sábado, 30 de enero de 2016

PECES


     Hasta ese momento el tiempo era nada más que tiempo, segundos, minutos y horas de días con nombres pero sin apellido. Pero cuando nos despedimos aquella tarde de primavera, rompí el protocolo y la besé. La besé intencionalmente y con alevosía y con eso le confesé que la quería, que ya no podría dejarla ir como lo hacía antes. Y le escribí en las fronteras doloridas de sus labios que a partir de ese momento, apenas ella cruzara la puerta de mis fantasías, yo tendría que apelar a las más desleales artimañas para aplacar mi ansiedad de correr detrás de ella con la vehemencia de los imbéciles, disculpándome con los amores pasados por no tener más que un beso para declarar a su favor. 
      Cuando la besé, después de haberme alimentado de su cuerpo durante toda la noche, comprendí que ya no podría escaparme de ella: que de su boca haría brotar como peces palabras impunes para intentar nadar de vuelta hasta su orilla; que su vida sería mi vida y que ya no saldría con vida de la suya; que por más que lo intentara, ya no habría lugar en mi pluma para medias tintas, ni números ganadores para llenar otros cartones; que preferiría renunciar ciegamente a las dudas de los timoratos y a las seguridades de los apocalípticos con tal de abrazarme a su presente desconocido.
      Eso fue todo lo que hizo falta, besarla. Porque cuando la besé y la vi alejarse, sólo pude quedarme detenido en su tiempo viendo mi alma yéndose con ella. Para siempre.

RR


miércoles, 20 de enero de 2016

DESENLACE OMITIDO DE LA EPOPEYA DE UN HIDALGO CABALLERO


     Extrañamente, el relato de la epopeya finaliza inesperadamente. Sin embargo, algo más sucedió aquel día, algo que fue omitido deliberadamente por alguna razón desconocida o, quizás, peligrosa. El hombre se levantó sonriente de su silla frente al auditorio y dijo:

     -Buenas tardes. Me habían pedido que escribiera un pequeño texto de cierre para este seminario que está tocando su fin en el día de hoy. Cuando fui convocado por algunos de los más ilustres miembros de esta clase, por un lado me sentí inmensamente honrado y halagado, y por otro, sufrí una especie de pánico escénico pues no tenía la más mínima idea de lo que podría aportar a quienes asistieran a él. ¿Qué podría saber yo tan certeramente como para proponerlo como axioma, como lema, como guía a seguir? Pues bien: nada.
      No se sabe nada nunca, amigos míos, ni siquiera cuando se está completamente seguro de que no se sabe nada. Menos aun, cuando se cree que sí se sabe, cuando de un clavo en la pared cuelga un diploma escrito con una letra muy bonita que acredita que uno ha adquirido algunos conocimientos específicos sobre alguna materia particular, que ha cursado ciertos estudios que lo autorizan a llevar adelante ciertas prácticas válidas para un conjunto de personas que, por esos tácitos acuerdos sociales, han decidido creer en uno.
      Pues bien, ni yo, ni ellos, ni ustedes, sabemos nada. Y la prueba contundente de esta afirmación (que también debería ser puesta en duda) es que estemos perdiendo nuestro tiempo aquí, sentados en este salón, ustedes silenciosos y expectantes, y yo, impaciente por largarme de aquí.
      Porque yo no debería estar aquí y ustedes tampoco. Yo no debería estar hablando de estrategias amorosas, de estilos literarios, de consuelos inútiles. Yo no debería detenerlos frente a mí contándoles que la búsqueda de conclusiones o enseñanzas en algunas experiencias es una pérdida de tiempo, de un tiempo valioso que jamás volverá. Si ustedes tuvieran las agallas que yo no he tenido se levantarían inmediatamente de sus asientos y huirían despavoridos de este lugar, tomarían ese camino difícil y complicado que es el del único saber posible, aquel que nos permite admitir que lo único que de veras sirve es saber quién es ella, quién es él.
      Entonces, amigos, váyanse ahora, no pierdan un minuto más de sus vidas en este juego de cartas escondidas. Váyanse, salgan a la calle, recojan una flor de un jardín vecino y liberen todas sus angustias, exorcicen todas sus tristezas, tráguense todas esas lágrimas de pobres de ustedes y conviértanlas en una canción cantada a viva voz, en un poema nuevo que despierte a Becquer o a Byron. No se detengan en estilos o en normas. No hagan caso de esos charlatanes de academias que carecen del valor necesario para asumir su total ignorancia acerca del dolor verdadero, el de las almas vacías, el de los corazones rotos, el de las mentes desarmadas de tanto pensar en quien ya no espera, en quien ya ha esperado suficiente o en quien nunca esperará más nada.
      Vamos, esa es la batalla que estamos peleando en esta vida, esa es la medalla invisible que ganaremos, los honores que mereceremos, el epitafio que escribiremos. No hace falta pensar y analizar causas y consecuencias. La única causa es ella, es él. La única consecuencia es la muerte. Entre esa causa y esa consecuencia estamos todos, ustedes y yo y todas las infinitas posibilidades. Alguna vez deberemos aceptar aquello de que nadie sale vivo de la vida. Como tampoco nadie sale vivo del amor. Y jamás el amor será vencido por el olvido.
      Entonces, amigos y amigas, demos por finalizado este encuentro de ignorantes ahora mismo. Terminemos de una vez por todas con esta farsa discursiva, con esta charlatanería filosófica que se nos lleva de a uno los suspiros que nacen de la fantasía. Dejemos de buscar los hilos y aceptemos nuestro destino de marionetas del amor. Evitemos la tentación de revisar el fondo de la galera, el tabique que divide la magia del truco. Aceptemos que de nada sirve perseguir la inmortalidad, que lo que debemos es perseguir la muerte, que los molinos de viento son la vida, que la vida sólo dura un instante y que en este instante hay alguien que está perdiendo la vida desgraciadamente sin haber sentido nunca unas aspas a punto de cortarle el cuello, sin llegar a comprobar que, al fin y al cabo, si así sucediera, habría valido la pena. Aunque más no sea por terminar sus días habiendo dejado algo más que una bolsa de huesos que ya nadie recordará al día siguiente. Entonces, ¡váyanse! Mañana no existe. Pero aun existe la flor en ese jardín, aun existe un alma vacía, un corazón roto y los molinos de viento.
      Me pidieron que escribiera algo para ustedes sobre el amor y el olvido. No lo voy a hacer. Háganlo ustedes mismos. Si no son capaces de hacerlo, es porque no se han acercado lo suficiente a esas aspas.

     Pero la verdad es que este hombre sencillo y casi desconocido, sin ninguna seña particular que pudiera hacer sospechar en él un carácter extraordinario o un destino heroico, volvió a su casa y tomó una decisión postergada por años. Decidió partir así como estaba, ignorante e ignorado.  Todavía con el pulso acelerado, ensilló su viejo auto, acomodó su peto y su espaldar y se fue tras las huellas de los pasos de una mujer. Una mujer de esas que perturban la mente, que riegan los jardines del alma, que alimentan los deseos del sexo y del espíritu. Se fue siguiendo el sendero perfumado con el olor de aquel cuerpo tibio que había aromado alguna vez sus noches. Se fue solo, sin Sancho y sin lanza. Solo, con las horas vencidas hechas de vigilas y sueños en su nombre, junto a las restantes que aun permanecían cargadas de acertijos y dudas y que, de tanto analizar posibilidades y contingencias, lo habían arrastrado hasta la tierra fantasmal de los recuerdos de quien ya no era ni sería nunca.
      Así, este hidalgo caballero con todo por ganar y nada que perder, llegó finalmente hasta la colina oculta del olvido, adonde ella había edificado el molino que trituraba sus horas y sus esperanzas de olvidar aquello que nunca se olvida. Y una vez ahí, con el coraje y la falta de cordura necesaria para estos casos, se guardó por un momento de las dudas y se aprestó a la más desafiante de las batallas: a conquistar nuevamente su corazón o, al menos, dejar la vida entre el filo de sus aspas.

