martes, 29 de septiembre de 2015

GLOSARIO DE PRIMAVERA


para ella...

     Y ahora que ha regresado la primavera, permítaseme una confesión.
     Aquel día tuve miedo.

MIEDO: no sé muy bien miedo a qué, sólo miedo. Ese miedo a perder lo que no se puede ganar para siempre, ese miedo del que emergen un coraje y una valentía que, a aquellos que nunca lo han sentido, les será otorgado en forma de cobardía. Miedo a dejarla en un lugar adonde siempre podría volver y, de esa manera, enfrentarme a la posibilidad de la puerta cerrada, del cambio de domicilio, del adiós silencioso que no deja ni un nudo en la garganta. Pero ella no podía saber -y yo tampoco lo sabía- que yo volvería, que jamás la abandonaría, y menos en esas condiciones.


     Unas horas antes, mientras preparaba el bolso, se había paseado por la casa mirándome de reojo como apesadumbrada, tal vez un poco angustiada. Puede ver en sus ojos el brillo de la tristeza escondido en el reflejo de una mirada que buscaba esconder la despedida detrás del mechón de pelo que caía por su frente. Yo me daba cuenta de que se escondía para no llorar, para poder desearme buen viaje con una sonrisa en la boca.

SONRISA: ella es capaz de inventar sonrisas de la nada. Yo, en cambio, soy incapaz de hacer eso. Ella es una verdadera artista dibujándose una boca arqueada hacia arriba mostrando dientes, redondeando y colorando cachetes, agitando sonidos, perpetrando un asalto a la tristeza de los pobres tipos como yo que necesitamos sí o sí de gente como ella para sentirnos felices.

     Sentí un poco de culpa, pero no podía postergar o suspender la vuelta, sabía que si lo hacía los dos íbamos a salir perjudicados. Nuestra relación se basaba no sólo en el deseo

DESEO: la deseo como se desea algo que no puede ser descripto o relacionado a ninguna cosa. La deseo con una especie de histeria injustificable. Como deseo el invierno cuando estoy en verano. Como deseaba esta primavera cuando la añoraba en otoño viendo las hojas en el piso que habían abandonado sus momentos de esplendor en el árbol que las sostenía. Un árbol desnudo que las observaba desde la altura mientras morían sus deseos imposibles de convertirse en flores teniendo que asumir sus destinos de hojarascas. Y entonces, yo la deseo con la misma imposibilidad de ser otro, de ser una flor de colores adustos y no este que la desea irremediablemente cuando se me vienen encima los colores y  silencios que nacen con los días escasos de luz, y se me caen las hojas al piso de tanto desearla. Y la deseo ahora que en su árbol brotan otra vez mis locas esperanzas de abrazarme a su verano.

sino también en la conveniencia, la misma que nos había juntado una noche de esas en donde no hay nada mejor que hacer que probar otros abrazos, aunque no sean los indicados, los prescriptos por los sabedores de todo (hay que tener cuidado con las prescripciones de esos señores: lo que funciona a veces para algunos, no funciona para otros).
     En mi recuerdo está la noche en que finalmente nos encontramos porque, al menos para nosotros, funcionó. Ella fue al principio un tanto más reticente, tomó sus precauciones. Bien por ella. Yo no sirvo para las precauciones, no sirvo para seguir premoniciones de futuras catástrofes. Lo que no quiere decir que no las sienta, que no mire por las dudas hacia los botes salvavidas. Que no sepa que siempre es mejor tener un plan b. No, no es eso, es sólo que me cuesta hacer caso a mis ya conocidas premoniciones infalibles, darme por vencido sin pelearle a un destino que fue escrito sin mi consentimiento y que siempre terminará enrostrándome vilmente mi derrota.
     Pero supongo que ninguno de los dos esperaba que nos despidiéramos de esa manera cuando llegara el momento de saludarnos a la orilla del andén. Ninguno de los dos fue capaz de planear ese momento para que no fuera una especie de tragedia, para que pudiéramos afrontarlo con la fría dignidad de dos personas suficientemente grandes como para saber la diferencia entre una despedida y una tragedia, para asumir que no estábamos enamorados porque, en realidad, estábamos recién a punto de estarlo, guardándonos como dos adolescentes para ese momento en donde nos lo confesaríamos con el beso de despedida.
     Y así, sin más nada que agregar, nos besamos los labios.

