Esto ocurrió hace sólo unos minutos, mientras observaba los vapores
de esos mismos minutos elevarse al espacio inalcanzable del pasado.
Justo antes de comenzar a escribir me dí cuenta de que, en realidad, no
tenía nada que decir, nada que pudiese justificar ni una mísera coma
colocada a la fuerza para dividir una nada de otra nada; un espacio
vacío, del vacío total que tenía enfrente mío. Entonces, para hacer
tiempo, se me ocurrió mirarla a los ojos. Sólo eso, nada más. Nada de
recordar, ni de planificar, ni de analizar aquello que ponía frente a mí
en forma de un objeto inanimado. Ni un gesto, ni una palabra, ni una
mísera expresión facial que comprometiera mi observación. Nada de nada.
Mirarla como a un cuadro colgado distante en la pared al que uno se
detiene a mirar por primera vez después de haberlo visto cientos de
veces.
Mientras la miraba, veía su tez pálida que dejaba sus cejas expuestas y su boca como un aljibe de donde yo, tranquilamente y sin esfuerzo, hubiese podido recoger toda el agua que quisiese y hacerme un festín de malogrados adjetivos. Pero no, no lo hice, me negué y la seguí observando.
Y miré el centro de sus pupilas dilatadas en la oscuridad que la circunda permanentemente. Como en esos días y esas noches cuando, sin que ella se enterase, la vestí de mujer de mi vida nada más que para escribirle. Pero esta vez no. No le escribí ni una sola palabra. Sólo la miré, la busqué en el blanco que me enfrentaba desafiante ante mi negación de mover ni un dedo para apretar una de estas teclas que ahora percuten como un tambor anunciando una nueva batalla contra esa distancia suya que me enamora y que me ha ido transformando en esto que soy.
Así, mientras la observaba, fui desechando las lógicas y necesarias razones que se imponen casi siempre para justificar el querer a alguien y no entregarse al simple hedonismo de querer porque sí, por gusto y piacere. De la misma manera fui renunciando a la supuesta obligación moral de declarar algo a mi favor como si estuviese ante un jurado; a probar que no la quería en vano, que ella realmente necesitaba que yo la quisiera. Y que, al quererla así, yo me convertía para ella en una sombra inmediata y fresca para apaciguar sus soles de veranos citadinos; una sombra sencilla y austera pero una sombra al fin. Una sombra siguiendo sus ardores íntimos y sus deseos de ser tocada en las intimidades. Le acercaba a su historia personal pedazos de tardes que fueron y que ya no son, llenas de leves roces mutuos en las yemas de los dedos buscando la reconciliación de su mirada celeste con la mía siempre oscura y pesimista. Delicados roces de su mano buscando la mía que trata de ocultar la tormenta de nuestros desafortunados desencuentros que insinuaban que esa misma noche sería la última.
Sin embargo, mientras la miraba pensaba en lo lindo (lindo, qué palabra desprestigiada, ¡por favor! Con lo linda que es...) que seguía siendo para mí, a pesar de todo, escribirle.
Volví a ella, me quedé mirándola, buscando dentro de sus orejas los suaves mordiscos de todas aquellas palabras que le había escrito mil veces y que nunca oyó de mi boca, que sólo las ha leído haciéndose la distraída, renunciando piadosamente a exigirme que la deje en paz, que no pierda más tiempo consolando fantasmas, tratando de recuperar del fondo del mar un barco hundido con fotos viejas y buenos deseos en clave de poemas.
Pero, sin embargo, no hallé nada de lo que buscaba -si es que realmente buscaba algo-. No había nada en sus oídos y las marcas de mis dientes ya se habían borrado de sus lóbulos. Tampoco había nada en sus manos delgadas. Ni siquiera me fue posible encontrar aunque sea restos de nuestras pasiones en el sacro imperio de su pubis inundado de pornografía compartida telefónicamente.
Y ahora que lo pienso, si hubiese podido elegir donde encontrar, creo que mis pretensiones hubiesen sido mucho más recatadas. Porque probablemente me hubiese gustado que fuera en el lugar común del más ordinario de los boleros, en su lengua abrazada a algún beso de esos que se vinieron conmigo por no querer afrontar la sequedad de un final sin moraleja. Sí, ese hubiese sido un buen lugar para encontrar algo, aunque sea la punta de su lengua patinando sobre los labios, recogiendo los restos de aquello con gusto a ya ni recuerdo qué, pero que ahora, sin permiso de nadie, decido adjudicarle un poder capaz de hacerme tiritar el alma…
¡Eso es, el alma! Me quedé mirándole el alma. Por más que ahora ya no pueda relatar qué era lo que veía, en qué consistía aquello que brillaba y me hacía abandonar la mirada llana y terrenal de un observador neutral, abduciéndome del mundo y depositándome en un espacio cálido y silencioso. Aquello tenía que ser el alma. La suya o la mía, quién sabe.
