miércoles, 31 de enero de 2018

PIENSO, LUEGO EXISTE


     Escribo lo que escribo por no decir lo que pienso. Eso que, la mayoría de las veces, no es tampoco mucho más que esto que estoy pensando ahora mientras escribo. Porque, vamos, lo que yo pieno -así como lo que escribo- no le importa a nadie, y para ser uno más entre tantos nadies no hay nada mejor que escribir lo que quizás más de uno escribiría si dejara de una vez por todas de hablar sin pensar.
     Seguramente por eso yo escribo siempre lo mismo, para dejar bien en claro desde el vamos que mis luces son muy pocas y que hasta mis oscuridades son más bien sombras de lo que podrían ser si tuviera algo mejor en qué pensar.
     Y escribir no es ni poco ni mucho, a decir verdad, es bastante menos que eso, casi nada diría yo. Pero de lo que hay, es tal vez lo que mejor me sale cuando llega el momento de asumir que he probado de todo para no pensar acerca de los silencios y las ausencias sin lograr otro resultado más que hacerlo una y otra vez.
     Eso sí, siempre trato de que estos desgraciados pensamientos se me noten lo menos posible cuando escribo. Por ejemplo: si quiero disimular, escribo en plural, incluyo a todos en mi neurosis para así justificarme por lo escrito -o por no hablar ya más con nadie-. Ustedes sabrán disculparme (o no). Y si no logro ni siquiera esa disculpa, al menos tengo la oportunidad de sacarlos a pasear con estúpidas frases del estilo de "todos tenemos nuestros pros y nuestras contras", "todos vamos y venimos", etcétera. Y así, con este tipo de trabalenguas insensatos, haciendo el papel de estúpido (que es el que mejor me sale porque se me nota claramente en la cara) y tal cual hace todo el mundo, paso casi de manera imperceptible por delante de ustedes a quienes, sin otro particular, saludo atentamente; y de todos esos otros a los que, apenas un minuto después de haberlos conocido, hubiese preferido desconocer. Entonces, cuando el aroma a fracaso irremediable se siente en el ambiente, remato con "al fin y al cabo, todos somos iguales". Ergo, la culpa es de todos.
     Pero más allá de lo escrito, está lo callado, lo borrado, lo destruido, lo pospuesto; lo avergonzante y lo insolente de toda esta cuestión. Porque nada de todo lo escrito sería posible sin todo eso. Es más, comienzo a pensar que, en realidad, lo escrito no es lo verdaderamente importante, sino lo otro, Y lo otro no es que no existe, sí existe. Pero sólo existe en esa otra dimensión a la que, cuando la voy de poeta, simulo haber llegado escribiendo, negando como un necio y hasta quedar callado que la única manera de llegar es, casualmente, callando.
     No, no es tan difícil darse cuenta de que mis escritos hacen agua por todos lados, que inmediatamente después de la primera oración los pies se sienten húmedos, y luego el agua llega hasta las partes pudendas, y cuando uno se quiere atajar, los botes sólo alcanzan para los que viajan en primera clase. Clase a la que afortunadamente no pertenezco (algo que se podrá notar con apenas un vistazo). Y si de botes salvavidas hablamos, pues mis palabras no pasan nunca de unos humildes remos que, hay que reconocerlo, no hay nadie tan loco como para empuñar en estos mares helados.
     Sin embargo, hay un último recurso para escribir -o para callar, depende de quien lo...-. No es la lluvia, eso es muy obvio. Y no es que desprecie una buena tormenta capaz de ponerme de culo contra la silla a filosofar acerca de su ciclo interminable, de la correntada de la calle que arrastra hojarascas poéticas y bolsas de basura puestas a consideración del aire (y que nunca faltan en cualquier barrio periférico). Tampoco son las tardes de domingo que no son ninguna novedad. Por eso guardo poca compasión y respeto por los suicidas de domingo por la tarde (¡dale, loco, un último acto de rebeldía, una última proclama revolucionaria: sé valiente y matate un sábado a la noche bailando en una terraza!). Cualquiera se suicida un domingo. ¿Y el alcohol? Bueno, eso ayuda, ¿para qué lo voy a negar? -justo yo...- Pero ojo, porque hay muchos más borrachos que buenos escritores. Por algo será.
     Cualquiera de estos argumentos pueden ser un recurso válido cuando uno debe encontrarse frente a frente con la hoja en blanco, con el silencio y la ausencia. Pero el único recurso, el primero y el último, será siempre el mismo: el amor. Y si escribo del amor, pienso en la muerte. Y si escribo sobre él es para no pensarla a ella, para callarla, para borrarla, para destruirla por la vergüenza que me provoca a veces esto de pararme así, insolente frente a tamaña prédica o frente al desafío de escribir sobre una mujer que no existe, sino en esa otra dimensión adonde han ido y seguirán yendo cada una de mis palabras que se salven del trágico destino de la destrucción y el olvido.
    Pero claro, ¿qué esperaban de mí?, si no soy un escritor, -¡qué esperanza!, diría mi abuela Sofia-. Soy un pobre tipo enamorado de una mujer que existe nada más que como una ausencia, en lo que pienso y en lo que callo. Una mujer a la que creo encontrar de vez en cuando en los márgenes de mis delirios cuando, en medio de una tormenta, en una tarde de domingo, un poco pasado de copas, siento su presencia en las adyacencias de mi locura, o cuando observo a lo lejos unos ojos claros en la memoria, o repasando algunas desventuras estivales. O simplemente cuando lanzo desde mi escondite alguna cañita voladora al cielo buscando iluminar unas oscuridades que, como ya dije antes, no son más que las sombras de todo lo que quizás podría escribir si tuviera algo mejor en lo que pensar. Algo que no fuera ella.