     Al parecer, y aunque jamás fue publicado, este habría sido el desenlace escrito originalmente. Vaya uno a saber por qué fue omitido -aunque tengo algunas sospechas sobre este punto que dejaré para otra ocasión-. Nadie supo qué sucedió finalmente con él, si es que logró su cometido amoroso o sucumbió en el intento. Supongo que no es eso lo que nos debería preocupar luego de conocer este final silenciado. En mi caso, me queda la sensación de que es posible que, en definitiva, y sea lo que sea que haya sucedido, el hidalgo caballero cumplió su misión. Pues nunca más volvió.

RR


miércoles, 13 de enero de 2016

HUMILDE ALEGATO PERSONAL EN FAVOR DE LAS POLILLAS


     Entre las fábulas menos conocidas está aquella que cuenta sobre la existencia de dos grupos supuestamente antagónicos pero que, al indagar un poco en la historia, es posible corroborar que en realidad no son para nada antagónicos, sino complementarios.
     Se trata de las mariposas y las polillas. A las primeras se les ha adjudicado la presuntuosa virtud de alborotar vientres y por ende, corazones y almas -es sabido que estos dos órganos amorosos residen físicamente en el estómago-. En cambio, a las segundas, les ha sido otorgado el penoso papel del olvido, de la ropa raída que ya no logra abrigar a los desvalidos amantes, de los cielos grises que se ciernen penosos y desconsiderados sobre ellos que han pasado a ocupar el fúnebre panteón de los abandonados.
     Pues bien, hoy, y ante la nula insistencia de esas personas que prefieren ampararse en el desconocimiento para ocultar cualquier pesadumbre o para emprender vueltas inútiles sobre pasados pisados, he decidido desmentir los falaces argumentos de esta siniestra fábula, buscando bajar el copete de esas aladas y coloridas criaturas que se arrogan dones indispensables para el amor y, a la vez, proponer el merecido desagravio para sus descoloridas contrapartes a quienes inmerecidamente se las condena a un papel denigrante que ya verán, es absolutamente infundado e injusto.
     Todos hemos escuchado alguna vez a alguien que cree estar enamorado declarar "siento mariposas en el estomago". ¿Por qué mariposas? ¿Por qué no pajaritos o abejas o moscas o... polillas? ¿Qué propiedad exclusiva acarrean sobre sus cuerpecillos las mariposas que las hace tan distinguibles a la hora de sentir eso que se siente -sobre este punto no hay posibilidad de desmentida- en la zona de abdominal? Y lo más importante: ¿por qué ese pulular de aleteos que parecieran querer despertar las fibras internas de nuestro desconcierto tiene tanto valor a la hora de evaluar el comienzo de una relación amorosa? Todas estas preguntas (sobre todo la última) me llevan a realizar quizás la definitiva y fundamental, el quid de toda esta cuestión: ¿cuál de los dos extremos de la relación amorosa termina siendo el preponderante, el que al fin y al cabo salva al amante: el batir de las alas de las mariposas que anuncian el comienzo de un nuevo mundo, de una nueva historia llena de incertidumbres e intrigas, plagada de posibilidades de inmensas alegrías y crueles dolores; o acaso la llegada de un olvido sanador de los peores males que se abaten sobre el amante desterrado de su objeto de amor que cree que finalmente va a fenecer en la tierra infernal del desconsuelo y la pena, en ese hueco imposible de llenar que se abre ante su mirada perdida en la estela de quien se ha ido y ya no volverá nunca? Analicemos pues estas circunstancias.
     En algún momento de nuestras vidas, tarde o temprano, de día o de noche, el amor aparece personificado ante nuestros impávidos ojos. Hombres y mujeres de todas las edades, de todas las condiciones, están expuestos y expuestas a un azar mágico al que sólo es posible otorgarle una pretendida lógica una vez que todo ha terminado. 
     Cabellos agitados por el viento polinizando sueños; rayos coloreados por ojos de todos los tintes del arco iris; sonidos sincopados de palabras que brotan como un manantial poético de bocas que jamás supieron tan dulces; aromas de celos ocultos danzando alocadamente bajo las ropas interiores, que exigen descubrir los atributos de quienes ya no logran controlar la sangre y el sudor y el calor agobiante que anuncia un verano inolvidable.
