jueves, 11 de agosto de 2016

MISERIAS Y MISERABLES


     Existen las miserias y existen los miserables. Pero sólo los miserables ejercitan sus miserias, las adornan miserablemente y las sociabilizan.
      Vamos, miserias tenemos todos. Las mías, sin ir más lejos, son de las peores. No obstante, las combato, trato de exorcisarlas, las peleo incansablemente. Y como cada tanto pierdo, apelo finalmente al silencio para que no se me noten tanto. Nunca sería capaz de proclamarlas en tono desafiante para intentar vencer mis propias inseguridades acusando de ellas a quienes tienen ya suficiente con las suyas. Incluso tengo la inmerecida fortuna de que mis miserias vengan a acosarme de vez en cuando por la noche mientras puedo cobijarme al calor de las oportunidades que me esperan por la mañana, la chance de pensar sin urgencias, sin pelos en la lengua, sin deudas impagables. Entonces, cada tanto me da por pensar en los miserables, en esos eunucos cerebrales que contaminan la dignidad del pensamiento, esos cobardes resentidos que reaccionan a sus miedos echando siempre mano a las primeras piedras, abriendo la boca sólo para destilar veneno y dictar clases de sentido común que, como ya está comprobado, en la mayoría de los casos no sirve para nada, excepto para llenar las bóvedas de los bancos y de los cementerios.
      Ahí andan ellos, asediando desde sus miserables escondites, desde su chapucería discursiva, aplicando correctivos y esgrimiendo una pretendida superioridad moral que no sirve para otra cosa más que para exponer su miserable y despreocupada ignorancia. Ahí andan ellos, vestidos de buena gente haciendo el papel de preocupados por el prójimo de acuerdo a cómo vengan las noticias: en ocasiones quizás lo hagan por los pobres inundados y en otras por los que ellos llaman "necesitados", que, en realidad, son quienes han sido durante toda la vida despojados de lo que los miserables nunca ganaron por sí mismos, porque en pleno uso de sus miserias siempre se han asegurado un lugar en el bote salvavidas. En otros momentos hasta podemos observarlos indignados porque los otros, los más ricos, los verdaderos dueños de todo, usurparon los terrenos de una vida que ellos mismos pretenden, y que persiguen siempre ensuciando el camino de los que caminan detrás suyo más lentos y con la panza vacía. Es que esa vida que desean los miserables tiene el precio vil de la miseria ajena que es pagado siempre al contado por aquellos que no se inundan cada tanto, sino que han vivido toda su vida en la miseria oscura del olvido, con el agua hasta el cuello, tratando de atrapar desesperadamente los salvavidas pinchados que les tiran los miserables.
      Así, en medio de las desgracias, los miserables rondan incansablemente las luces faranduleras ejercitando su malvada estupidez a viva voz. Anuncian desprejuiciados estupideces que pueden abarcar desde la supremacía moral que ellos mismos se arrogan y que los ampara para emitir todo tipo de opiniones y juicios, hasta un imaginado destino glorioso de nación respaldado por dudosas glorias pasadas llenas de datos falsos y un maniqueísmo evidente. Siempre convocando a una fe ciega en una mano divina, invisible y justiciera a cargo del cuchillo que corta y reparte la torta y de la cual ellos son los más acérrimos fiscalizadores.
      Mírenlos, están ahí, haciéndose pasar como inocentes invitados en todos los medios de comunicación posibles, justificando la falacia injustificable de los remedios espirituales para los dolores materiales, del reino de los cielos para los desgraciados de la tierra que terminan siendo tragados por ella, pintando la realidad con el color que más les conviene a ellos mismos. Una realidad inocultable que tiene únicamente el color y el olor de la mierda que arrojan desde sus olimpos expoliados. Una mierda que nos tapa y que oculta hasta el sol. Ese único sol del que muchos no pueden sentir ni su luz ni su calor. Y, por si fuera poco, viven apelando a una solidaridad engañosa y a una memoria selectiva que contabiliza un saldo que siempre los favorece. Condenan cínica e impunemente a quienes ellos dicen ser los culpables de tanta desgracia y tanta miseria. Es que, al parecer, los miserables siempre tienen claro por qué son las culpas y cuáles deberían ser los castigos.
      Sin embargo, hay un dato paradójico, una moraleja en toda esta cuestión. Y es que ningún miserable podrá aportar jamás una mísera solución justa y verdadera. ¿Por qué? Está claro: porque los miserables nunca dan soluciones, ni justas ni verdaderas, porque, justamente, son parte del problema. Porque, la verdad es que, la peor de las miserias, es ser un miserable.

RR


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