Si querés hablar de mí, será mejor que
hables ahora. Ahora que todavía compartimos a la distancia el sol y el
aire y la tierra. Hablá de mí ahora que todavía puedo perseguirte con el
pensamiento y acosarte con las manos que corren enloquecidas detrás de
estas palabras que no alcanzan. Que nunca te alcanzan.
Hablá de
mí, vamos, decí algo, algo que quieras sacarte de encima antes de que
sea demasiado tarde. Hablá de mí ahora, no esperes a que ya no esté.
Porque, aunque no lo creas, no falta tanto para ese inevitable y aciago
momento. No, falta mucho menos de lo que parece, mucho menos. Y cuando
quieras acordarte ya no te acordarás y yo ya no seré ni siquiera un
último suspiro, ni siquiera esta bestia encarcelada en su propio
infierno construido de pequeños fueguitos quemando de a uno esos breves y
efímeros minutos que te pertenecen únicamente a vos y que, debo
confesarlo, ya casi se han extinguido. Es que, sin proponermeló, se han
ido apagando con el tiempo, ¿entendés? El tiempo...
Entonces, si
vas a hablar, hablá, decí lo que quieras, lo que debas, todo eso que
necesitás desagotar de tu estómago y que como una poción tóxica te quema
el esófago y te envenena la lengua y te enceguece la mirada. Mentí si
querés hacerlo, al fin y al cabo, no serás la única. Porque de todos
aquellos que tal vez se atrevan a hablar ese fatídico día, no habrá ni
uno solo que no mienta, que no finja haberme conocido y declare
indignamente que, en realidad, me morí de amor por vos. Y eso, querida,
será la más miserable de las mentiras construída sobre la más
fraudulenta de las verdades. Porque yo finalmente habré muerto por
causas mucho menos nobles. Habré muerto seguramente por falta de aire o
por la escasez de glóbulos blancos. Hasta es posible que vaya a morir de
aburrimiento o de un exceso de confianza en ciertas hipótesis
esotéricas de encuentros estelares y bla, bla, bla... Pero no moriré de
amor por vos.
Porque para cuando finalmente haya muerto, ya
habré muerto de amor cien veces y me habré quedado con ganas de volver a
hacerlo. No te olvides que cuando me morí de amor por vos, lo hice y
punto. No como ahora que tendré que ir a parar a un supuesto infierno o a
un presunto paraíso; y que no podré acecharte sino como una aparición a
cada hora del día, detrás de cada sombra de la noche, en cada uno de
los rincones que habrás llenado de cosas inútiles para ocultar
eventuales vacíos existenciales.
Y en cada una de esas veces que
morí por vos, resucité penosamente de la única forma que supe hacerlo:
avergonzado en alguna hoja disparando adjetivos sobre tu recuerdo,
abrazado a tu cintura bajo la forma de un amante heroico, tomando tu
mano desesperado por convertirme en una lágrima corriendo por tu
mejilla. Cada una de esas veces hice lo que ya no podré hacer:
imaginarte como una playa virgen donde arrastrarme como un pobre
náufrago en medio de la noche para deslizarme por debajo de tus sábanas,
para colarme entre los bordes de tu ropa interior e introducirme como
un polizón en tu cuerpo llevando adelante orgulloso ese viejo e
insustituible ritual del amor, esa declaración pomposa, presumida y
pedante que todos llevan a cabo alguna vez y que es, en realidad, la más
profana de las promesas: morir de amor.
Entonces, hablá ahora si
querés. Acusame orgullosa de que, al final y después de todo, voy a
morir de amor por vos como tantas veces negué que haría. Hacelo. Pero
cuidado, porque tarde o temprano, en alguno de esos momentos a solas con
la conciencia, deberás aceptar que eso no es verdad. Porque para ese
momento, ya no podré morir de amor, ni por vos ni por nadie. Porque
llegado ese instante preciso que divide el sueño de la eternidad me
habré muerto porque sí, porque me vine viejo, porque, sin importar lo
que uno haga o deje de hacer, los días pasan a pesar del amor. Y porque todas
las horas le pertenecen a la muerte. Las mías, las tuyas, las nuestras.
Por eso, aprovechá ahora, antes de que las tuyas también se escurran
por la rejilla universal e infinita del olvido, aprovechá esta
oportunidad (acaso la última) para decir lo que tengas que decir. ¿O es
que tal vez a esta altura sólo te queda ese último resto de silencio
escondido detrás de unos ojos llorosos y una tez arrugada; un nudo en la
garganta que no te permite nombrarme o, al menos, lamentar cómo pasa el
tiempo? Sería una pena que así fuera.
Sin embargo, tal
vez en un rato nomás, cuando haya muerto como muere todo el mundo, es
posible que, sin saber bien cómo, vayan a parar a tus manos unos
garabatos presuntamente perdidos en pedazos de hojas arrugadas y
amarillentas. Esas y nada más que esas son las hojas de mi tiempo, ellas
son quienes pueden testificar a tu favor sobre todas las veces que
resucité en la madrugada, con la luz del sol y un estúpido olor a
esperanza invencible, después de relatar con cierta pedantería egoísta
mi propia muerte. Aunque también es posible que sople un viento sabio y
anónimo que las lleve por el cielo a otras gentes para salvarte de la
calamidad de tener que leer otra vez sobre aquellas noches en que, sin
peros y sin excusas, me moría por vos.
RR