LABIOS: podríamos habernos besado hurgando con la lengua en los resquicios que abre la boca invitando al erotismo. Podríamos habernos soltado las manos por los interiores de las ropas escandalizando a la concurrencia que hubiese tenido que asistir al duro espectáculo de dos amantes rompiendo en mil pedazos el marco social de las buenas costumbres. Pero no, no hacía falta nada de eso. Sólo queríamos, necesitábamos, besarnos los labios. Porque es desde los labios, desde esa fina porción del húmedo e íntimo infinito, desde donde saltan las palabras que se sacrifican a cambio del corazón.

     Solté su cara, di media vuelta y la dejé parada mirando el fantasma de los días que pasamos juntos. Un fantasma con aires promiscuos y delirios de grandeza que se iba de nuestro lado con una sonrisa socarrona en la boca.
     Apenas hice media cuadra no sabía si iba a poder seguir adelante, me moría de ganas de volver, de abrazarla y consolar sus lágrimas que imaginaba pequeñas saltando como suicidas desde sus mejillas hacia el calor del piso que inevitablemente las convertiría en vapor y sal. Si ella hubiese sabido cuánto había disfrutado de ver esas mejillas cada noche apoyadas en su almohada, tiñéndose con los colores de sus sueños a los que deseaba pertenecer y por los que velaba con mi propio desvelo. ¿Para qué? Quién sabe. Uno no se plantea siempre los por qué, las razones y las circunstancias de todo lo que quiere. Uno no se plantea todo, porque de hacerlo corre el peligro de entrar en pánico y dejar de querer algo que quiere de veras pero que no le encuentra mérito alguno, que es pura fantasía, puro cuento de hadas, con alas nacidas para desmentir esa incuestionable realidad que nos demuestra una y otra vez que no podemos volar.
     Yo quería volar con ella,

VOLAR: volar es volar y no hay nada que yo pueda decir al respecto. Ni yo ni nadie. Ni siquiera los pájaros pues los pájaros no hablan. Como no hay nada que se pueda decir acerca del amor. El amor sólo cobra sentido al amar, el resto es pura literatura, hermosa o desagradable, compleja o simple, dulce o agria. Volar y amar son la misma cosa y, por eso, nadie puede saber qué significan en realidad. Mejor será siempre llenarnos el pecho de palabras y melodías amorosas y montarnos al galope de algún caballito de carrusel con pretensiones de corcel indomable para jugarnos la vida por una sortija. Encaramados a la locura de la posibilidad de lo imposible. Pararnos sobre su lomo de madera y saltar al vacío con un poco de coraje y un poco de inconsciencia. Que, en última instancia, es todo lo que hace falta para ambas prácticas.

realmente quería quedarme a su lado, cuidarla desde donde pudiera, desde la distancia que nunca es suficiente cuando lo que está en juego no puede ser evaluado más que en los términos del corazón. Nadie quiere a alguien porque le queda cerca. Querer es todo lo contrario. Es ir al lugar más lejano y menos seguro al que uno puede ir: sin casa, sin dinero, sin, amigos, sin comida, sin agua, sin amparo, sin razones, sin…
     Por eso nadie puede encontrarme ahora, sólo ella. Porque me he ido de aquellos días en los que me moría, en que la vida debía ser una inversión, una cuenta en un banco, un sueldo fijo a fin de mes, un título que certificara mi futuro. Me he ido para siempre de aquel tenebroso lugar lleno de gentes sin alma, lleno de administradores de penas y glorias, de contadores  de costos y beneficios. Sí, me he ido de allí para venir a quererla sin razón. He dejado de lado las imposibilidades de la distancia y me he aferrado a los imponderables, a esos sucesos afortunados que de vez en cuando aparecen de la nada a romper con los insufribles cálculos matemáticos de una vida de comodidades premeditadas y organizadas bajo una lógica indiscutible.
     Y acá es en donde ella y yo vivimos desde aquél beso. Acá inventé para ella esta casa y esta cama con esta almohada, con estas sábanas que ahora la cubren mientras duerme aferrada a un cuaderno sucio y desprolijo que oculta su nombre. Que tal vez no sirva para pagar las cuentas de la despensa, eso ya lo sabemos. Pero para nosotros es el antídoto que cura las soledades que vienen como polizontes con esas compañías que no logran nunca acompañarnos. Acá nos juntamos en horas inciertas a mirarnos desde el doblez que recorta el vértice de una hoja elegida por un azar