     Así aparece el amor y con él entran en los cuerpos desprevenidos las mariposas. Vuelan por los interiores de los cuerpos vociferando promesas irrealizables, proponiendo hazañas y actos heroicos innecesarios. Van y vienen llenando todos los espacios sin dejar ni un mínimo resquicio por donde pueda colarse el sentido común o la prudencia. Ellas exigen la obediencia incondicional de los amantes invadidos. Así, estos personajes indefensos arremeten contra cualquier precaución desembarazándose de previos temores y afrentosas cobardías que pudieran haberse manifestado alguna vez ante hechos mucho menos desafiantes. Sí, las mariposas los gobiernan totalitariamente, sin chance para que pueda ser emitido un sólo sonido discordante en una suerte de rapsodia que ellas mismas dirigen. 
     Y ahí andan, ensartados por una flecha, el pretendiente y el pretendido: loca ella, loco él, locos los dos. Tomados de las manos, abrazados de la cintura, alumbrando oscuros pasajes, escribiendo rimas y versos, indignando soledades, escandalizando viejas. Nada es imposible para estos pasajeros estelares subidos a una bandada de mariposas multicolores que maravillan a algunos y envenenan de envidia a otros.
     Sin embargo un día, los amantes se encuentran caminando por alguna calle cualquiera, que tiene un nombre que es el mismo para todos, que ya no es un pasaje secreto únicamente trazado para sus pies que parecían seguir un destino exclusivo e inequívoco. Repentinamente, ese día figura en un calendario que los ubica temporalmente junto a otras personas que caminan la misma calle, que sueñan y viven y aman y esperan y mueren al igual que ellos. Al igual que todos. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué cambio tan drástico pero a la vez tan sutil se ha producido en sus vidas? Pues bien, he aquí lo que ha sucedido: las mariposas han volado con otros rumbos. 
     Entonces, ya no existe a sus alrededores aquel círculo impenetrable que los mantenía indemnes a los sufrimientos y a las desgracias y que los juntaba en un traje espacial único e indestructible. Ya no están guiados por unos impulsos irrefrenables, por razones irreprochables. Ahora les corresponde a ellos llevar adelante el desafío del amor. Ahora son ellos los pilotos responsables de aquella nave espacial que ya no es tal, que es ahora una bicicleta a la que es necesario impulsar con fuerza y habilidad para mantenerla en el camino, evitando tropezar con los obstáculos que aparecen por doquier, con la frustración y los contratiempos, con la rutina y las imposibilidades, con los temores y las cobardías omitidas.
     Y si bien la ausencia de las mariposas no necesariamente debe conducir a los amantes al fracaso de su relación, queda pronto en evidencia que la magia vencida debe ser suplida por un gran despliegue de inteligencia, paciencia e indulgencia. Así es, sólo con esta conjunción -cacofónicamente agobiante y ridícula- podrán nuestros protagonistas sobrevivir al final del acto divino del enamoramiento para darle paso a lo que algunos llaman relación amorosa, otros noviazgo y algunos más desafortunados, matrimonio.
     De esta manera, queda claro que las mariposas ocupan un tiempo y un espacio muy breve en el desarrollo amoroso, que su influencia, si bien enorme e irrefutable, sólo se mantiene durante los albores de la pasión. Más tarde o más temprano, ellas vuelan sin siquiera despedirse, sin dar una advertencia y sin dejar nada ni nadie en su reemplazo. 
     En cambio con las polillas la historia es completamente diferente. Cuando ellas aparecen, lo hacen a pedido de un interesado, de alguien que ruega al cielo misericordia, que es capaz de entregar su alma al diablo para que ellas borren de sus noches el espantoso espectro del amor perdido, de las pasiones agotadas, de los besos ausentes. Cuando las polillas son requeridas en la vida (casi muerte, se podría afirmar) del amante desahuciado no es para sumarse a ninguna fiesta, por el contrario, es para abrir placares y cajones de ropas en desuso, de cartas de amor huérfanas de significado, de perfumes agrios que duelen en las fosas nasales y de ahí viajan al estómago a ocupar un vacío imposible de ser llenado. 