Por un momento me sentí contrariado y hasta un tanto desilusionado de mí mismo. Supongo que no soy capaz de reconocer sin ofuscarme que cuando la miro, tarde o temprano, termina siendo de esa manera, con el alma. La miro y recojo de ese espacio indefinible lo que necesito en esos momentos cuando ya no soporto mirarla sin sentir que nos hemos perdido para siempre, y que eso no es un hecho extraordinario, sino todo lo contrario, que es lo más normal del mundo. Tan normal como esas cosas que le suceden a otros que se parapetan a defender miradas que el alma ilumina como un faro en las tempestades del ocaso, en el límite peligroso y fatal que a veces desaparece entre creerse inmortal y serlo. Ese mismo límite que uno debe trazar desorientado y confundido entre el suicidio y la inmortalidad que, a estas horas, con este vino, con esta luna, incita a creer que se puede, impunemente y sin más, despertar el amor, ir en busca del olvido o hacer realidad ciertas fantasías.
Hace sólo unos minutos hice algo fuera de lo normal y por una vez la miré sin que me importase un demonio saber por qué la estaba mirando; sin por una vez preguntarme por qué todavía la dejaba dormir acá, en este lugar adonde en realidad vengo a olvidarla, donde me hago cargo del personaje y hago lo que me plazca: cambiarle el nombre y el color de los ojos; adornarla con pedacitos de mi vida y morderle los lóbulos de las orejas con palabras pasadas de moda; desvestirla y recostarme junto a ella como si fuese una mujer cualquiera que nunca pondría en riesgo ni mi alma ni la suya, que me permitiría continuar con estas pretensiones de escritor coyuntural transitando la senda de un olvido que, hasta ahora, no me ha podido demostrar los indiscutibles beneficios que falazmente le otorgan los cobardes.
Esto sucedió hace apenas unos minutos. Y sólo hace unos segundos pude escapar de aquellos engañosos brillos del alma que aparecieron cuando la miré, para volver a la realidad.
Ahora ya pasó, es tiempo de sentarme una vez más a escribir desde la oscuridad del olvido y hacer lo de siempre: hacer fantasía mis realidades. Veremos qué sale.
Mientras la miraba, veía su tez pálida que dejaba sus cejas expuestas y su boca como un aljibe de donde yo, tranquilamente y sin esfuerzo, hubiese podido recoger toda el agua que quisiese y hacerme un festín de malogrados adjetivos. Pero no, no lo hice, me negué y la seguí observando.
Y miré el centro de sus pupilas dilatadas en la oscuridad que la circunda permanentemente. Como en esos días y esas noches cuando, sin que ella se enterase, la vestí de mujer de mi vida nada más que para escribirle. Pero esta vez no. No le escribí ni una sola palabra. Sólo la miré, la busqué en el blanco que me enfrentaba desafiante ante mi negación de mover ni un dedo para apretar una de estas teclas que ahora percuten como un tambor anunciando una nueva batalla contra esa distancia suya que me enamora y que me ha ido transformando en esto que soy.
Así, mientras la observaba, fui desechando las lógicas y necesarias razones que se imponen casi siempre para justificar el querer a alguien y no entregarse al simple hedonismo de querer porque sí, por gusto y piacere. De la misma manera fui renunciando a la supuesta obligación moral de declarar algo a mi favor como si estuviese ante un jurado; a probar que no la quería en vano, que ella realmente necesitaba que yo la quisiera. Y que, al quererla así, yo me convertía para ella en una sombra inmediata y fresca para apaciguar sus soles de veranos citadinos; una sombra sencilla y austera pero una sombra al fin. Una sombra siguiendo sus ardores íntimos y sus deseos de ser tocada en las intimidades. Le acercaba a su historia personal pedazos de tardes que fueron y que ya no son, llenas de leves roces mutuos en las yemas de los dedos buscando la reconciliación de su mirada celeste con la mía siempre oscura y pesimista. Delicados roces de su mano buscando la mía que trata de ocultar la tormenta de nuestros desafortunados desencuentros que insinuaban que esa misma noche sería la última.