AZAR: el azar te busca hasta que te encuentra escondido bajo el cielorraso construido de temores y falsas seguridades. El azar está a la vuelta de la esquina, acechante en los ojos asesinos del destino, impredecible, cruel y desalmado como el sol que vuelve a salir después de la más trágica de las muertes. Cuidado: no existe el azar cuando uno apuesta, eso es mentira. La suerte está echada apenas el niño llora luego de abandonar el vientre de la madre que deberá convencerlo de que la eternidad es sólo para los muertos y los amantes.

que no llegaremos a comprender nunca. Acá me espera ella a que yo la busque noche a noche y la llame a leer estas cartas que escribo sólo para ella. Párrafos y versos que mantienen con vida mis esperanzas de encontrarla luego de un tiempo boyando en ese silencio que exigen ciertos libros. Libros que leo nada más que para estar a su lado y que a mí me gusta pensar que es ese mismo lado en el que reposan los cuerpos de los amores imposibles de escritores con casas parecidas a esta, con camas habitadas por mujeres probablemente iguales a ella. Mujeres que buscan llenar un vacío perpetuo. Mujeres que se encargan de cubrir el desconsuelo que se pierde al final de una borrachera en sus nombres, de unas palabras asesinas que nos abandonan con los dedos de las manos cansados de bailar sobre sus acordes. Mujeres que nos cubren cuando nos quedamos dormidos pensando ellas sólo para encontrarlas en nuestros sueños -aunque a veces se parezcan más a pesadillas-. Mujeres que se parecen entre sí en sus espaldas yéndose a lo lejos; que dejan volar sus faldas; que ventilan sus senos orgullosas; que atesoran nuestras palabras que parecen escritas para todas pero que, en realidad, son escritas sólo para una.
     Y acá, en este espacio sin tiempo ni masa al cuadrado, ella da vuelta las hojas. Va y viene entre las oraciones que sirven de senderos para dejarnos mensajes que únicamente ella y yo podemos leer. Y ella sabe bien que yo disfruto de pasar el tiempo escribiendo en cuentos fantásticos de personajes reales los hechos ficticios que disimulan nuestros dolores verdaderos.
     Hay sólo una cosa que ella no sabe ni sabrá nunca. Que en estas hojas arrugadas no figurará jamás la más fatigosa de mis imposibilidades: la de no poder escribir para nadie más que para ella, la de no poder hilar ni una sola oración en la que ella no esté. De una u otra manera. En el fondo o en la superficie. En la luz o en las sombras. En mi mente o en mis manos. Ella no debe saber que siempre es ella. Incluso en este momento,

MOMENTO: los momentos se pierden irremediablemente pero los nuestros van a guardarse en las fotos sin revelar que esconden las promesas que nadie se encargará nunca de corroborar si se han cumplido o no. Porque yo dejaré algunas promesas sin cumplir para tener siempre una excusa para volver a buscarla, para aprovechar esos destellos de confusión que a veces me enceguecen y que, al final, no son otra cosa que la luz verdadera, la luz de la manzana, el coraje escondido de la culpa de querer vivir como me plazca y sortear los deberes del buen ciudadano para correr atrás de un amor que grita “¡vamos, levántate y anda!”.

al amparo de los ruidos de la calle que disimulan los sonidos de mi estómago tratando de digerir su ausencia. Al resguardo del calor de esa otra mujer que duerme a mi lado en aquel lugar del que ya me he ido y que seguramente nunca soltará como ella ni un mísero suspiro en mi nombre. Esa otra mujer que jamás se enterará de que al quererla como la quiero, no hago más que quererla a esta. A ella.
     Ella que duerme acá mismo donde estoy ahora, donde vengo cuando el tiempo me lo permite, cuando ya me es imposible controlar el deseo de volar por sus momentos, de tentar al azar de encontrarla casualmente desnuda con una sonrisa en sus labios, de abrazarla con palabras que no conocen el miedo. Palabras que, ya es tiempo de que confiese, son sólo para ella. Palabras que construyen este pasadizo secreto en donde ella y yo vamos y venimos del cielo al infierno y del amor al olvido. Palabras escritas para romper las reglas de un juego que nadie podrá obligarme a jugar y que, entre otras cosas, dicen que nada es para siempre.