RR


domingo, 28 de enero de 2018

999


     Yo creo que cualquiera puede llegar a convertirse en un recuerdo, en una foto desteñida, en una breve cadencia de acordes con intenciones de deseo carnal. Cualquiera puede dejar su rastro sobre el almohadón de un sillón desvencijado como souvenir de una última visita o en la forma de un cepillo de dientes abandonado adrede a modo de venganza. Uno puede hasta dejar con alevosía comentarios indelebles (e indeseables) en algún libro elegido premeditadamente en una biblioteca ajena, algo así como pegar un chicle debajo de una silla, aplastándolo hasta que se impriman sobre su gomosa superficie las huellas digitales de quien, con un mínimo de esfuerzo, podrán hallarse también estampadas sobre la piel del otro personaje de la historia. Un personaje que, con la mala fortuna de estos casos, quedará como guardián, involuntario quizás, de todas esas marcas en la piel, de los comentarios en el libro y del chicle pegado groseramente debajo de la silla. Por eso digo, no es tan complicado convertirse en un recuerdo. Y no importa si la víctima lo acepta o no. Los recuerdos no piden autorización ni para aparecer ni para quedarse, ya sea a la vista o detrás de las cortinas, o tal vez encerrados en ventanas que fueron condenadas sin éxito a no volver a abrirse jamás.
     No obstante, los recuerdos no sufren su destino memorioso. Ellos pueden pasearse en pijama y pantuflas a cualquier hora del día sin que nadie pueda exigirles cierto decoro o por lo menos algo de consideración ocasional. Por ejemplo: cuando vienen a la casa visitas y el anfitrión debe andar justificándolos, intentando una mentira piadosa, como que están ahí por algún cuento escuchado la última semana en la radio y que los trajo de vuelta. En realidad, ese cuento jamás existió (al menos en la radio). No hay caso, la visita se dará cuenta fácilmente de este triste detalle. Y, claro, los recuerdos, malvados y aprovechadores, se burlarán irremediablemente of this awkward situation. Ellos se mofarán sin remordimiento del pobre infeliz (o la pobre infeliza) que no sabrá qué decir para no quedar como un estúpido, como un cantante de tango detenido en el pasado, vencido y mareado en un corazón. Es que, lamentablemente, ser un recuerdo necesariamente exige cierto grado de crueldad -un alto grado de crueldad, diría yo-. Sin embargo, esto no debe ser mal interpretado. Porque, a decir verdad, no es la del recuerdo la crueldad del cínico. Es más bien la de quien sabe que tiene una misión dolorosa pero indeclinable y que debe cumplirla a rajatabla para, de esa manera, crear un punto de referencia o, llegado el caso, un punto de partida para la fabricación de un olvido sintético -aunque no por eso, menos útil-.
     Es que el olvido, el verdadero olvido, es otra cosa. Ser un olvido no es para cualquiera y no cualquiera logra transformarse definitivamente en un olvido. Quienes hemos alcanzado este estado inocuo, etéreo, cuasi fantasmagórico, lo hemos logrado después de muchísimo trabajo material, intelectual y espiritual; después de haber atravesado todo tipo de accidentes topográficos: bosques y desiertos, valles y montañas, mares y arroyos; y hasta climáticos, sequías y tormentas, quietudes y tempestades. Y así también, quienes hemos finalmente arribado al espacio infinito de los que ya no están en ninguna parte, en ninguna foto, en ninguna historia, no lo hemos hecho sin esfuerzo, sin cierta cuota (alta) de sufrimiento. Es decir, nadie llega a este lugar gratis. Este es un lugar para pocos, y nada tiene que ver este hecho con una cuestión de exclusividad burguesa, sino con las dificultades que el proceso conlleva. Eso sí, siempre es mejor haber venido hasta aquí por propia voluntad que haber sido traído a los empujones o, peor aun, haber sido arrojado como el envoltorio de un caramelo disuelto en la saliva del tiempo. Porque quienes sufren este último proceso de transformación siempre estarán al alcance del despecho y el rencor de otros que los pueden llevar de vuelta hacia la tierra de los recuerdos sólo para vapulearlos y vituperarlos en nombre de unos impulsos a los cuales los recuerdos  no tienen acceso y contra los que no pueden ejercer defensa alguna (lo sé, pobres ellos...).
