para ella...
Y ahora que ha regresado la primavera, permítaseme una confesión.
Aquel día tuve miedo.
MIEDO: no sé muy bien miedo a qué, sólo miedo. Ese miedo a perder lo que no se puede ganar para siempre, ese miedo del que emergen un coraje y una valentía que, a aquellos que nunca lo han sentido, les será otorgado en forma de cobardía. Miedo a dejarla en un lugar adonde siempre podría volver y, de esa manera, enfrentarme a la posibilidad de la puerta cerrada, del cambio de domicilio, del adiós silencioso que no deja ni un nudo en la garganta. Pero ella no podía saber -y yo tampoco lo sabía- que yo volvería, que jamás la abandonaría, y menos en esas condiciones.
Unas horas antes, mientras preparaba el bolso, se había paseado por la casa mirándome de reojo como apesadumbrada, tal vez un poco angustiada. Puede ver en sus ojos el brillo de la tristeza escondido en el reflejo de una mirada que buscaba esconder la despedida detrás del mechón de pelo que caía por su frente. Yo me daba cuenta de que se escondía para no llorar, para poder desearme buen viaje con una sonrisa en la boca.
SONRISA: ella es capaz de inventar sonrisas de la nada. Yo, en cambio, soy incapaz de hacer eso. Ella es una verdadera artista dibujándose una boca arqueada hacia arriba mostrando dientes, redondeando y colorando cachetes, agitando sonidos, perpetrando un asalto a la tristeza de los pobres tipos como yo que necesitamos sí o sí de gente como ella para sentirnos felices.
Sentí un poco de culpa, pero no podía postergar o suspender la vuelta, sabía que si lo hacía los dos íbamos a salir perjudicados. Nuestra relación se basaba no sólo en el deseo
DESEO: la deseo como se desea algo que no puede ser descripto o relacionado a ninguna cosa. La deseo con una especie de histeria injustificable. Como deseo el invierno cuando estoy en verano. Como deseaba esta primavera cuando la añoraba en otoño viendo las hojas en el piso que habían abandonado sus momentos de esplendor en el árbol que las sostenía. Un árbol desnudo que las observaba desde la altura mientras morían sus deseos imposibles de convertirse en flores teniendo que asumir sus destinos de hojarascas. Y entonces, yo la deseo con la misma imposibilidad de ser otro, de ser una flor de colores adustos y no este que la desea irremediablemente cuando se me vienen encima los colores y silencios que nacen con los días escasos de luz, y se me caen las hojas al piso de tanto desearla. Y la deseo ahora que en su árbol brotan otra vez mis locas esperanzas de abrazarme a su verano.
sino también en la conveniencia, la misma que nos había juntado una noche de esas en donde no hay nada mejor que hacer que probar otros abrazos, aunque no sean los indicados, los prescriptos por los sabedores de todo (hay que tener cuidado con las prescripciones de esos señores: lo que funciona a veces para algunos, no funciona para otros).
En mi recuerdo está la noche en que finalmente nos encontramos porque, al menos para nosotros, funcionó. Ella fue al principio un tanto más reticente, tomó sus precauciones. Bien por ella. Yo no sirvo para las precauciones, no sirvo para seguir premoniciones de futuras catástrofes. Lo que no quiere decir que no las sienta, que no mire por las dudas hacia los botes salvavidas. Que no sepa que siempre es mejor tener un plan b. No, no es eso, es sólo que me cuesta hacer caso a mis ya conocidas premoniciones infalibles, darme por vencido sin pelearle a un destino que fue escrito sin mi consentimiento y que siempre terminará enrostrándome vilmente mi derrota.
Pero supongo que ninguno de los dos esperaba que nos despidiéramos de esa manera cuando llegara el momento de saludarnos a la orilla del andén. Ninguno de los dos fue capaz de planear ese momento para que no fuera una especie de tragedia, para que pudiéramos afrontarlo con la fría dignidad de dos personas suficientemente grandes como para saber la diferencia entre una despedida y una tragedia, para asumir que no estábamos enamorados porque, en realidad, estábamos recién a punto de estarlo, guardándonos como dos adolescentes para ese momento en donde nos lo confesaríamos con el beso de despedida.
Y así, sin más nada que agregar, nos besamos los labios.
