ni jueces ni jurados, ni siquiera iba a servir de nada sentarme voluntariamente en el banquillo de los acusados. Preferí ejercer mis derechos naturalmente y sin remordimientos.
   La esperé pacientemente a que atravesara su puerta ocultándome sin necesidad. Ahora me doy cuenta de que: no me ocultaba por temor a que me viera sino por mi propio temor a verla, a sentir todo el peso del alma cayendo sobre mí desmintiendo a la mismísima muerte. Cualquiera puede ocultarse de la justicia divina o del castigo infernal; cualquiera puede ser capaz de esconderse para siempre de las miradas y las habladurías, de los rencores y los prejuicios; cualquiera puede esquivarle a la muerte y al olvido. Pero nadie podrá ocultarse jamás de su propia alma cuando persigue un amor. Porque el alma es la más perseverante de las creaciones, la más insobornable de las criaturas y contra ella no existe más remedio que la aceptación, el único camino posible para ser uno mismo.
    La seguí unas cuadras tratando de mantener cierta compostura, procurando no lanzarme como un espíritu maldito sobre su yugular buscando una resurrección imposible o, al menos, improbable. La observé cruzar las calles despreocupada y aparentemente feliz. El sol le dibujaba una sombra sobre la vereda y de esa sombra tomé su mano por un momento y abracé su cintura y apacigüé mis ansiedades. Al llegar a una esquina poblada de árboles me despedí con un beso que ella creyó imaginar porque miró para atrás un tanto sobresaltada aunque sin temor. La observé mientras se iba y volví hasta su casa, sabía que tenía algunas horas antes de que ella volviese.
     Al entrar todo me resultaba ajeno -vamos, lo era-, sólo su aroma era fácilmente reconocible (el olfato es una de las sensaciones que nunca se pierde). Todo estaba tal cual era ella, ordenado en un caos que le era propio e impenetrable. Anduve por los rincones y los resquicios donde creía que podría encontrar algún rastro reconocible que pudiese calcar en mis manos como para tener algo que mostrar a los demás. Esto, en realidad, era una excusa, sabía perfectamente que nunca le diría a nadie que había estado ahí, y menos aun me atrevería a desmentir un pasado falso que había sido armado meticulosamente para sobrevivir a su recuerdo. Me detuve entre sus libros buscando uno que siempre quise saber si estaría: ahí estaba. Sonreí entre satisfecho y avergonzado. Había negado esa posibilidad eternamente. Uno hace cualquier cosa para llevar adelante la eternidad. Finalmente, me senté en su cama desarmada y di una mirada a todo lo que me rodeaba, tomé una especie de foto panorámica de despedida. Al mirar hacia abajo vi asomarse una pequeña cajita azul con lunares blancos que pude reconocer inmediatamente. No estaba seguro de si debía interrumpir aquel pacífico momento arriesgándome a contaminarme de algunas realidades. Todos guardamos cajitas azules, carpetas amarillentas, sobres lacrados que guardan trozos de un pasado que es altamente radioactivo y mortal. Todos tenemos la enfermiza costumbre de aferrarnos a las sin razones y a los desvaríos que crecen en el laberinto de la memoria cruel, nos guardamos un botiquín de recuerdos inútiles y dañinos por si en una noche necesitamos justificar alguna lágrima o algún desconsuelo que nos sorprende en medio de una borrachera solitaria.
     Ahí estaba la cajita develando una impunidad que sabía que tenía la posibilidad de ejercer y consideré que nunca tendría más utilidad que en ese momento. Como nada aseguraba la tapa, no quedarían rastros de mis uñas ni podrían ser escuchados mis ronroneos antes de una muerte que se anunciaba segura.

     Sí -pensé buscando convencerme de algo-, todos guardamos algo de nosotros que no contaremos a nadie. Y de todo lo que guardamos, es lo que hemos hecho nuestro sin pedir permiso lo que nadie podrá quitarnos nunca; eso que nos hemos apropiado para siempre, para mantener algunas pocas e íntimas esperanzas de que quizás no todo haya sido en vano, de que, por alguna razón misteriosamente maravillosa, no seremos otra cosa que quienes hemos sido siempre.

     Reconocí inmediatamente el trazo de una tinta que había cambiado de color pero que no había logrado desteñir ni un poco el tono de las palabras que estaban escritas bajo algunos rastros de humedad que yo me imaginaba condimentada con la sal del recuerdo. Casi temblando, levanté aquella hoja, miré hacia los costados y me hundí de cabeza en mi vida.