RR




martes, 22 de septiembre de 2015

USTED Y YO (#3)


       Todo esto es una gran equivocación y usted lo sabe. Porque ni yo he sido en su vida quien hubiese querido, ni usted es en la mía quien quisiera que fuese. Pero por más que usted nunca revele sus verdades ocultas y yo disimule mis ostensibles miserias, no habrá manera, querida, de escaparle a la casualidad irremediable del encuentro. Aunque sea para decirnos adiós.
      Y si por casualidad no nos encontráramos en ninguno de esos oscuros lugares en donde nos ocultamos de nosotros mismos, no tenga dudas de que lo haremos a la vista de todos, al resguardo de nuestras ineficaces intenciones de bajar la mirada o desviarla hacia un futuro más promisorio. No tenga dudas de que usted y yo nos seguiremos buscando en las alegrías que compartiremos con otras gentes, sólo para consolarnos de haber hecho de nuestras equivocaciones nuestro destino; de haber aceptado a la cobardía como una razón suficiente para no tenernos cerca en ese momento.
      Créame que, a pesar de eso, usted y yo nos seguiremos encontrando como tantas otras veces en una hoja como esta. Usted y yo. Yo y usted y el burro por delante para que no se espante. Usted que me busca sin que yo se lo pida y yo que le pido que no me busque, que no juegue a las escondidas con mis sueños de olvidarla un día; que no se interponga insolentemente entre mí y esa angustia que me provocan a veces los intríngulis de la vida y la muerte, que se parecen tanto a esta sensación espantosa de no saber nada de usted.
      Y si me animo a pedirle esto es porque, cuando no sé nada de usted, mis manos se transforman y se arrojan sangrantes sobre su recuerdo a aullar en su nombre, a contarle a las apuradas -como ahora- ciertas infidencias que jamás deberían salir de estas cuatro paredes marginales, pero que siempre logran escaparse arrastrándose entre palabras atormentadas que hablan, sin mi debida autorización, de mis deseos de ir a dejarle mi corazón en los albores de sus intimidades, en la húmeda orilla que corre entre sus piernas y sube por sus pechos hasta su boca.
      No, querida, usted no debería buscarme a esas horas cuando, después de abandonarla en el fragor de la lucha por sobrevivirla, yo decido escribir antes de que nos den las doce una nueva carta de renuncia a seguir buscándola. Y así poder emborracharme solitario por el resto de mi vida justificando mi tristeza con el cuestionable argumento de que, usted y yo, estábamos equivocados.
      Sí, así como me lee. Usted y yo. Los dos que en estos lamentables relatos vestimos y calzamos las ropas y los zapatos de otras personas para no asumir nuestras verdaderas identidades. Para no tener que bajar la guardia y ondear una bandera blanca que nos anime a confesarnos de una vez por todas que estamos perfectamente equivocados al creer que, al besar unos sapos que nunca podrán saltar a este charco que nosotros compartimos, podremos mantenernos a salvo de las lluvias que empapan nuestras soledades cuando el sol intenta calentar los funestos domingos. Porque usted sabe tan bien como yo que esos sapos nunca podrán croar nuestras esperanzas, ni cantarán aquellas viejas canciones que hablan de todo esto que usted y yo nos empeñamos en solicitarnos con silencios; que usted y yo rogamos desde camas separadas a dioses inexistentes; que usted y yo sometemos con orgullo para que no se note que vivimos y viviremos equivocados mientras sigamos persiguiéndonos por los versos de otros poetas, espiándonos temerosos en estas hojas, en esos sueños, en esos secretos que, usted y yo, sabemos que seguirán gozando de buena salud. Por lo menos hasta que la muerte nos separe.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 17 de septiembre de 2015