LABIOS: podríamos habernos besado hurgando con la lengua en los resquicios que abre la boca invitando al erotismo. Podríamos habernos soltado las manos por los interiores de las ropas escandalizando a la concurrencia que hubiese tenido que asistir al duro espectáculo de dos amantes rompiendo en mil pedazos el marco social de las buenas costumbres. Pero no, no hacía falta nada de eso. Sólo queríamos, necesitábamos, besarnos los labios. Porque es desde los labios, desde esa fina porción del húmedo e íntimo infinito, desde donde saltan las palabras que se sacrifican a cambio del corazón.
Solté su cara, di media vuelta y la dejé parada mirando el fantasma de los días que pasamos juntos. Un fantasma con aires promiscuos y delirios de grandeza que se iba de nuestro lado con una sonrisa socarrona en la boca.
Apenas hice media cuadra no sabía si iba a poder seguir adelante, me moría de ganas de volver, de abrazarla y consolar sus lágrimas que imaginaba pequeñas saltando como suicidas desde sus mejillas hacia el calor del piso que inevitablemente las convertiría en vapor y sal. Si ella hubiese sabido cuánto había disfrutado de ver esas mejillas cada noche apoyadas en su almohada, tiñéndose con los colores de sus sueños a los que deseaba pertenecer y por los que velaba con mi propio desvelo. ¿Para qué? Quién sabe. Uno no se plantea siempre los por qué, las razones y las circunstancias de todo lo que quiere. Uno no se plantea todo, porque de hacerlo corre el peligro de entrar en pánico y dejar de querer algo que quiere de veras pero que no le encuentra mérito alguno, que es pura fantasía, puro cuento de hadas, con alas nacidas para desmentir esa incuestionable realidad que nos demuestra una y otra vez que no podemos volar.
Yo quería volar con ella,
VOLAR: volar es volar y no hay nada que yo pueda decir al respecto. Ni yo ni nadie. Ni siquiera los pájaros pues los pájaros no hablan. Como no hay nada que se pueda decir acerca del amor. El amor sólo cobra sentido al amar, el resto es pura literatura, hermosa o desagradable, compleja o simple, dulce o agria. Volar y amar son la misma cosa y, por eso, nadie puede saber qué significan en realidad. Mejor será siempre llenarnos el pecho de palabras y melodías amorosas y montarnos al galope de algún caballito de carrusel con pretensiones de corcel indomable para jugarnos la vida por una sortija. Encaramados a la locura de la posibilidad de lo imposible. Pararnos sobre su lomo de madera y saltar al vacío con un poco de coraje y un poco de inconsciencia. Que, en última instancia, es todo lo que hace falta para ambas prácticas.
realmente quería quedarme a su lado, cuidarla desde donde pudiera, desde la distancia que nunca es suficiente cuando lo que está en juego no puede ser evaluado más que en los términos del corazón. Nadie quiere a alguien porque le queda cerca. Querer es todo lo contrario. Es ir al lugar más lejano y menos seguro al que uno puede ir: sin casa, sin dinero, sin, amigos, sin comida, sin agua, sin amparo, sin razones, sin…
Por eso nadie puede encontrarme ahora, sólo ella. Porque me he ido de aquellos días en los que me moría, en que la vida debía ser una inversión, una cuenta en un banco, un sueldo fijo a fin de mes, un título que certificara mi futuro. Me he ido para siempre de aquel tenebroso lugar lleno de gentes sin alma, lleno de administradores de penas y glorias, de contadores de costos y beneficios. Sí, me he ido de allí para venir a quererla sin razón. He dejado de lado las imposibilidades de la distancia y me he aferrado a los imponderables, a esos sucesos afortunados que de vez en cuando aparecen de la nada a romper con los insufribles cálculos matemáticos de una vida de comodidades premeditadas y organizadas bajo una lógica indiscutible.
