martes, 22 de septiembre de 2015

USTED Y YO (#3)


       Todo esto es una gran equivocación y usted lo sabe. Porque ni yo he sido en su vida quien hubiese querido, ni usted es en la mía quien quisiera que fuese. Pero por más que usted nunca revele sus verdades ocultas y yo disimule mis ostensibles miserias, no habrá manera, querida, de escaparle a la casualidad irremediable del encuentro. Aunque sea para decirnos adiós.
      Y si por casualidad no nos encontráramos en ninguno de esos oscuros lugares en donde nos ocultamos de nosotros mismos, no tenga dudas de que lo haremos a la vista de todos, al resguardo de nuestras ineficaces intenciones de bajar la mirada o desviarla hacia un futuro más promisorio. No tenga dudas de que usted y yo nos seguiremos buscando en las alegrías que compartiremos con otras gentes, sólo para consolarnos de haber hecho de nuestras equivocaciones nuestro destino; de haber aceptado a la cobardía como una razón suficiente para no tenernos cerca en ese momento.
      Créame que, a pesar de eso, usted y yo nos seguiremos encontrando como tantas otras veces en una hoja como esta. Usted y yo. Yo y usted y el burro por delante para que no se espante. Usted que me busca sin que yo se lo pida y yo que le pido que no me busque, que no juegue a las escondidas con mis sueños de olvidarla un día; que no se interponga insolentemente entre mí y esa angustia que me provocan a veces los intríngulis de la vida y la muerte, que se parecen tanto a esta sensación espantosa de no saber nada de usted.
      Y si me animo a pedirle esto es porque, cuando no sé nada de usted, mis manos se transforman y se arrojan sangrantes sobre su recuerdo a aullar en su nombre, a contarle a las apuradas -como ahora- ciertas infidencias que jamás deberían salir de estas cuatro paredes marginales, pero que siempre logran escaparse arrastrándose entre palabras atormentadas que hablan, sin mi debida autorización, de mis deseos de ir a dejarle mi corazón en los albores de sus intimidades, en la húmeda orilla que corre entre sus piernas y sube por sus pechos hasta su boca.
      No, querida, usted no debería buscarme a esas horas cuando, después de abandonarla en el fragor de la lucha por sobrevivirla, yo decido escribir antes de que nos den las doce una nueva carta de renuncia a seguir buscándola. Y así poder emborracharme solitario por el resto de mi vida justificando mi tristeza con el cuestionable argumento de que, usted y yo, estábamos equivocados.
      Sí, así como me lee. Usted y yo. Los dos que en estos lamentables relatos vestimos y calzamos las ropas y los zapatos de otras personas para no asumir nuestras verdaderas identidades. Para no tener que bajar la guardia y ondear una bandera blanca que nos anime a confesarnos de una vez por todas que estamos perfectamente equivocados al creer que, al besar unos sapos que nunca podrán saltar a este charco que nosotros compartimos, podremos mantenernos a salvo de las lluvias que empapan nuestras soledades cuando el sol intenta calentar los funestos domingos. Porque usted sabe tan bien como yo que esos sapos nunca podrán croar nuestras esperanzas, ni cantarán aquellas viejas canciones que hablan de todo esto que usted y yo nos empeñamos en solicitarnos con silencios; que usted y yo rogamos desde camas separadas a dioses inexistentes; que usted y yo sometemos con orgullo para que no se note que vivimos y viviremos equivocados mientras sigamos persiguiéndonos por los versos de otros poetas, espiándonos temerosos en estas hojas, en esos sueños, en esos secretos que, usted y yo, sabemos que seguirán gozando de buena salud. Por lo menos hasta que la muerte nos separe.

RR


Foto: Pablo Silicz

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