     “¿Dónde estás? ¿Dónde te fuiste que aparecés constante y desnuda por estas horas de la noche, por mis viejos desencuentros, por mis falsas alegrías? ¿Dónde queda ese lugar que te resguarda de mis escasas posibilidades de borrarte de un plumazo? Yo no quise recordarte, me pasé tardes enteras vociferando tu nombre entre las voces que agrietaban mis silencios para que creyeran que ya no te buscaba, que si podía hablar de vos era porque finalmente había alcanzado ese lugar miserable de los que hablan por hablar para inventarse un presente libre de pasado al que nunca podrán convertir en futuro.
     Pero cuando me paro frente a la verdad para tratar de convencerla de mis argumentos no me queda otra que asumir secretamente la mentira. Porque me mintieron quienes me ofrendaron la posibilidad de borrarte de mi vida y me mintieron quienes dijeron que te arrancarían de mis deseos. Me mintieron. Me hablaron del tiempo y de su pócima mágica, de su poder milagroso y su medicina implacable.
     ¿Dónde estás? Si ya casi me había acostumbrado a pretender que nunca habías existido, que ese agujero en el pecho era solo una pequeña arritmia cardiaca fácilmente solucionable con algún medicamento o, a lo sumo, un transplante de un corazón que...
    ¿Y ahora? ¿Quién me dictará estas eternas despedidas nocturnas? ¿Quién animará mis ansiedades desde las sombras? ¿Quién justificará mis infortunios y mis fracasos? Y no se trata ni de promesas ni de juramentos. No. Se trata de ser o no ser, del olor a podrido en Dinamarca, de morir de pie a vivir de rodillas, del aroma que destilan los sueños al amanecer cuando el sol sale con la impunidad del es sin que importe nada lo que yo crea que debe ser. De lo que se trata es de terminar dignamente esta vida y renacer en la próxima con otras palabras, libres de tu recuerdo que se ha apoderado de mi memoria y de mis palabras, que ilumina mis noches dejándome a la deriva en el desvelo de quererte sin razón, sin ni siquiera el valor para confesar que la muerte me encontrará antes que el olvido verdadero y no esta mascarada cursi de cartas de amor para nadie, a las que pongo fin a partir de este mismo instante guardándome un párrafo para arrojar al fuego en tu nombre. Adiós”


     Me quedé en silencio mirando perdido esa última palabra, ese último “Adiós” que era una mentira más, un argumento pobre e insostenible ante la verdad que, como tal, sólo puede ser ocultada temporalmente pero que inevitablemente siempre vuelve. y que esta vez me había arrastrado hacia ella después de haber convivido todo este tiempo a mi lado en silencio, sabiendo que su momento llegaría algún día. Pues bien, ese momento había llegado.
     No hizo falta pensar hurgando entre los vestigios de una memoria que ha sido mi más acérrima enemiga pero, a la vez, mi más leal compañera. Doblé las dos hojas y las coloqué tal cual había encontrado todo en la cajita azul. El fuego no había rozado siquiera los márgenes de aquel último párrafo y sentí que era justo devolverle aquello que siempre le había pertenecido. Yo ya no tenía lugar en su mundo pero sí lo tenía ella en el mío, en el de los gatos curiosos y sin más vidas disponibles, en este al que he vuelto después de cumplir el destino inexorable del Dante a quien creemos poder desmentir desde la petulancia de vivir como inmortales para no asumir el fracaso de cualquier intento de negar lo innegable: que cuando se persigue a Beatriz, ni la muerte celestial puede detenernos, ni el fuego del infierno quemar su recuerdo.

     “No, querida, ni siquiera se trata de vos, se trata de mí. Yo soy tu olvido y tu memoria; yo soy tu pecado y tu perdón; yo soy todo lo que no quiero pero debo. No importa dónde yo esté, si en el olvido o en el recuerdo, si en el poblado cielo de los cobardes o en las tinieblas de los valientes, no importa ya. Yo estaré donde vos decidas quedarte y te acecharé inofensivo como una sombra, y te cuidaré sin que me lo pidas y sostendré tu aliento cuando la cuenta haya finalizado. Seré yo quien te abrazará cuando la muerte te encuentre. Seré yo tu plaza cuando te toque renacer en Buenos Aires o en Moscú o en la cama de un amante sin mérito, no importa. Seré yo quien recoja tu ropa y tus enceres cuando el final de la historia te guarde con el resto. Sí, seré yo quien les dé un último vistazo a tus nostalgias antes de que se evaporen con tu recuerdo. Te lo juro, seré yo.”