     En síntesis, el territorio del olvido verdadero es para muy pocos, para los que hemos renunciado para siempre a ser un estímulo desventurado perdido en un cajón entre medio de un montón de cosas inservibles (casi tanto como los recuerdos). Y si me incluyo en este grupo es porque, después de negarme a aceptar el destino de un caramelo regurgitado, decidí yo mismo tomar el camino del olvido. Yo mismo, consciente y en pleno uso de mis facultades, tomé la decisión de venir a ocupar este lugar en el territorio de lo que nunca sucedió, en la memoria borrada de lo que nunca fue.
     Y aquí me ven, ejerciendo esta tarea, que si bien no es sencilla ni cómoda, es mucho más gratificante que permanecer suspendido en un limbo memorial viendo pasar gente desconocida desde una foto apoyada sobre un escritorio en el fondo de una habitación oscura. Porque, ¿para qué negarlo?, ser un recuerdo puede llegar a ser lo más natural del mundo. Sin embargo en mi caso, no podría aguantar cada historia que se inventara a mi alrededor. No podría verme llevado y traído de una fecha a otra, de una casa a otra, de un amor a otro. ¿Quién en su sano juicio puede disfrutar de ser el protagonista del pasado de alguien? ¡Vamos, por favor! Aquí, al menos, no tengo pasado, ni siquiera presente. En este lugar todo lo que soy es futuro, improbable, desconocido... olvidado. Todos los días es un día nuevo para mí, que al terminar se extingue sin dejar nada como prueba de existencia. Cada mate que tomo por la mañana está fuerte y caliente; cada botella que se destapa en esta casa desaparece sin dejar rastro al finalizar su contenido; cada hora de sueño por la noche está habitada por lo que vendrá o por una canción desconocida que no le pertenece a nadie, que no evoca a ninguna mujer ni a ningún lugar; cada hora del día es irrepetible e independiente de la precedente. Así, mi tiempo lo ocupo en ser una posibilidad, sin que lo que haya sido intervenga, pues no existe. Entre otras actividades que planeo permanentemente está entre mis preferidas ver el mar. Porque el mar, como buen amigo del olvido y referente perpetuo de sabiduría, oculta su pasado en el fondo y lo olvida concienzudamente. A veces, cuando me vienen ciertas ganas de jugar con el futuro, me siento a escribir historias de probabilidades. Estas probabilidades pueden ser imposibles o, si es que pretendo desafiarlo verdaderamente, un tanto verosímiles. Lo sé, es un juego tonto. Al fin y al cabo, cada palabra que escribo se la lleva el viento.
     Sólo una precaución debo tener cada vez que juego con el futuro, y es nunca, jamás, escribir una historia que alcance mil palabras. Este no es un detalle nimio. Todo lo contrario, es vital para seguir aquí disfrutando del anonimato astral en el cual mi carta natal se ha perdido para siempre. Y visto y considerando que valoro esta situación más que a nada, y que he luchado mucho por llegar a ser un verdadero olvido, llevo tatuado en la mano derecha el número novecientos noventa y nueve para no caer víctima de mi propio estado, del invaluable olvido que me caracteriza.
     ¿Por qué, preguntarán tal vez ustedes, no debo llegar a escribir nunca jamás una historia de mil palabras? Pues bien, es muy simple. Porque ningún recuerdo es más feroz y desalmado que la imagen detenida en el tiempo de quien uno ha amado. Ningún recuerdo es más demoledor que la imagen irreconocible de un amor vuelto al presente en forma de pasado, con aromas y gustos vencidos e irreconocibles, con el tacto arrugado y seco por los años. Ninguna imagen traerá un pesar mayor que la de aquel amor imposible de ser resucitado en la piel y en el alma. Por eso siempre le presto mi mayor atención a un dispositivo que es como con un viejo contador de ovejas y que tengo sobre la mesa para contar las palabras. Nunca lo pierdo de vista mientras escribo, y lo observo cuidadosamente por encima del número tatuado sobre mi mano derecha. No vaya a ser que, una tarde de domingo como esta,  me deje llevar y accidentalmente cruce ese del límite infausto y ella aparezca de la nada a florearse ante mis ojos haciendo que su imagen vuelva otra vez a valer más que mil palabras. O incluso mucho más. Mucho más que todo esto que he escribo mientras juego con el futuro, intentando por todos los medios permanecer de este lado y seguir siendo quien soy y quien siempre intentaré ser: un olvido obstinado combatiendo recuerdos imborrables.

