Son apenas las nueve y el vaso de vino agoniza a un lado. Son apenas las nueve y la lluvia va y viene dejándome en evidencia, todos saben cómo me pongo cuando llueve -aunque ella seguramente no-.
Son apenas las nueve y a las penas me remito. Porque sí, porque son apenas las nueve, apenas unas horas desde que nos tiraron el último muerto, otro más después de aquellos otros tantos.
Son apenas las nueve y me acurruco como un niño en mi refugio de alcohol y palabras pensando en que a esta hora una muchacha de ojos claros no sabe -ni siquiera supone- que apenas la conozco y ya le estoy escribiendo. Es que a penas nos movemos algunos y a penas se mueven los hilos de quienes no tenemos otro escondite más que las palabras (y las penas).
Sí, apenas son las nueve y pico y no hago más que pensar en ella, en los colores de su foto que apenas se distinguen en el recuerdo y que apenas puedo dibujar con los restos de su voz pequeña. Pequeña apenas.
Ya son casi las nueve y veinte y apenas tengo una o dos cosas más para decirle que de ninguna manera diré ahora, en estas condiciones, bajo estas circunstancias, sin otra razón para hacerlo que esta pena. Si puede que me perdone y si no, otra vez será.
Claro, ella no tiene por qué saber todavía que a mí, cuando se me viene la lluvia encima de la noche, apenas si puedo contenerme de llamarla, de invitarla a compartir las penas o las solicitudes mutuas. Apenas si puedo embocarle a estas endemoniadas teclas que son mi pincel y mi paleta. Unas teclas que hoy samaritanamente simulan una falsa comprensión hacia mi persona como lo han hecho otras veces (y que agradezco). Sin embargo, yo sé que casi no toleran ya que siempre hayan más penas que glorias.
Es que a penas le escribo y apenas me sale. Y si hoy no fuera por ella, apenas si me hubiese alcanzado para llegar a casi las nueve y media sin llamarla. Sí, apenas las nueve y media. Apenas unas horas después de haber vuelto de ver el mar, donde uno no hace otra cosa más que hablar con ella, con ella y con las penas; sin que ninguna -ni ella ni las penas- lo sepan nunca; sin que siquiera puedan imaginar que mientras unos miserables siembran muerte en los cauces de la vida, otros -en este caso yo- apenas si podemos encauzar unas apenadas palabras para que, de alguna manera, lleguen a ella.
RR
Ilustración: obra de Claudia Ecenarro
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