     Estas opacas criaturas son quienes deberán llevar adelante la más penosa de todas las tareas, pero que es, sin embargo, la más imprescindible. Deberán ser ellas quienes remuevan con su apetito samaritano las manchas que deja el amor cuando se acaba, la sangre que urge sobre el papel para escribir los versos más tristes cada noche, los vapores del alcohol saliendo de la boca de quien ha desfallecido en un sillón pensando en lo que no se debería pensar nunca más, haciendo unas cuentas sin resultado, analizando hechos, razones y circunstancias fortuitas fuera del alcance de todos, hasta de Dios.
     Cuando el amor se acaba son las polillas quienes recuperarán la tierra, quienes pacientemente se irán deshaciendo de los incómodos obstáculos para el olvido, esos recuerdos perversos, crueles, mortales. Y todo este trabajo no requiere de un día ni de dos; no es posible llevarlo a cabo en dos meses o en tres; puede que incluso no se logre el éxito ni en tres años ni en cuatro. Se comenta que existen casos en que esta triste situación no ha sido resuelta nunca.
     Por lo tanto, ¿a quienes debemos adjudicarle el don del milagro? ¿A quienes deberíamos confiar nuestro corazón y nuestra alma (nuestro estómago)? ¿Con quienes deberíamos sentirnos agradecidos al final de nuestros días cuando nos toque estar frente a frente en la entrada de un túnel de luz ante los ojos de un amor que ya no será posible? ¿Serán acaso las mariposas y sus breves aleteos de ansiedades, o las polillas y su heroica inclinación por la vida después del amor? 
     He aquí el dilema, queridos amigos y amigas. He aquí algo para pensar esta tarde o esta noche cuando a algunos de ustedes les toque quizás abrazarse al frenesí irrefrenable de los latidos acelerados en pos de un enigma llamado amor. O, llegado el caso, cuando otros se ciñan con todas sus fuerzas a la nostalgia, soñando con recuperar lo irrecuperable, con acertar en el blanco inexistente de un corazón que ya no los contiene, bebiéndose las horas con la angustia propia de los ocasos solitarios, de la tinta urgente del amor perdido.
     Y hasta aquí llega mi deber de rescatar del oprobio a las polillas para tratar de ubicarlas justicieramente en el mismo peldaño que las mariposas. Pero antes de finalizar, me gustaría aclarar que no ha sido mi intención alzar las banderas de unas en contra de las otras. No he buscado denostar el noble cometido de las mariposas, su función indispensable en esa especie de ecosistema amoroso en donde cada quien es cada cual, en donde es necesaria la alegre esperanza inicial, aunque no sea del todo real, aunque sus argumentos carezcan de pruebas firmes que la sostenga. Como así tampoco es posible sembrar nuevos amores sobre una tierra arrasada por la sequedad y la amargura que deja la ausencia de quien se ha ido a abonar otros terrenos. Hace falta que alguien se encargue junto con el tiempo de poner cada cosa en su lugar, de llevar adelante la feroz labor de selección de lo necesario separándolo de lo prescindible para renacer finalmente de las cenizas cual Ave Fénix.
     Así las cosas, festejemos entonces la existencia de las mariposas sin olvidarnos que, en la mayoría de los casos, ha sido gracias a la larga y penosa lucha de las polillas que somos capaces de disfrutar de los colores de aquellas, de la locura de entregar nuestro corazón y nuestra alma con el estómago limpio de viejas penas, de dolorosas angustias que habrán sido devoradas por estas criaturas que nunca han exigido nada y que nos han acompañado misericordiosas al borde de la muerte para brindar por ese adiós definitivo que parecía que nunca llegaría. Pero que llegó.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 7 de enero de 2016