RR


jueves, 18 de enero de 2018

MUY POCO PARA TANTO


     Seguramente no está bien que lo diga ahora pero creo que debo hacerlo -digo, para que no te hagas grandes ilusiones sobre mí, para que no te crees falsas expectativas y termines desilusionándote una vez más-.
     Lo mío, querida, es muy sencillo y muy humilde. Porque yo te quiero con muy poquito. Te quiero así, de entre casa, en esos ratos en donde el sol cae por la ventana y vuelven a mí unas ganas de abrazarte que no parecen tener fecha de vencimiento; ganas de contarte alguna historia de esas que cada tanto se me ocurren sin necesidad ni urgencia. Te quiero sin tener en verdad demasiadas razones para darte más que algunos latidos que se agregan apurados cuando sin querer tus pechos se traslucen impunemente en mi memoria y vuelvo a experimentar aquella loca ansiedad por verte cuando te perdía de vista.
     Ya vez, no es mucho. Es nada más que quererte con muy poquito, con esos pocos minutos contados uno por uno de cuando pasaste por mi lado y arrastraste a tu paso una parte de mí que jamás volvió.
     Y supongo que está bien que para vos todo esto sea algo así como una locura mía, una enfermedad, una obsesión. Bueno, es que probablemente lo sea, ¿por qué no? Pero eso, al fin de cuentas, no cambia nada. Porque todavía hoy, cuando aparecés alguna noche bailando en mi recuerdo, la ansiedad resurge, los latidos se aceleran y el tiempo parece detenerse en donde ya no hay lugar para estacionar. Lo que pasa es que no todos los amores son historias épicas de héroes medievales, tragedias griegas o un ir y venir entre Montevideo, París y Buenos Aires. Algunos amores -creo que la mayoría- son como este, un poco de esto y un poco de aquello; un poco de sufrir, un poco de amar, un poco de partir y, claro, un poco de andar sin pensamiento. Y aunque duela reconocerlo, algunos amores se nutren inevitablemente del desamparo de la pérdida. Una pérdida que nunca se revela como posible hasta que es demasiado tarde. Por eso algunos amores (este, sin ir más lejos) son puro tango, poemas tardíos, canciones desesperadas, cartas de amor, de locura y de muerte. Algunos amores son como un pedacito de cielo estrellado que se parece bastante a este que asoma ahora en mi ventana. Un espacio en negro al que yo, jugando a las escondidas con tu recuerdo, le pongo tu nombre como a la noche y le trazo de memoria el contorno de tu cara usando las estrellas de una constelación a la que únicamente yo puedo acceder. Armo y desarmo tus rasgos que no son otra cosa más que los rasgos perpetuos que tienen todos los amores imposibles. Y mientras voy y vengo entre los vapores del alcohol, dibujo sobre mis oscuridades el sonido lejano y apagado de tu sonrisa y un beso que abrigue tu ausencia.
     Lo único que a veces me mortifica un poco de esto -que como verás no es tanto- es que quizás vos te hayas quedado esperando una serenata en tu ventana, o un ramo de orquídeas, o un suicidio en tu puerta. Quizás vos pretendías que me inmolara en tu nombre, que saltara al vacío envuelto en una bandera con tus colores o que te persiguiera por las calles por horas, durante días,  reclamando,  pidiendo, rogando… Perdoname, debe ser que ya no me sale eso. Sólo me sale esto que no tiene ni razón ni justicia. Esto de quererte entre los fantasmas que quedaron y las promesas que murieron de pena; esto que viene sin anunciarse cuando cierro los ojos vencidos y algo te trae a mi lado en silencio, ausente y fugitiva, y yo busco atraparte en una oración sin sentido para no perderte  de nuevo, para atesorarte como atesoran los niños perdidos en la adultez las noches de reyes. Y sostengo en una mano un poco avergonzado un puñado de aquellos pocos días, de aquellos tantos besos y de aquellas innumerables sonrisas; imaginando, sin saber bien por qué, las pequeñas flores que aun nacen al costado de los médanos, como invocando al viento este para que sople y te traiga más seguido a pasear aunque sea por un momento por estas playas de la Cruz Sur, para así tener la oportunidad de escribirte unas palabras como estas, simples y austeras; que no buscan conmover a nadie, sino entretener las horas que me queden hasta que ya no sea posible unir estrellas y armar constelaciones y dibujar una sonrisa o darte un beso sin que jamás te enteres. Antes de que, tarde o temprano, el viento terco se niegue a traerte. Y yo finalmente acepte olvidarte.