ENCUENTRO CERCANO CON LOS ENGAÑOSOS BRILLOS DEL ALMA


      Esto ocurrió hace sólo unos minutos, mientras observaba los vapores de esos mismos minutos elevarse al espacio inalcanzable del pasado.
      Justo antes de comenzar a escribir me dí cuenta de que, en realidad, no tenía nada que decir, nada que pudiese justificar ni una mísera coma colocada a la fuerza para dividir una nada de otra nada; un espacio vacío, del vacío total que tenía enfrente mío. Entonces, para hacer tiempo, se me ocurrió mirarla a los ojos. Sólo eso, nada más. Nada de recordar, ni de planificar, ni de analizar aquello que ponía frente a mí en forma de un objeto inanimado. Ni un gesto, ni una palabra, ni una mísera expresión facial que comprometiera mi observación. Nada de nada. Mirarla como a un cuadro colgado distante en la pared al que uno se detiene a mirar por primera vez después de haberlo visto cientos de veces.
      Mientras la miraba, veía su tez pálida que dejaba sus cejas expuestas y su boca como un aljibe de donde yo, tranquilamente y sin esfuerzo, hubiese podido recoger toda el agua que quisiese y hacerme un festín de malogrados adjetivos. Pero no, no lo hice, me negué y la seguí observando.
      Y miré el centro de sus pupilas dilatadas en la oscuridad que la circunda permanentemente. Como en esos días y esas noches cuando, sin que ella se enterase, la vestí de mujer de mi vida nada más que para escribirle. Pero esta vez no. No le escribí ni una sola palabra. Sólo la miré, la busqué en el blanco que me enfrentaba desafiante ante mi negación de mover ni un dedo para apretar una de estas teclas que ahora percuten como un tambor anunciando una nueva batalla contra esa distancia suya que me enamora y que me ha ido transformando en esto que soy.
      Así, mientras la observaba, fui desechando las lógicas y necesarias razones que se imponen casi siempre para justificar el querer a alguien y no entregarse al simple hedonismo de querer porque sí, por gusto y piacere. De la misma manera fui renunciando a la supuesta obligación moral de declarar algo a mi favor como si estuviese ante un jurado; a probar que no la quería en vano, que ella realmente necesitaba que yo la quisiera. Y que, al quererla así, yo me convertía para ella en una sombra inmediata y fresca para apaciguar sus soles de veranos citadinos; una sombra sencilla y austera pero una sombra al fin. Una sombra siguiendo sus ardores íntimos y sus deseos de ser tocada en las intimidades. Le acercaba a su historia personal pedazos de tardes que fueron y que ya no son, llenas de leves roces mutuos en las yemas de los dedos buscando la reconciliación de su mirada celeste con la mía siempre oscura y pesimista. Delicados roces de su mano buscando la mía que trata de ocultar la tormenta de nuestros desafortunados desencuentros que insinuaban que esa misma noche sería la última.
      Sin embargo, mientras la miraba pensaba en lo lindo (lindo, qué palabra desprestigiada, ¡por favor! Con lo linda que es...) que seguía siendo para mí, a pesar de todo, escribirle.
      Volví a ella, me quedé mirándola, buscando dentro de sus orejas los suaves mordiscos de todas aquellas palabras que le había escrito mil veces y que nunca oyó de mi boca, que sólo las ha leído haciéndose la distraída, renunciando piadosamente a exigirme que la deje en paz, que no pierda más tiempo consolando fantasmas, tratando de recuperar del fondo del mar un barco hundido con fotos viejas y buenos deseos en clave de poemas.