USTED Y YO (#4)


     Usted bien sabe que cuando escribo, lo hago para usted. Y eso tal vez pueda no significar demasiado para nadie. Sin embargo, permítame que intente describirle lo que significa para mí.
      Significa que si usted me deja, yo la busco. Que si decide llorar en mi hombro yo maldeciré al mundo a escondidas por no encontrarle un consuelo.
      Significa que si nuestra mutua compañía nos sirve de consuelo, nos sirve para todo, porque al fin y al cabo no se necesita nada más que eso para vivir lo que dejan a veces las desgracias de la vida misma.
      Significa que entre usted y yo habrán a menudo manantiales y charcos, oasis y sequedades, altas y bajas con sus respectivas lunas y sus obedientes mareas que suben y bajan en un columpio infernal al que sólo los valientes se le animan. En ese caso, agárrese fuerte de mí, querida, y mire sonriendo al cielo.
      Significa que aunque puede que no nos separemos de ahora en adelante, un día nos separará la muerte y habrá que lidiar con eso. Y quien se quede deberá aprender a vivir la ausencia definitiva del otro con esa fingida alegría petrificada de recuerdos y ese falso alivio de creer en eso en lo que uno sólo cree hasta ese momento en que la muerte se abraza a nuestro último suspiro.
      Y tal vez por eso, significa que habrá siempre entre usted y yo un antes y un después, un por siempre y un nunca jamás. Y que habitarán permanentemente en nosotros un hola y un adiós atados a unos puntos suspensivos que, llegado el caso, retrasarán penosamente el milagro de la aceptación y el olvido.
      Significa que, sin importar cómo ni cuánto, la quiero. Y así, en los espacios que separan cada una de mis palabras, guardo secretamente sus humedales y uno con ellos los significados ocultos, esos que sólo crecen entre ellas y sus ojos, entre sus razones y mis motivos, entre nuestras vencidas soledades y aquellos temblores que supimos compartir bajo unas sábanas.
      Significa que, a pesar de todo, sigo teniendo más preguntas que respuestas, y que de todas estas últimas, ninguna me sirve para las primeras. Pero a pesar de eso, si usted me lo permite, seguiré con esta sana costumbre de componer para usted justificaciones fraudulentas para hechos que no han sucedido ni sucederán nunca pero que, al menos, amenizarán nuestras intrigas.
      Significa que cuando de a ratos nos quedemos solos, el día se irá apagando con la noche y la noche se extinguirá por la mañana sin que nada haya sucedido realmente. Habiéndonos quedado con nuestras cartas sin jugar y nuestra suerte sin echar y un calendario de días postreros para hacer lo que nos venga la gana apenas arrojemos a los tiburones nuestros estúpidos orgullos.
      Y por si usted no se ha dado cuenta aun, todo esto significa también que si quizás usted decide irse un día y no regresar nunca, eso me pondrá en la incómoda situación de tener que arrojarme al pozo más profundo de mi alma inundada de su ausencia a convivir en un otoño perpetuo con las hojas caídas de sus más ansiados anhelos, hasta que llegue el temporal que las sople y las amontone entre mis más rotundos fracasos, hasta encontrar ese lugar fantasmal donde estaba yo antes de que usted llegara. Y cuando esto suceda, es probable que me pierda en la niebla y que jamás regrese.
      Entonces, ya no hará falta escribirle. Pues sin usted, querida mía, nada de lo que escriba tendrá para mí significado.

RR


 Foto: Pablo Silicz

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...