Existen las miserias y existen los
miserables. Pero sólo los miserables ejercitan sus miserias, las adornan
miserablemente y las sociabilizan.
Vamos, miserias tenemos
todos. Las mías, sin ir más lejos, son de las peores. No obstante, las
combato, trato de exorcisarlas, las peleo incansablemente. Y como cada
tanto pierdo, apelo finalmente al silencio para que no se me noten
tanto. Nunca sería capaz de proclamarlas en tono desafiante para
intentar vencer mis propias inseguridades acusando de ellas a quienes
tienen ya suficiente con las suyas. Incluso tengo la inmerecida fortuna
de que mis miserias vengan a acosarme de vez en cuando por la noche
mientras puedo cobijarme al calor de las oportunidades que me esperan
por la mañana, la chance de pensar sin urgencias, sin pelos en la
lengua, sin deudas impagables. Entonces, cada tanto me da por pensar en
los miserables, en esos eunucos cerebrales que contaminan la dignidad
del pensamiento, esos cobardes resentidos que reaccionan a sus miedos
echando siempre mano a las primeras piedras, abriendo la boca sólo para
destilar veneno y dictar clases de sentido común que, como ya está
comprobado, en la mayoría de los casos no sirve para nada, excepto para
llenar las bóvedas de los bancos y de los cementerios.
Ahí andan
ellos, asediando desde sus miserables escondites, desde su chapucería
discursiva, aplicando correctivos y esgrimiendo una pretendida
superioridad moral que no sirve para otra cosa más que para exponer su
miserable y despreocupada ignorancia. Ahí andan ellos, vestidos de buena
gente haciendo el papel de preocupados por el prójimo de acuerdo a cómo
vengan las noticias: en ocasiones quizás lo hagan por los pobres
inundados y en otras por los que ellos llaman "necesitados", que, en
realidad, son quienes han sido durante toda la vida despojados de lo que
los miserables nunca ganaron por sí mismos, porque en pleno uso de sus
miserias siempre se han asegurado un lugar en el bote salvavidas. En
otros momentos hasta podemos observarlos indignados porque los otros,
los más ricos, los verdaderos dueños de todo, usurparon los terrenos de
una vida que ellos mismos pretenden, y que persiguen siempre ensuciando
el camino de los que caminan detrás suyo más lentos y con la panza
vacía. Es que esa vida que desean los miserables tiene el precio vil de
la miseria ajena que es pagado siempre al contado por aquellos que no se
inundan cada tanto, sino que han vivido toda su vida en la miseria
oscura del olvido, con el agua hasta el cuello, tratando de atrapar
desesperadamente los salvavidas pinchados que les tiran los miserables.
Así, en medio de las desgracias, los miserables rondan incansablemente
las luces faranduleras ejercitando su malvada estupidez a viva voz.
Anuncian desprejuiciados estupideces que pueden abarcar desde la
supremacía moral que ellos mismos se arrogan y que los ampara para
emitir todo tipo de opiniones y juicios, hasta un imaginado destino
glorioso de nación respaldado por dudosas glorias pasadas llenas de
datos falsos y un maniqueísmo evidente. Siempre convocando a una fe
ciega en una mano divina, invisible y justiciera a cargo del cuchillo
que corta y reparte la torta y de la cual ellos son los más acérrimos
fiscalizadores.
Mírenlos, están ahí, haciéndose pasar como
inocentes invitados en todos los medios de comunicación posibles,
justificando la falacia injustificable de los remedios espirituales para
los dolores materiales, del reino de los cielos para los desgraciados
de la tierra que terminan siendo tragados por ella, pintando la realidad
con el color que más les conviene a ellos mismos. Una realidad
inocultable que tiene únicamente el color y el olor de la mierda que
arrojan desde sus olimpos expoliados. Una mierda que nos tapa y que
oculta hasta el sol. Ese único sol del que muchos no pueden sentir ni su
luz ni su calor. Y, por si fuera poco, viven apelando a una solidaridad
engañosa y a una memoria selectiva que contabiliza un saldo que siempre
los favorece. Condenan cínica e impunemente a quienes ellos dicen ser
los culpables de tanta desgracia y tanta miseria. Es que, al parecer,
los miserables siempre tienen claro por qué son las culpas y cuáles
deberían ser los castigos.
Sin embargo, hay un dato paradójico,
una moraleja en toda esta cuestión. Y es que ningún miserable podrá
aportar jamás una mísera solución justa y verdadera. ¿Por qué? Está
claro: porque los miserables nunca dan soluciones, ni justas ni
verdaderas, porque, justamente, son parte del problema. Porque, la
verdad es que, la peor de las miserias, es ser un miserable.
RR
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