 RR


Foto: Andrea Alegre


jueves, 14 de mayo de 2015

CRÓNICA DE OTOÑO


al genio ciego y sus astucias

      Una tarde cualquiera froté una lámpara, salió un genio y me dijo: “¿qué deseas?” No supe qué contestarle. Me quedé tieso ante esa pregunta tan simple como inesperada. Es que me había pasado la vida especulando sobre las posibilidades y las oportunidades, pero cuando tuve una, no supe qué hacer.
     Entonces comencé a preguntarme lo que nunca me había preguntado: ¿qué pasaría si ahora mismo apareciera el amor de mi vida? ¿Qué le diría? ¿Qué podría decirle, finalmente, cuándo me había pasado la vida ensayando malogradas cartas de despedida? ¿Cómo sería capaz de decirle "te quiero" o "quedate a mi lado" cuando en realidad me había acostumbrado a este traje de cartero de cuentos reiterativos, plagados de adioses dolorosos y fracasados? 
     Miré al genio a los ojos y lo único que pude hacer fue pedirle un consejo. Pero antes, le conté con detalles acerca de una mujer que acaparaba mis horas y mis desatinos, que enmudecía mi silencio y escribía con su letra mi historia en las tardes en donde me sentaba a recoger hojas del suelo húmedo para pintarlas con el ocre de un otoño propio, mientras esperaba pacientemente el invierno para luego teñirlas de verdes esperanzas y cálidas brisas que me acompañaran a olvidarla junto al mar. Tuve la sensación de que él ya había escuchado este tipo de historias miles de veces de otras bocas. Lo supuse porque soy de los que creen que hasta los personajes más empedernidos y despreocupados caen en algún momento en la desesperación de lo inolvidable, de las caricias que no se retiran y vuelven a los dedos de donde salieron. 
     Sin embargo, este genio no era uno de esos de lámpara dorada y vestimentas arábigas. No, él era un genio real, de carne y hueso, de los que aparecen muy de vez en cuando bajo misteriosas circunstancias; de los que no prometen sino que andan por los caminos escribiendo en los muros de las ciudades, en la tierra ensangrentada de los campos, en las bitácoras de las vidas efímeras y la muerte eterna. Este era uno de esos genios que han sabido dilucidar con un trazo de tinta eso que para otros termina siendo la soga que ciñe del cuello todas sus ilusiones: los misterios sobre los que pendulan los amores y el olvido, la razón y la esperanza. 
     No me salió otra cosa que pedirle un consejo. Ni siquiera le dije sobre qué. “Dame un consejo, genio”, le dije y callé. Él me miró ciegamente y sostuvo su bastón tembloroso por unos segundos. Luego sonrió levemente apuntando su mirada ausente hacia mi pasado. Eso fue todo. 
     Debo confesarlo: me sentí desanimado. No sabía qué era lo que estaba tratando de decirme (si es que estaba tratando de decirme algo). Me quedé cabizbajo, un tanto decepcionado. Yo esperaba una revelación, un conjuro que me permitiera desentramar los nudos de mi destino. 
     Finalmente comprendí que el silencio de su mirada oscura me estaba dando la bienvenida a un mundo antes inexplorado: el de las tinieblas y los fantasmas, el de los fracasos y las desolaciones, el del amor sin razones y las razones inexistentes para el amor. Observé a mi alrededor y comprendí súbitamente que no había nada en ese mundo más importante para mí que el instante que me contenía. Sin más, coincidí con él en que vivimos dentro de un tiempo inexorable y finito y que, por alguna razón inescrutable, a veces alguien coincide en ese mismo lugar, en ese mismo instante. Supe que esa era la encrucijada donde todos los por qué se encuentran con los cómo y los cuándo, donde es preciso elegir ser o no ser. Y elegí ser y dejar de lado los superfluos los relojes y los inservibles calendarios. 
     Ahí mismo, con el sonido de fondo de su respiración que se perdía en el punto final, este genio astuto plantó en mí la semilla de algunas verdades que ya no podrían ser desmentidas. Tuve que asumir que las derrotas son inevitable y que, así como nadie le gana a la muerte, ni yo ni ningún amante saldrá indemne jamás de una batalla amorosa. Aquella mirada perdida que se había posado entre los crujidos de mis horas pasadas me reveló la inevitabilidad de las frustraciones ocasionales y la inutilidad de perseguir al olvido como a la vida eterna. Es así como me lancé sin pudores al abismo infinito del instante, a quererla en la persistencia del desvelo y del insomnio, en la locura de un heroísmo tantas veces fue maravillosamente relatado por el trazo profético de este genio. Un genio verdadero que todavía hoy logra contagiarme el coraje necesario para seguir los pasos de esta mujer, persiguiendo su aroma por los renglones desordenados de la noche en relatos horrorosos que me dicta la desesperación y la angustia; o cuando llega finalmente la hora de morir por ella para renacer de madrugada con las melodías que nacen de otros que, al igual que este, me conducen por los arrabales de su instante. Un instante que es únicamente de ella, por donde me gusta sacar a pasear cada tanto al mío sonriéndole con un poco de vergüenza, dibujándole corazones en hojas marrones y secas de tardes otoñales, que deslizo cada noche silenciosamente bajo su puerta junto a los restos ciegos de mi mirada que se ha ido para siempre con sus ojos.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 7 de mayo de 2015