RR


lunes, 15 de enero de 2018

DETRÁS DE ESCENA


     No es tan difícil darse cuenta, todo el mundo lo nota: siempre parece estar detrás suyo, aunque no lo vea. La busca entre las flores de la plaza y también entre las nubes que asoman detrás del patio de la casa. Pero ella no, ella no nota su presencia. Mejor así. No obstante, él anda por ahí, circundando sus libros, dejando notas a pie de página y algún que otro garabato que la intrigue, que la saque de la historia -o, mejor dicho, que la haga protagonista-.
     Sigilosamente y con un falso disimulo prepara alguna melodía para que suene de la nada, música incidental o una canción que le cante suave al oido las palabras que él no puede decirle. Le gusta cuidarla desde lejos por más que ella no necesite ningún cuidado -ese es justamente uno de sus más preciados tesoros-. Porque ella se mueve bien sola, al menos es lo que declara; va y viene por los diversos decorados haciendo sus monerías, como desinteresada de todo. A veces se enoja repentinamente y él, entonces, tiembla y se angustia. Al rato todo parece haber sido una falsa alarma y otra vez se alegra con su risa.
     Él planea situaciones y eventos que puedan provocarle algún fugaz movimiento indecoroso, o que su mirada se desvíe sin querer hacia donde él está; que sus ojos le apunten esa mira telescópica impregnada en misterio y le disparen una de esas miradas mortales que toda persona de bien espera recibir un día desde un vértice del destino; una ráfaga asesina que lo derribe sin piedad, nada más que para volver a levantarse resurrecto y perseverar con sangre sudor y lágrimas en el intento de desembarcar en las casi desconocidas playas de su vida, que por lo que parece, por el momento sólo le proponen barricadas de resistencia y un combate con el uso indiscriminado de la artillería más pesada.
     Sus ojos, los de ella, lo ignoran, y los propios nunca llegan a rozarla. Pobre... Ha hecho de su vida un montaje continuo de situaciones que logren incluirla por un breve instante. Por ejemplo: a veces ha sido un automovilista que detiene amablemente su marcha en la esquina para que ella cruce la calle, mientras que él la mira embelesado. Otras veces se vistió de vendedor ambulante para ofrecerle una birome en algún colectivo, para escribir orgulloso su nombre en un papel como probando que la birome funciona pero, sobre todo, demostrándole, como quien no quiere la cosa, que lo sabe, que sabe su nombre y puede deletrearlo sin titubear mientras Dios y el diablo juegan al ping pong con su desangrado corazón -ella, afortunadamente, en su distracción nunca nota este detalle-. Incluso, a llegado a colarse como extra en el rodaje de una película con la esperanza de que ella casualmente lo viera una noche cualquiera y leyera en sus labios su nombre pronunciado mucho menos casualmente y en silencio...