Y acá es en donde ella y yo vivimos desde aquél beso. Acá inventé para ella esta casa y esta cama con esta almohada, con estas sábanas que ahora la cubren mientras duerme aferrada a un cuaderno sucio y desprolijo que oculta su nombre. Que tal vez no sirva para pagar las cuentas de la despensa, eso ya lo sabemos. Pero para nosotros es el antídoto que cura las soledades que vienen como polizontes con esas compañías que no logran nunca acompañarnos. Acá nos juntamos en horas inciertas a mirarnos desde el doblez que recorta el vértice de una hoja elegida por un azar
AZAR: el azar te busca hasta que te encuentra escondido bajo el cielorraso construido de temores y falsas seguridades. El azar está a la vuelta de la esquina, acechante en los ojos asesinos del destino, impredecible, cruel y desalmado como el sol que vuelve a salir después de la más trágica de las muertes. Cuidado: no existe el azar cuando uno apuesta, eso es mentira. La suerte está echada apenas el niño llora luego de abandonar el vientre de la madre que deberá convencerlo de que la eternidad es sólo para los muertos y los amantes.
que no llegaremos a comprender nunca. Acá me espera ella a que yo la busque noche a noche y la llame a leer estas cartas que escribo sólo para ella. Párrafos y versos que mantienen con vida mis esperanzas de encontrarla luego de un tiempo boyando en ese silencio que exigen ciertos libros. Libros que leo nada más que para estar a su lado y que a mí me gusta pensar que es ese mismo lado en el que reposan los cuerpos de los amores imposibles de escritores con casas parecidas a esta, con camas habitadas por mujeres probablemente iguales a ella. Mujeres que buscan llenar un vacío perpetuo. Mujeres que se encargan de cubrir el desconsuelo que se pierde al final de una borrachera en sus nombres, de unas palabras asesinas que nos abandonan con los dedos de las manos cansados de bailar sobre sus acordes. Mujeres que nos cubren cuando nos quedamos dormidos pensando ellas sólo para encontrarlas en nuestros sueños -aunque a veces se parezcan más a pesadillas-. Mujeres que se parecen entre sí en sus espaldas yéndose a lo lejos; que dejan volar sus faldas; que ventilan sus senos orgullosas; que atesoran nuestras palabras que parecen escritas para todas pero que, en realidad, son escritas sólo para una.
Y acá, en este espacio sin tiempo ni masa al cuadrado, ella da vuelta las hojas. Va y viene entre las oraciones que sirven de senderos para dejarnos mensajes que únicamente ella y yo podemos leer. Y ella sabe bien que yo disfruto de pasar el tiempo escribiendo en cuentos fantásticos de personajes reales los hechos ficticios que disimulan nuestros dolores verdaderos.
Hay sólo una cosa que ella no sabe ni sabrá nunca. Que en estas hojas arrugadas no figurará jamás la más fatigosa de mis imposibilidades: la de no poder escribir para nadie más que para ella, la de no poder hilar ni una sola oración en la que ella no esté. De una u otra manera. En el fondo o en la superficie. En la luz o en las sombras. En mi mente o en mis manos. Ella no debe saber que siempre es ella. Incluso en este momento,
MOMENTO: los momentos se pierden irremediablemente pero los nuestros van a guardarse en las fotos sin revelar que esconden las promesas que nadie se encargará nunca de corroborar si se han cumplido o no. Porque yo dejaré algunas promesas sin cumplir para tener siempre una excusa para volver a buscarla, para aprovechar esos destellos de confusión que a veces me enceguecen y que, al final, no son otra cosa que la luz verdadera, la luz de la manzana, el coraje escondido de la culpa de querer vivir como me plazca y sortear los deberes del buen ciudadano para correr atrás de un amor que grita “¡vamos, levántate y anda!”.
al amparo de los ruidos de la calle que disimulan los sonidos de mi estómago tratando de digerir su ausencia. Al resguardo del calor de esa otra mujer que duerme a mi lado en aquel lugar del que ya me he ido y que seguramente nunca soltará como ella ni un mísero suspiro en mi nombre. Esa otra mujer que jamás se enterará de que al quererla como la quiero, no hago más que quererla a esta. A ella.
Ella que duerme acá mismo donde estoy ahora, donde vengo cuando el tiempo me lo permite, cuando ya me es imposible controlar el deseo de volar por sus momentos, de tentar al azar de encontrarla casualmente desnuda con una sonrisa en sus labios, de abrazarla con palabras que no conocen el miedo. Palabras que, ya es tiempo de que confiese, son sólo para ella. Palabras que construyen este pasadizo secreto en donde ella y yo vamos y venimos del cielo al infierno y del amor al olvido. Palabras escritas para romper las reglas de un juego que nadie podrá obligarme a jugar y que, entre otras cosas, dicen que nada es para siempre.
Y así, sin más nada que agregar, nos besamos los labios.