Sin embargo, mientras la miraba pensaba en lo lindo (lindo, qué palabra desprestigiada, ¡por favor! Con lo linda que es...) que seguía siendo para mí, a pesar de todo, escribirle.
Volví a ella, me quedé mirándola, buscando dentro de sus orejas los suaves mordiscos de todas aquellas palabras que le había escrito mil veces y que nunca oyó de mi boca, que sólo las ha leído haciéndose la distraída, renunciando piadosamente a exigirme que la deje en paz, que no pierda más tiempo consolando fantasmas, tratando de recuperar del fondo del mar un barco hundido con fotos viejas y buenos deseos en clave de poemas.
Pero, sin embargo, no hallé nada de lo que buscaba -si es que realmente buscaba algo-. No había nada en sus oídos y las marcas de mis dientes ya se habían borrado de sus lóbulos. Tampoco había nada en sus manos delgadas. Ni siquiera me fue posible encontrar aunque sea restos de nuestras pasiones en el sacro imperio de su pubis inundado de pornografía compartida telefónicamente.
Y ahora que lo pienso, si hubiese podido elegir donde encontrar, creo que mis pretensiones hubiesen sido mucho más recatadas. Porque probablemente me hubiese gustado que fuera en el lugar común del más ordinario de los boleros, en su lengua abrazada a algún beso de esos que se vinieron conmigo por no querer afrontar la sequedad de un final sin moraleja. Sí, ese hubiese sido un buen lugar para encontrar algo, aunque sea la punta de su lengua patinando sobre los labios, recogiendo los restos de aquello con gusto a ya ni recuerdo qué, pero que ahora, sin permiso de nadie, decido adjudicarle un poder capaz de hacerme tiritar el alma…
¡Eso es, el alma! Me quedé mirándole el alma. Por más que ahora ya no pueda relatar qué era lo que veía, en qué consistía aquello que brillaba y me hacía abandonar la mirada llana y terrenal de un observador neutral, abduciéndome del mundo y depositándome en un espacio cálido y silencioso. Aquello tenía que ser el alma. La suya o la mía, quién sabe.
Por un momento me sentí contrariado y hasta un tanto desilusionado de mí mismo. Supongo que no soy capaz de reconocer sin ofuscarme que cuando la miro, tarde o temprano, termina siendo de esa manera, con el alma. La miro y recojo de ese espacio indefinible lo que necesito en esos momentos cuando ya no soporto mirarla sin sentir que nos hemos perdido para siempre, y que eso no es un hecho extraordinario, sino todo lo contrario, que es lo más normal del mundo. Tan normal como esas cosas que le suceden a otros que se parapetan a defender miradas que el alma ilumina como un faro en las tempestades del ocaso, en el límite peligroso y fatal que a veces desaparece entre creerse inmortal y serlo. Ese mismo límite que uno debe trazar desorientado y confundido entre el suicidio y la inmortalidad que, a estas horas, con este vino, con esta luna, incita a creer que se puede, impunemente y sin más, despertar el amor, ir en busca del olvido o hacer realidad ciertas fantasías.
Hace sólo unos minutos hice algo fuera de lo normal y por una vez la miré sin que me importase un demonio saber por qué la estaba mirando; sin por una vez preguntarme por qué todavía la dejaba dormir acá, en este lugar adonde en realidad vengo a olvidarla, donde me hago cargo del personaje y hago lo que me plazca: cambiarle el nombre y el color de los ojos; adornarla con pedacitos de mi vida y morderle los lóbulos de las orejas con palabras pasadas de moda; desvestirla y recostarme junto a ella como si fuese una mujer cualquiera que nunca pondría en riesgo ni mi alma ni la suya, que me permitiría continuar con estas pretensiones de escritor coyuntural transitando la senda de un olvido que, hasta ahora, no me ha podido demostrar los indiscutibles beneficios que falazmente le otorgan los cobardes.
Esto sucedió hace apenas unos minutos. Y sólo hace unos segundos pude escapar de aquellos engañosos brillos del alma que aparecieron cuando la miré, para volver a la realidad.
Ahora ya pasó, es tiempo de sentarme una vez más a escribir desde la oscuridad del olvido y hacer lo de siempre: hacer fantasía mis realidades. Veremos qué sale.
RR
Foto: Florencia Merlo
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