      Y ahora esto: escribirle. Escribirle como si realmente le escribiera a amores imposibles. Escribirle poemas y cartas como un Cyrano venido a menos, como si verdaderamente muriera en cada una de ellas, relatando situaciones desesperantes que quizás pudieran significar gritos de angustia de un amante atribulado y fiel. Aunque en verdad, nada de eso es él. Porque él, al final de cuentas, es sólo un hombre de la calle, un tipo común que, como cualquiera alguna vez en su vida, cree haber encontrado una razón para jugársela, para jugarse la vida, para ganarla o para perderla. Así de simple, un pobre tipo que la desea y quiere protagonizar su película, la de ella; que no quiere ser extra en ninguna otra. Entonces, cada día arma decorados y prueba guiones y elige el vestuario más adecuado para cada escena; practica encuadres e imagina la iluminación más adecuada. Finalmente, cuando cree tener todo listo para gritar ¡acción!, vuelve por donde vino y se convierte otra vez en un espectador crédulo e ingenuo. Se sienta en el borde de alguna vereda y la espera, imaginando el momento en que aparezca en alguna de las esquinas.
     Debe ser por eso que siempre lleva caramelos en los bolsillos, por si alguna noche oscura ella finalmente aparece por el pasillo y decide parar preguntando por esa butaca desocupada a su lado y se sienta junto a él esperando por una vez, al menos por una vez, un final feliz. Aunque sea hasta que corran los créditos finales.

FIN

RR


jueves, 11 de enero de 2018

HARTO


...de la burguesía capitalista y de toda su tilinguería y su patética defensa de su kioskito miserable; de sus prebendas, sus privilegios y de su discurso racista, sexista y xenófobo; de su liberalismo que vende libertades, y a quienes no les interesa comprarlas, entonces, se las impone por la fuerza; de su democracia ficticia y el constante bombardeo mediático que pone a cualquier intento de diferenciarse de eso como movimientos extremistas, separatistas, radicales, inmorales, ateos, violentos, etcétera; de su lista de precios que todo lo contiene, desde la comida y el agua, hasta la posibilidad de sobrevivir a una gripe, pasando por la salvación del alma; de sus trajes de corderos civilizados; de su arrogancia y su desidia; de su egoísmo y su avaricia redactados prolijamente en planes económicos salvajes desde las alturas de unos rascacielos custodiados por sus cámaras y sus fuerzas de seguridad; de su ejército de ignorantes reaccionarios que se sienten amenazados por una pobreza que, aunque la padecen, la defienden rabiosos en conversaciones odiosas en las calles, colgándose medallas falsas de primeros trabajadores del mundo; de su falta de vergüenza al pedirle diálogo y paz a esos pobres diablos a quienes cagan a palos y a tiros en todas las esquinas oscuras donde la desolación y la desesperanza gobiernan en su nombre; de su insensibilidad y su malicia; de su espantoso maquillaje decadente que pregona una vida que sólo puede ser exitosa si se tiene todo aquello absolutamente innecesario para vivir; de su falso amor, plástico y berreta, fabricado por esclavos condenados a una muerte temprana e irremediable en fábricas alejadas de occidente, bien lejos para que no se sienta el olor rancio y repugnante a humanidad podrida; de su dinero y sus joyas y sus propiedades y su futuro sustentable y su pasado maniqueo... y este presente que cada vez me tiene más harto.