AL QUE MADRUGA


        Está saliendo el sol. Hace tanto que no salía... Sí, es verdad, tenés razón, ¿para qué te voy a engañar? El sol sale cada mañana (eso que dicen que es el sol). Pero, ¿cómo te explico..? A veces quisiera que el sol saliera a otra hora, a la hora del insomnio en medio de la oscuridad de la madrugada, un golpecito en la puerta me alcanzaría para salir a recibirlo, para mostrarle que en el camino que traza su claridad a mí me persiguen las oscuridades y los acertijos. 
      Está saliendo el sol y ya casi está a media altura de la ventana, de un horizonte que es únicamente mío y de nadie más. Y como no tenía nada para contarte decidí escribirle al sol, mirar por la ventana y pedirle que me cure esta tos que me está matando y que, de paso, mate este tiempo que no pasa hasta que vos volvés de tu exilio, allá donde te dejé y me dejaste, donde nos dejamos las yemas de los dedos extrañando: quizás vos, mis poros ocultos; tal vez yo, tus pezones erguidos como dos obeliscos majestuosos y tiernos.
      Pero ahora el sol le ha dado por la vergüenza y se ha ocultado detrás de unas nubes grises que aminoran este amanecer de tu amor que se oye desde el recuerdo de tu voz áspera y celeste. Y, la verdad, no importa tanto lo que decís porque las palabras no siempre dicen todo. Si no, mirame a mí, escondido detrás de la ventana, huyendo de unas oscuridades que ya te mencioné, pero que no sabés que, en realidad, son el reflejo de todo lo que no está cuando nada alcanza. Supongo que esa es mi especialidad: hacer todo de nada, armar cuentos sin introducciones, ni nudos, ni desenlaces; escribir sólo por unas ganas caprichosas que vienen a abofetearme la modorra e interrumpir mi caminata por una soga que pende suspendida entre vos y yo, entre mis deseos y tus realidades, entre tus verdades y mis engaños.
      Sin embargo, no se está tan mal a la orilla de tu cama, al amparo de esta distancia que me permite imaginarte dormida sin que tengas la más mínima sospecha de que a tu alrededor se están tejiendo fantásticas e incomprobables profecías que, si no fuera por este sol, se hubiesen perdido en el olvido. Entonces, yo prefiero sentarme acá y tejerte un mundo de interrogantes y sospechas, hacer nuditos con los hilos que me han quedado de tu ropa arrojada presurosamente al piso entre besos impacientes y berretines de amantes secretos. Voy hilando comas y puntos suspensivos hasta que llegue el punto final y tenga que decirte adiós para siempre como lo hago cada noche antes de dar media vuelta y abrazarme a esa mujer para quien soy ajeno y que ahora duerme en mi cama mientras yo estoy acá sobreviviendo a tu lado, en tu orilla, viéndote dormir sin que te hayas enterado todavía de que el sol ya salió y que las nubes lo ocultan un poco como para darte unos minutos más antes de despertar y comenzar tu día; sin que sepas -probablemente nunca- de este abrigo que te he estado tejiendo hasta ahora en silencio, al amparo de estas oscuridades que me despiertan de vez en cuando. Cuando vienen a golpearme la puerta en búsqueda de unas palabras que, al igual que vos, ya no tengo.

RR

Foto: Flor del Irupé

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...