Cualquiera sabe que la nada es nada, inexistente o infinita, da lo mismo. Lo que pocos saben en estos tiempos es que nadie posee mucho más que el destino de su propia muerte. Peor aun, sólo algunos morirán sabiendo cómo sin preocuparse por cuándo, a todo o nada. Otros, la mayoría, vivirán resignados con más dudas que certezas, con más penas que glorias. Pero lo que no cualquiera sabe es que para escribir sobre la nada infinita o sobre un todo imposible, hace falta algo más que imaginación: hace falta saber cómo uno quiere morir. Vamos, hace falta un por qué. He aquí el mío.
Para comenzar, y evitar que este escrito sea nada más que un triste delirio, sería menester admitir que usted sabe de mí lo mismo que yo sé de usted: nada. Sin embargo, esta nada (inexistente o infinita) es todo lo que tenemos hoy para perder o para ganar, para mutuamente asegurarnos de cuestiones sin importancia o para sospechar un sinnúmero de falacias improbables.
¿Se da cuenta? Usted está aquí cuando yo ya me he ido, cuando ya he abandonado la sala no sin antes haber escrito este catálogo de últimos recursos para usted que aun no estaba en ella y que ahora la habita ostensiblemente. Es decir que mientras yo escribo en este preciso momento sobre usted -y me acomodo los hombros y bebo una cerveza esperando por la lluvia-, sobre su ausencia renovada y sobre los próximos recuerdos que deberé inevitablemente olvidar próximamente, usted está en realidad en algún lugar de un futuro imaginario (imaginado por mí, para ser más exactos) que no es otra cosa que el pasado que dejó atrás hace sólo un momento, antes de comenzar con la lectura; un tiempo delimitado por las posiciones de dos agujas o, en todo caso, por las fechas de un almanaque adherido a la puerta de la heladera con un imán. Un tiempo que sólo usted conoce. Un tiempo que la separó -por vaya uno a saber qué misterioso designio- de mí y de estas palabras que lee ahora en su propio tiempo, en su espacio más íntimo, tal vez sonrojada por sentirse descubierta por alguien que, en realidad, ya no está y que hasta es probable que nunca haya estado (si es que se confirma aquello de que...).
Y ya que estamos le comento, querida mía, -si me permite la recomendación- que usted no debería de ninguna manera confiar ciegamente en sus instintos (nadie debería), esos que la previenen de tipos como yo que escriben de noche y en su ausencia, y que se presentan insolentemente en medio de la lectura. Vea, -ahora me va a tener que escuchar, o más bien leer- no crea que yo ando por la vida escribiéndole a cualquiera, ni tampoco piense que sólo soy capaz de escribirle a usted exclusivamente. Sucede que usted y yo ya conocemos el paño y eso, aunque duela escribirlo (o leerlo, depende de qué lado del tiempo nos encontremos), facilita mucho la cosa. Por ejemplo: imagino que usted está ahí leyendo curiosa, mientras yo, ausente ya, estoy en un futuro desconocido pensando en quién sabe qué desgracia; o quizás sonriendo mientras me figuro su cara apenas alumbrada por un velador de luz tenue que le fuerza la vista y le achina los ojitos que se acurrucan en los párpados para mantenerse húmedos. Dígame si no es así... Dígame si no siente ahora como si la estuviera mirando por detrás de las palabras, presentándole mis respetos a su gato que ya notó mi presencia pero que no le molesta demasiado. ¿Vió? Es que usted y yo, aunque le parezca extraño, nos conocemos desde hace rato (y no hace falta que lo andemos declarando en cada oportunidad que tengamos, en cada uno de estos desencuentros premeditados). Porque por más que usted no se dé cuenta, aquí su presencia va y viene constantemente, a veces es inexistente y otras, infinita. Yo... bueno, yo sólo voy, porque cada vez que intento volver me pierdo y me angustio y me enojo y persigo fantasmas como si fuera uno de esos estúpidos que andan últimamente por la calle siguiendo globos amarillos con la esperanza de que los ricos los saquen de pobres. Pero no me haga caso, lo que me pasa es que a este mundo no lo entiendo y a veces quiero más de la cuenta. Y sepa que la cuenta es larga, casi tanto como los espacios que usted deja entre sus posibilidades inexistentes y mis intenciones infinitas...