      Pero, sin embargo, no hallé nada de lo que buscaba -si es que realmente buscaba algo-. No había nada en sus oídos y las marcas de mis dientes ya se habían borrado de sus lóbulos. Tampoco había nada en sus manos delgadas. Ni siquiera me fue posible encontrar aunque sea restos de nuestras pasiones en el sacro imperio de su pubis inundado de pornografía compartida telefónicamente.
      Y ahora que lo pienso, si hubiese podido elegir donde encontrar, creo que mis pretensiones hubiesen sido mucho más recatadas. Porque probablemente me hubiese gustado que fuera en el lugar común del más ordinario de los boleros, en su lengua abrazada a algún beso de esos que se vinieron conmigo por no querer afrontar la sequedad de un final sin moraleja. Sí, ese hubiese sido un buen lugar para encontrar algo, aunque sea la punta de su lengua patinando sobre los labios, recogiendo los restos de aquello con gusto a ya ni recuerdo qué, pero que ahora, sin permiso de nadie, decido adjudicarle un poder capaz de hacerme tiritar el alma…
      ¡Eso es, el alma! Me quedé mirándole el alma. Por más que ahora ya no pueda relatar qué era lo que veía, en qué consistía aquello que brillaba y me hacía abandonar la mirada llana y terrenal de un observador neutral, abduciéndome del mundo y depositándome en un espacio cálido y silencioso. Aquello tenía que ser el alma. La suya o la mía, quién sabe.
      Por un momento me sentí contrariado y hasta un tanto desilusionado de mí mismo. Supongo que no soy capaz de reconocer sin ofuscarme que cuando la miro, tarde o temprano, termina siendo de esa manera, con el alma. La miro y recojo de ese espacio indefinible lo que necesito en esos momentos cuando ya no soporto mirarla sin sentir que nos hemos perdido para siempre, y que eso no es un hecho extraordinario, sino todo lo contrario, que es lo más normal del mundo. Tan normal como esas cosas que le suceden a otros que se parapetan a defender miradas que el alma ilumina como un faro en las tempestades del ocaso, en el límite peligroso y fatal que a veces desaparece entre creerse inmortal y serlo. Ese mismo límite que uno debe trazar desorientado y confundido entre el suicidio y la inmortalidad que, a estas horas, con este vino, con esta luna, incita a creer que se puede, impunemente y sin más, despertar el amor, ir en busca del olvido o hacer realidad ciertas fantasías.
      Hace sólo unos minutos hice algo fuera de lo normal y por una vez la miré sin que me importase un demonio saber por qué la estaba mirando; sin por una vez preguntarme por qué todavía la dejaba dormir acá, en este lugar adonde en realidad vengo a olvidarla, donde me hago cargo del personaje y hago lo que me plazca: cambiarle el nombre y el color de los ojos; adornarla con pedacitos de mi vida y morderle los lóbulos de las orejas con palabras pasadas de moda; desvestirla y recostarme junto a ella como si fuese una mujer cualquiera que nunca pondría en riesgo ni mi alma ni la suya, que me permitiría continuar con estas pretensiones de escritor coyuntural transitando la senda de un olvido que, hasta ahora, no me ha podido demostrar los indiscutibles beneficios que falazmente le otorgan los cobardes.
      Esto sucedió hace apenas unos minutos. Y sólo hace unos segundos pude escapar de aquellos engañosos brillos del alma que aparecieron cuando la miré, para volver a la realidad.
      Ahora ya pasó, es tiempo de sentarme una vez más a escribir desde la oscuridad del olvido y hacer lo de siempre: hacer fantasía mis realidades. Veremos qué sale.