RR


lunes, 8 de enero de 2018

MEDUSA


     No, claro que no da lo mismo, nunca da lo mismo. Por eso uno escribe y lleva adelante toda esta serie de esfuerzos imposibles por no perecer dentro de los oprobiosos márgenes de lo patético. Porque nunca dará lo mismo haberla visto un día en la vida que no haberla visto jamás (aunque sólo haya sido un día y uno viva eternamente). No, no da lo mismo. No da lo mismo haberla tenido al lado escuchando sus temores y sus esperanzas que tenerla así como está ahora, a una distancia "prudente" para no complicarme la vida, para no arriesgar el sudor o la calma. No, no da lo mismo. 
     ¿Cómo daría lo mismo si las siete de la tarde, después de ella, dejaron definitivamente de ser sólo las siete de la tarde? ¿Quién en su sano juicio le hubiese dado semejante entidad a una hora del día si no hubiese sido la hora para verla, para intentar poner tímidamente las manos en su cara o arrimar unas insipientes e inevitables oscuridades a su luz tibia? ¿Cómo uno, al fin y al cabo, podría creer en eso de que el amor también duele si nunca hubiese sentido aquel renombrado dolor en el pecho ante la posibilidad de perderle el rastro una tarde cualquiera de febrero? Una picadura de medusa cruzando como un látigo por el cuerpo y el alma. Y nadie podrá convencerme nunca de que ese dolor no vale la pena -aunque debo confesar que más de una vez lo he dudado y hasta me he maldecido a mí mismo por sostener semejante sentencia-. Como tampoco nadie podrá jamás decir que no fui en su búsqueda. No, nadie podrá insinuar que alguna vez renegué de aquel insufrible destino atado a su boca sólo porque sus besos ya no caían desvalidos sobre mí, o porque un día decidió mudarse finalmente a otros brazos. 
     No, claro que no. Seguramente no dio lo mismo cuando hubo que juntar fuerzas de no sé donde para seguir bailando, medio borracho y a media luz, la milonga interminable del olvido. Y no fue Dios ni fueron los médicos los que me salvaron, fueron nada más que este reflujo de palabras que aún me agita el estómago de vez en cuando; unas ridículas cartas apócrifas que escribía para ella secretamente como un niño, escondido del mundo, de espaldas al sol y de frente a la muerte. Y sí, ¿para qué negarlo? No era lo mismo escribirlas que no hacerlo, o arrojarlas a un pozo ciego que, desde lo más oscuro de su ceguera, me recordaría permanentemente, día tras día, que hasta para los pozos ser ciego no significa ser mudo. 
     No obstante todo esto, la vida continúa y el partido, dicen, solamente termina cuando suena el último pitazo. Y a mí, entre otras cosas, me ha quedado la costumbre de observar la marea que, por lo que he leído en algún lugar que no recuerdo, siempre devuelve lo que le arrojan. Por eso ahora, casi pasadas las siete, y mientras los besos de su boca -probablemente por la mala fortuna o por esas cosas de la vida- tal vez no encuentren donde caer vencidos, siento que es mi deber dejar en esta hoja una nueva señal, una marca apócrifa que, quién sabe, les sirva en todo caso de norte a ellos o, al menos, a las medusas que arrastra la marea. Es que aunque lo niegue cada día y cada noche, a sólo unos pasos de este pozo infinito, siguen latiendo cándidamente sus temores y sus esperanzas. Y también acá nomás, a la vuelta de esos rincones adonde nunca se vuelve, sigue habiendo una cama desarmada por sus noches y sus sueños. Y por último acá, en este mismo espacio desolado donde acostumbro a beber y bailar a media luz, hay un manojo medio deshecho de cartas. Cada una con su nombre. Y cada una con el recuerdo de mi propia muerte.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...