¿Será, entonces, que he llegado otra vez tarde? Seguramente debe ser eso. O puede ser que todo sea mucho más simple, que ser lo que uno debe ser no sea otra cosa que una cuestión de gusto más que de deberes. Fíjese: usted me gusta pero ahora no puede -aunque, como en casi todos estos casos, no es que uno no puede sino que no quiere-. No obstante, déjeme decirle algo fundamental para entender este trabalenguas, querer no es una cuestión de tiempo o de gusto, querer es un deber, una obligación, un mandamiento. Debemos querer y debemos hacer lo que hay que hacer cuando queremos. Creo que de eso habla Hamlet, no es to be or not to be, ser o no ser repetido como un latiguillo dudosamente gracioso (eso es nada más que para los otarios que les gusta repetir frases célebres tratando de levantarse una mina, o para mentir en el envido). No, ser es ser y hacer lo que uno debe cuando quiere, cuando gusta de lo que quiere, cuando desea lo que quiere, aunque parezca imposible, improbable, y hasta, como usted bien dijo, inviable.
Y a usted, probablemente, todo esto le parezca una reflexión alocada, o más bien una irreflexión completamente fuera de lugar. Sin embargo, me animaría a afirmar que, al fin y al cabo, de eso se trata casi siempre este scrable infinito donde me pierdo en cada vuelta; este crucigrama inexistente donde cada uno lee lo que está escrito aunque quien lo escribió (en este caso, yo) haya escrito algo completamente diferente.
Por eso, cuando parece que ya no queda nada, usted y yo, volvemos a encontrarnos en este espacio como lo hacemos desde hace ya ni sé cuanto. Y entonces, a mí se me ocurrió que, aprovechando la noche, la cerveza y la lluvia que en cualquier momento se larga, tal vez fuera un buen momento para escribirle a manera de confesión a ese mañana suyo que imagino, sin razones aparentes ni pruebas contundentes, de pequeñas nadas inexistentes e infinitas. Así es, oscuras y diminutas nadas que en un santiamén podrían convertirse en todo real y palpable como esta brisa que comenzó a soplar del este anunciando el chaparrón. Un todo que, entre usted y yo, deberíamos admitir que no es para cualquiera.
(Llueve)
Para comenzar, y evitar que este escrito sea nada más que un triste delirio, sería menester admitir que usted sabe de mí lo mismo que yo sé de usted: nada. Sin embargo, esta nada (inexistente o infinita) es todo lo que tenemos hoy para perder o para ganar, para mutuamente asegurarnos de cuestiones sin importancia o para sospechar un sinnúmero de falacias improbables.
¿Se da cuenta? Usted está aquí cuando yo ya me he ido, cuando ya he abandonado la sala no sin antes haber escrito este catálogo de últimos recursos para usted que aun no estaba en ella y que ahora la habita ostensiblemente. Es decir que mientras yo escribo en este preciso momento sobre usted -y me acomodo los hombros y bebo una cerveza esperando por la lluvia-, sobre su ausencia renovada y sobre los próximos recuerdos que deberé inevitablemente olvidar próximamente, usted está en realidad en algún lugar de un futuro imaginario (imaginado por mí, para ser más exactos) que no es otra cosa que el pasado que dejó atrás hace sólo un momento, antes de comenzar con la lectura; un tiempo delimitado por las posiciones de dos agujas o, en todo caso, por las fechas de un almanaque adherido a la puerta de la heladera con un imán. Un tiempo que sólo usted conoce. Un tiempo que la separó -por vaya uno a saber qué misterioso designio- de mí y de estas palabras que lee ahora en su propio tiempo, en su espacio más íntimo, tal vez sonrojada por sentirse descubierta por alguien que, en realidad, ya no está y que hasta es probable que nunca haya estado (si es que se confirma aquello de que...).