RR


Foto: Florencia Merlo

miércoles, 9 de septiembre de 2015

LABERINTO


(Advertencia: quien decida arriesgarse a emprender la lectura laberíntica de este texto, deberá hacerlo a sabiendas de que, en él, perderá para siempre un tiempo irrecuperable.)

     Hago lo que hago porque no hay en realidad ninguna razón para hacerlo. Porque hacer lo que hay que hacer, lo hace cualquiera. Y hacer lo que se debe hay también algunos que lo hacen. Pero hacer por hacer, eso lo hacen muy pocos. Y así nos va... Mirá vos qué contrariedad: me pasé la vida haciendo todo lo que me pedían… Bah, no todo, tampoco es cuestión de colgarse laureles que uno no merece. Digamos que trataba de complacer dentro de mis posibilidades a quien podía.
     Y siempre estaba en consideración si lo que estaba haciendo era lo debido o no, si quería hacerlo o no, si podía o no. Pero nunca me planteaba lo más importante de todo: ¿había razones para hacer lo que iba a hacer? Y casi siempre las había, buenas o malas, convenientes o inconvenientes, justas o injustas. No importaba cuáles, siempre había alguna razón para adjudicarle a aquello que hacía. Incluso hubo hasta razones falsas, mentiras inventadas y esgrimidas apuradamente para callar la verdad (que nunca pasa de ser una sola).
     Y así, siempre terminaba haciendo. Con razones ostensibles o si no, aparentes. Razones que, llegado el caso, simularían una cadena de causas y consecuencias perfectamente eslabonadas que, si no dejarían contento a todo el mundo, al menos dejarían contento a una parte. Pero a veces sucedía que, en esa parte, no me encontraba ni yo ni quien debía ser el favorecido o el perjudicado por mi acción. Es decir: a quienes debía importarle lo que hacía, no podían disfrutar o lamentar lo hecho.
     Pero un día, sin saber cómo ni cuándo, todo terminó y los hechos dejaron de obedecer a las razones que, como verás, han dejado de ser un hecho. Y el hecho, querida mía, ahora lo ocupa todo. Ese hecho al que nunca servirá de nada juzgar por las intenciones pretéritas sino por el hecho mismo (hasta me animaría a decir que ni siquiera se lo podrá juzgar por sus consecuencias). El hecho, sí, el hecho.
     El hecho será siempre la madre de todos los arrepentimientos (siempre posteriores, siempre inservibles); el viento que sopla las horas por esos cielos angustiantes pintados con decisiones tomadas con los ojos obnubilados por alguna pasión, por alguna felicidad tan momentánea y pasajera como la tristeza.
     Pues bien, ya no me interesa hacer nada con ese cielo. Ha llegado el tiempo de los hechos y estos son los míos. Estos que ves acá ahora formando palabras que hacen lo que ellas pretenden hacer cada vez que se habla de vos y de tus hechos ausentados con aviso. Porque tu ausencia es tu hecho íntimo al que todos mis hechos le declaran con palabras su amor incondicional. Y ese no hacer tan tuyo, tan incuestionable, es el más claro de todos los hechos, como el silencio es el más imprescindible de todos los sonidos, la nota inicial que desata todas las sinfonías y la que clausura todas las expectativas. Tu silencio es el hecho al que me aferro sin necesidad de razones.
     Y habrá quien dirá que la he perdido, que he perdido la razón, que ya no sé lo que hago. Pero no. Sé perfectamente lo que estoy haciendo y por eso ya no busco en las razones ajenas una razón propia para hacer esto que no es ni más ni menos que lo único que soy capaz de hacer. Y cuando deje de hacer esto, pasaré a hacer lo que se hacen siempre los poetas vencidos después de haber hecho algo. Haré silencio y emprenderé el camino solitario de la pena y la alegría unidas por las mismas lágrimas, servidas con la dignidad de quien ha hecho sin haber necesitado razones para hacer (eso sería un hecho descalificador para el poeta que pretende hacer mucho más de lo que se ha hecho hasta ese momento).
     Y cuando ya no haga esto que estoy haciendo será porque habré hecho todo lo posible y, entonces, me dedicaré a hacer el resto mientras transito el oscuro camino de las imposibilidades. Me sentaré acá mismo junto a las penumbras de mis soledades y haré que las palabras digan otras cosas, las protegeré de los hechos que puedan provocarles iras injustificadas o, lo que sería aun peor,  deseos de intrometerse miserablemente en los hechos ajenos. Haré caso omiso a las habladurías y a los astrólogos del saber hacer. Porque ni ellas ni yo indagamos oráculos para hacer lo que hacemos, ni jamás nos entregamos inocentemente a la pereza mental de los dichos populares acerca de qué es lo que debe hacer cada uno en diferentes circunstancias.
     No, de ninguna manera me prestaría a ese juego de tontos para intentar que tus hechos aceptaran hacer algo con los míos. Ni siquiera tentaría a la suerte tratando de acertarle al centro de tus necesidades para alardear de habilidades que me proveyeran de unos méritos innecesarios que, de ninguna manera, harían de mí más de lo que soy. No me hace falta eso, pues yo no soy más que un hecho entre tantos, entre todos los que se han llevado a cabo y los que han quedado truncos; entre los que están sucediendo ahora mismo sin que nadie pueda evitarlo; entre aquellos que sucederán mañana cuando la vida renazca de la muerte del ocaso de hoy. Soy un hecho que vive de los tuyos. Soy un hecho con aroma a destierro, un hecho sin nombre. Un hecho con sabor a olvido. Un hecho con vista al mar y al espacio infinito que separa mis hechos de cualquier razón que pueda ser un día tallada en mi epitafio.
     Entonces, y para que te quedes tranquila, no pierdas tu tiempo tratando de encontrarle una razón a todo esto que he hecho por hacer. Esto que quizás acaricie tu espalda una noche de estas cuando el brillo de tu desnudez se apague en los brazos de otro que habrá hecho lo que yo no habré podido hacer a tiempo; cuando del rumor de la calle brote una melodía compuesta como un hecho irrefutable en nombre de quien finalmente habrá hecho silencio. No busques razones, querida, donde no las hay ni las habrá nunca. No hay justicia posible cuando los hechos han dejado de ser planes de futuro para ser pasado irrenunciable, hechos muertos y enterrados que no admiten reclamo alguno. Porque ya no hay nada en mí, amor mío, que no sea este hecho último y fatal.
     Un hecho que irá a buscarte y buscará morderte como muerde este hastío hastiado de las estúpidas justificaciones de los estúpidos y de los cobardes que se acobardan ante sus propios hechos, negándose -tal vez sabiamente- a hacer lo que estos injustificables hechos míos, escondidos ahora en la oscuridad de tu memoria, han intentado hacer inútilmente sin importarles que vos fueras sólo una ilusión en este trágico laberinto donde me he perdido buscando sin encontrar las razones que pudieran justificar el hecho de quererte como te quiero. Un laberinto de palabras secas de donde sólo se puede salir diciendo adiós. 