LABIOS: podríamos habernos besado hurgando con la lengua en los resquicios que abre la boca invitando al erotismo. Podríamos habernos soltado las manos por los interiores de las ropas escandalizando a la concurrencia que hubiese tenido que asistir al duro espectáculo de dos amantes rompiendo en mil pedazos el marco social de las buenas costumbres. Pero no, no hacía falta nada de eso. Sólo queríamos, necesitábamos, besarnos los labios. Porque es desde los labios, desde esa fina porción del húmedo e íntimo infinito, desde donde saltan las palabras que se sacrifican a cambio del corazón.
Solté su cara, di media vuelta y la dejé parada mirando el fantasma de los días que pasamos juntos. Un fantasma con aires promiscuos y delirios de grandeza que se iba de nuestro lado con una sonrisa socarrona en la boca.
Apenas hice media cuadra no sabía si iba a poder seguir adelante, me moría de ganas de volver, de abrazarla y consolar sus lágrimas que imaginaba pequeñas saltando como suicidas desde sus mejillas hacia el calor del piso que inevitablemente las convertiría en vapor y sal. Si ella hubiese sabido cuánto había disfrutado de ver esas mejillas cada noche apoyadas en su almohada, tiñéndose con los colores de sus sueños a los que deseaba pertenecer y por los que velaba con mi propio desvelo. ¿Para qué? Quién sabe. Uno no se plantea siempre los por qué, las razones y las circunstancias de todo lo que quiere. Uno no se plantea todo, porque de hacerlo corre el peligro de entrar en pánico y dejar de querer algo que quiere de veras pero que no le encuentra mérito alguno, que es pura fantasía, puro cuento de hadas, con alas nacidas para desmentir esa incuestionable realidad que nos demuestra una y otra vez que no podemos volar.
Yo quería volar con ella,
VOLAR: volar es volar y no hay nada que yo pueda decir al respecto. Ni yo ni nadie. Ni siquiera los pájaros pues los pájaros no hablan. Como no hay nada que se pueda decir acerca del amor. El amor sólo cobra sentido al amar, el resto es pura literatura, hermosa o desagradable, compleja o simple, dulce o agria. Volar y amar son la misma cosa y, por eso, nadie puede saber qué significan en realidad. Mejor será siempre llenarnos el pecho de palabras y melodías amorosas y montarnos al galope de algún caballito de carrusel con pretensiones de corcel indomable para jugarnos la vida por una sortija. Encaramados a la locura de la posibilidad de lo imposible. Pararnos sobre su lomo de madera y saltar al vacío con un poco de coraje y un poco de inconsciencia. Que, en última instancia, es todo lo que hace falta para ambas prácticas.
realmente quería quedarme a su lado, cuidarla desde donde pudiera, desde la distancia que nunca es suficiente cuando lo que está en juego no puede ser evaluado más que en los términos del corazón. Nadie quiere a alguien porque le queda cerca. Querer es todo lo contrario. Es ir al lugar más lejano y menos seguro al que uno puede ir: sin casa, sin dinero, sin, amigos, sin comida, sin agua, sin amparo, sin razones, sin…
Por eso nadie puede encontrarme ahora, sólo ella. Porque me he ido de aquellos días en los que me moría, en que la vida debía ser una inversión, una cuenta en un banco, un sueldo fijo a fin de mes, un título que certificara mi futuro. Me he ido para siempre de aquel tenebroso lugar lleno de gentes sin alma, lleno de administradores de penas y glorias, de contadores de costos y beneficios. Sí, me he ido de allí para venir a quererla sin razón. He dejado de lado las imposibilidades de la distancia y me he aferrado a los imponderables, a esos sucesos afortunados que de vez en cuando aparecen de la nada a romper con los insufribles cálculos matemáticos de una vida de comodidades premeditadas y organizadas bajo una lógica indiscutible.