Y ya que estamos le comento, querida mía, -si me permite la recomendación- que usted no debería de ninguna manera confiar ciegamente en sus instintos (nadie debería), esos que la previenen de tipos como yo que escriben de noche y en su ausencia, y que se presentan insolentemente en medio de la lectura. Vea, -ahora me va a tener que escuchar, o más bien leer- no crea que yo ando por la vida escribiéndole a cualquiera, ni tampoco piense que sólo soy capaz de escribirle a usted exclusivamente. Sucede que usted y yo ya conocemos el paño y eso, aunque duela escribirlo (o leerlo, depende de qué lado del tiempo nos encontremos), facilita mucho la cosa. Por ejemplo: imagino que usted está ahí leyendo curiosa, mientras yo, ausente ya, estoy en un futuro desconocido pensando en quién sabe qué desgracia; o quizás sonriendo mientras me figuro su cara apenas alumbrada por un velador de luz tenue que le fuerza la vista y le achina los ojitos que se acurrucan en los párpados para mantenerse húmedos. Dígame si no es así... Dígame si no siente ahora como si la estuviera mirando por detrás de las palabras, presentándole mis respetos a su gato que ya notó mi presencia pero que no le molesta demasiado. ¿Vió? Es que usted y yo, aunque le parezca extraño, nos conocemos desde hace rato (y no hace falta que lo andemos declarando en cada oportunidad que tengamos, en cada uno de estos desencuentros premeditados). Porque por más que usted no se dé cuenta, aquí su presencia va y viene constantemente, a veces es inexistente y otras, infinita. Yo... bueno, yo sólo voy, porque cada vez que intento volver me pierdo y me angustio y me enojo y persigo fantasmas como si fuera uno de esos estúpidos que andan últimamente por la calle siguiendo globos amarillos con la esperanza de que los ricos los saquen de pobres. Pero no me haga caso, lo que me pasa es que a este mundo no lo entiendo y a veces quiero más de la cuenta. Y sepa que la cuenta es larga, casi tanto como los espacios que usted deja entre sus posibilidades inexistentes y mis intenciones infinitas...
¿Será, entonces, que he llegado otra vez tarde? Seguramente debe ser eso. O puede ser que todo sea mucho más simple, que ser lo que uno debe ser no sea otra cosa que una cuestión de gusto más que de deberes. Fíjese: usted me gusta pero ahora no puede -aunque, como en casi todos estos casos, no es que uno no puede sino que no quiere-. No obstante, déjeme decirle algo fundamental para entender este trabalenguas, querer no es una cuestión de tiempo o de gusto, querer es un deber, una obligación, un mandamiento. Debemos querer y debemos hacer lo que hay que hacer cuando queremos. Creo que de eso habla Hamlet, no es to be or not to be, ser o no ser repetido como un latiguillo dudosamente gracioso (eso es nada más que para los otarios que les gusta repetir frases célebres tratando de levantarse una mina, o para mentir en el envido). No, ser es ser y hacer lo que uno debe cuando quiere, cuando gusta de lo que quiere, cuando desea lo que quiere, aunque parezca imposible, improbable, y hasta, como usted bien dijo, inviable.
Y a usted, probablemente, todo esto le parezca una reflexión alocada, o más bien una irreflexión completamente fuera de lugar. Sin embargo, me animaría a afirmar que, al fin y al cabo, de eso se trata casi siempre este scrable infinito donde me pierdo en cada vuelta; este crucigrama inexistente donde cada uno lee lo que está escrito aunque quien lo escribió (en este caso, yo) haya escrito algo completamente diferente.
Por eso, cuando parece que ya no queda nada, usted y yo, volvemos a encontrarnos en este espacio como lo hacemos desde hace ya ni sé cuanto. Y entonces, a mí se me ocurrió que, aprovechando la noche, la cerveza y la lluvia que en cualquier momento se larga, tal vez fuera un buen momento para escribirle a manera de confesión a ese mañana suyo que imagino, sin razones aparentes ni pruebas contundentes, de pequeñas nadas inexistentes e infinitas. Así es, oscuras y diminutas nadas que en un santiamén podrían convertirse en todo real y palpable como esta brisa que comenzó a soplar del este anunciando el chaparrón. Un todo que, entre usted y yo, deberíamos admitir que no es para cualquiera.
(Llueve)
RR
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