miércoles, 31 de agosto de 2016

MENOS LA LUZ DEL SOL


     Si querés hablar de mí, será mejor que hables ahora. Ahora que todavía compartimos a la distancia el sol y el aire y la tierra. Hablá de mí ahora que todavía puedo perseguirte con el pensamiento y acosarte con las manos que corren enloquecidas detrás de estas palabras que no alcanzan. Que nunca te alcanzan.
      Hablá de mí, vamos, decí algo, algo que quieras sacarte de encima antes de que sea demasiado tarde. Hablá de mí ahora, no esperes a que ya no esté. Porque, aunque no lo creas, no falta tanto para ese inevitable y aciago momento. No, falta mucho menos de lo que parece, mucho menos. Y cuando quieras acordarte ya no te acordarás y yo ya no seré ni siquiera un último suspiro, ni siquiera esta bestia encarcelada en su propio infierno construido de pequeños fueguitos quemando de a uno esos breves y efímeros minutos que te pertenecen únicamente a vos y que, debo confesarlo, ya casi se han extinguido. Es que, sin proponermeló, se han ido apagando con el tiempo, ¿entendés? El tiempo...
      Entonces, si vas a hablar, hablá, decí lo que quieras, lo que debas, todo eso que necesitás desagotar de tu estómago y que como una poción tóxica te quema el esófago y te envenena la lengua y te enceguece la mirada. Mentí si querés hacerlo, al fin y al cabo, no serás la única. Porque de todos aquellos que tal vez se atrevan a hablar ese fatídico día, no habrá ni uno solo que no mienta, que no finja haberme conocido y declare indignamente que, en realidad, me morí de amor por vos. Y eso, querida, será la más miserable de las mentiras construída sobre la más fraudulenta de las verdades. Porque yo finalmente habré muerto por causas mucho menos nobles. Habré muerto seguramente por falta de aire o por la escasez de glóbulos blancos. Hasta es posible que vaya a morir de aburrimiento o de un exceso de confianza en ciertas hipótesis esotéricas de encuentros estelares y bla, bla, bla... Pero no moriré de amor por vos.
      Porque para cuando finalmente haya muerto, ya habré muerto de amor cien veces y me habré quedado con ganas de volver a hacerlo. No te olvides que cuando me morí de amor por vos, lo hice y punto. No como ahora que tendré que ir a parar a un supuesto infierno o a un presunto paraíso; y que no podré acecharte sino como una aparición a cada hora del día, detrás de cada sombra de la noche, en cada uno de los rincones que habrás llenado de cosas inútiles para ocultar eventuales vacíos existenciales.
     Y en cada una de esas veces que morí por vos, resucité penosamente de la única forma que supe hacerlo: avergonzado en alguna hoja disparando adjetivos sobre tu recuerdo, abrazado a tu cintura bajo la forma de un amante heroico, tomando tu mano desesperado por convertirme en una lágrima corriendo por tu mejilla. Cada una de esas veces hice lo que ya no podré hacer: imaginarte como una playa virgen donde arrastrarme como un pobre náufrago en medio de la noche para deslizarme por debajo de tus sábanas, para colarme entre los bordes de tu ropa interior e introducirme como un polizón en tu cuerpo llevando adelante orgulloso ese viejo e insustituible ritual del amor, esa declaración pomposa, presumida y pedante que todos llevan a cabo alguna vez y que es, en realidad, la más profana de las promesas: morir de amor.
      Entonces, hablá ahora si querés. Acusame orgullosa de que, al final y después de todo, voy a morir de amor por vos como tantas veces negué que haría. Hacelo. Pero cuidado, porque tarde o temprano, en alguno de esos momentos a solas con la conciencia, deberás aceptar que eso no es verdad. Porque para ese momento, ya no podré morir de amor, ni por vos ni por nadie. Porque llegado ese instante preciso que divide el sueño de la eternidad me habré muerto porque sí, porque me vine viejo, porque, sin importar lo que uno haga o deje de hacer, los días pasan a pesar del amor. Y porque todas las horas le pertenecen a la muerte. Las mías, las tuyas, las nuestras.
      Por eso, aprovechá ahora, antes de que las tuyas también se escurran por la rejilla universal e infinita del olvido, aprovechá esta oportunidad (acaso la última) para decir lo que tengas que decir. ¿O es que tal vez a esta altura sólo te queda ese último resto de silencio escondido detrás de unos ojos llorosos y una tez arrugada; un nudo en la garganta que no te permite nombrarme o, al menos, lamentar cómo pasa el tiempo? Sería una pena que así fuera.
      Sin embargo, tal vez en un rato nomás, cuando haya muerto como muere todo el mundo, es posible que, sin saber bien cómo, vayan a parar a tus manos unos garabatos presuntamente perdidos en pedazos de hojas arrugadas y amarillentas. Esas y nada más que esas son las hojas de mi tiempo, ellas son quienes pueden testificar a tu favor sobre todas las veces que resucité en la madrugada, con la luz del sol y un estúpido olor a esperanza invencible, después de relatar con cierta pedantería egoísta mi propia muerte. Aunque también es posible que sople un viento sabio y anónimo que las lleve por el cielo a otras gentes para salvarte de la calamidad de tener que leer otra vez sobre aquellas noches en que, sin peros y sin excusas, me moría por vos.

RR


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