RR






viernes, 4 de septiembre de 2015

USTED Y YO (#2)


     Usted y yo tenemos algo más en común que esta tormenta que nos atormenta, que estas banderas que nos unen, que estas heridas que nos mortifican.
      Usted y yo nos proponemos nada menos que el universo y nada más que la vida; cueste lo que cueste, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte caiga muerta.
      Usted y yo sabemos que nos costará la eternidad separarnos y por eso elegimos dibujarnos sonrisas de a ratos y mezclar las lágrimas en una canción para beberlas de un sorbo, para afrontar nuestras cobardías con la valentía de los héroes que tienen más miedos que los cobardes pero que, igual que nosotros, los luchan, los vuelven, los viven y los matan para volver a resucitar de entre los muertos de miedo.
      Usted y yo no le esquivamos al silencio y bailamos bajo su cielo estrellado, bajo su luna nueva llena de noche negra abrazados a una copa y confesándonos todas nuestras mentiras hasta que se mueren de verdades.
      Usted y yo preferimos el beso subversivo que espera al atardecer en la ventana para bajar desde la mejilla y arrimarse hecho un bollito pequeño a la comisura de los labios a desnudar los sabores que brotan cuando la sangre bulle pidiendo a gritos lo que usted y yo sabemos que será inevitable apenas oscurezca.
      Pero es una lástima. Porque usted y yo, si me permite la confesión, no somos más que un invento de mis ganas de escribirle. Unas ganas que la desean por donde usted anda y por donde usted huye. Unas ganas que siguen sin querer enterarse de que yo ya no la persigo.

RR



miércoles, 2 de septiembre de 2015

SEPTIEMBRE (Introducción al olvido)


     No me olvides, me dijo una vez una flor, e inmediatamente después se cerró para siempre.
    Pudo haberse ido, pudo haberse dado vuelta mostrándome esa verdad inconfesable de quienes ya saben que jamás volverán. Pero no, ella eligió cerrar sus pétalos como quien termina un libro y lo guarda en la biblioteca sabiendo que ya no volverá a leerlo. Ella optó por apartarse de las horas y guardarse del viento inevitable y desgraciado del adiós.
     No me olvides, me dijo, y acomodó sus ojos entre los míos para dejarme su visión de aquel mundo compartido.
     Y yo cada tanto me arrimo a aquella mirada de continente lejano que asoma seguro al borde del horizonte para encontrarme con sus selvas y sus estepas, con sus arroyos y sus sauces, con sus calles y sus patios que todavía aceptan visitas inesperadas como las mías; que no se ocultan tras las cortinas de la indiferencia, de los desconocidos de siempre que olvidan pero jamás perdonan y claman venganza con la piedra en la mano.
     Me dijo: "no me olvides cuando te crezcan las ausencias que tapan las esperanzas de sobrevivir a ellas". Sin meditarlo demasiado yo le hice caso. Edifiqué poco a poco con palabras y música una fortaleza para resguardarme del ocaso y los silencios inesperados, de las carencias y las imposibilidades. Decidí festejar de vez en cuando los sabores y los aromas de aquellos que ya se han ido. Y en cada festejo, brindo en las tinieblas por la luz que resiste heroicamente a mis oscuridades. Y aunque a veces es imperceptible y otras veces no me alcanza para no morirme, todavía acepto el milagro de la resurrección cuando me llega.
     No, no la olvidé. No pude hacerlo ni siquiera cuando perdí alguna batalla contra la desesperación de su recuerdo. No pude montarme a los falsos pronósticos de bienestar de los miserables profetas del olvido. No pude ni quise ausentarme del llanto que me ocasionaba el duro empedrado de su ausencia porque, si lo hacía, si aceptaba participar de esa trampa, nunca podría disfrutar de la risa que crece en el verde cesped junto a todas las otras flores.
     No me olvides, me dijo aquella flor. Y no lo hice. Debe ser por eso que vine otra vez hasta acá a arrimar un ladrillo más a mi fortaleza. Porque creo ver algo de luz esta tarde como para salir al jardín a mirar otras flores, a resucitar de su recuerdo y confesarle que, aunque las oscuridades me cubran de a ratos, jamás la olvidaré.

RR


Foto: Pablo Silicz

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...