Y acá es en donde ella y yo vivimos desde aquél beso. Acá inventé para ella esta casa y esta cama con esta almohada, con estas sábanas que ahora la cubren mientras duerme aferrada a un cuaderno sucio y desprolijo que oculta su nombre. Que tal vez no sirva para pagar las cuentas de la despensa, eso ya lo sabemos. Pero para nosotros es el antídoto que cura las soledades que vienen como polizontes con esas compañías que no logran nunca acompañarnos. Acá nos juntamos en horas inciertas a mirarnos desde el doblez que recorta el vértice de una hoja elegida por un azar
AZAR: el azar te busca hasta que te encuentra escondido bajo el cielorraso construido de temores y falsas seguridades. El azar está a la vuelta de la esquina, acechante en los ojos asesinos del destino, impredecible, cruel y desalmado como el sol que vuelve a salir después de la más trágica de las muertes. Cuidado: no existe el azar cuando uno apuesta, eso es mentira. La suerte está echada apenas el niño llora luego de abandonar el vientre de la madre que deberá convencerlo de que la eternidad es sólo para los muertos y los amantes.
que no llegaremos a comprender nunca. Acá me espera ella a que yo la busque noche a noche y la llame a leer estas cartas que escribo sólo para ella. Párrafos y versos que mantienen con vida mis esperanzas de encontrarla luego de un tiempo boyando en ese silencio que exigen ciertos libros. Libros que leo nada más que para estar a su lado y que a mí me gusta pensar que es ese mismo lado en el que reposan los cuerpos de los amores imposibles de escritores con casas parecidas a esta, con camas habitadas por mujeres probablemente iguales a ella. Mujeres que buscan llenar un vacío perpetuo. Mujeres que se encargan de cubrir el desconsuelo que se pierde al final de una borrachera en sus nombres, de unas palabras asesinas que nos abandonan con los dedos de las manos cansados de bailar sobre sus acordes. Mujeres que nos cubren cuando nos quedamos dormidos pensando ellas sólo para encontrarlas en nuestros sueños -aunque a veces se parezcan más a pesadillas-. Mujeres que se parecen entre sí en sus espaldas yéndose a lo lejos; que dejan volar sus faldas; que ventilan sus senos orgullosas; que atesoran nuestras palabras que parecen escritas para todas pero que, en realidad, son escritas sólo para una.
Y acá, en este espacio sin tiempo ni masa al cuadrado, ella da vuelta las hojas. Va y viene entre las oraciones que sirven de senderos para dejarnos mensajes que únicamente ella y yo podemos leer. Y ella sabe bien que yo disfruto de pasar el tiempo escribiendo en cuentos fantásticos de personajes reales los hechos ficticios que disimulan nuestros dolores verdaderos.
Hay sólo una cosa que ella no sabe ni sabrá nunca. Que en estas hojas arrugadas no figurará jamás la más fatigosa de mis imposibilidades: la de no poder escribir para nadie más que para ella, la de no poder hilar ni una sola oración en la que ella no esté. De una u otra manera. En el fondo o en la superficie. En la luz o en las sombras. En mi mente o en mis manos. Ella no debe saber que siempre es ella. Incluso en este momento,
MOMENTO: los momentos se pierden irremediablemente pero los nuestros van a guardarse en las fotos sin revelar que esconden las promesas que nadie se encargará nunca de corroborar si se han cumplido o no. Porque yo dejaré algunas promesas sin cumplir para tener siempre una excusa para volver a buscarla, para aprovechar esos destellos de confusión que a veces me enceguecen y que, al final, no son otra cosa que la luz verdadera, la luz de la manzana, el coraje escondido de la culpa de querer vivir como me plazca y sortear los deberes del buen ciudadano para correr atrás de un amor que grita “¡vamos, levántate y anda!”.
al amparo de los ruidos de la calle que disimulan los sonidos de mi estómago tratando de digerir su ausencia. Al resguardo del calor de esa otra mujer que duerme a mi lado en aquel lugar del que ya me he ido y que seguramente nunca soltará como ella ni un mísero suspiro en mi nombre. Esa otra mujer que jamás se enterará de que al quererla como la quiero, no hago más que quererla a esta. A ella.
Ella que duerme acá mismo donde estoy ahora, donde vengo cuando el tiempo me lo permite, cuando ya me es imposible controlar el deseo de volar por sus momentos, de tentar al azar de encontrarla casualmente desnuda con una sonrisa en sus labios, de abrazarla con palabras que no conocen el miedo. Palabras que, ya es tiempo de que confiese, son sólo para ella. Palabras que construyen este pasadizo secreto en donde ella y yo vamos y venimos del cielo al infierno y del amor al olvido. Palabras escritas para romper las reglas de un juego que nadie podrá obligarme a jugar y que, entre otras cosas, dicen que nada es para siempre.