Escribo lo que escribo por no decir lo que pienso. Eso que, la mayoría de las veces, no es tampoco mucho más que esto que estoy pensando ahora mientras escribo. Porque, vamos, lo que yo pieno -así como lo que escribo- no le importa a nadie, y para ser uno más entre tantos nadies no hay nada mejor que escribir lo que quizás más de uno escribiría si dejara de una vez por todas de hablar sin pensar.
Seguramente por eso yo escribo siempre lo mismo, para dejar bien en claro desde el vamos que mis luces son muy pocas y que hasta mis oscuridades son más bien sombras de lo que podrían ser si tuviera algo mejor en qué pensar.
Y escribir no es ni poco ni mucho, a decir verdad, es bastante menos que eso, casi nada diría yo. Pero de lo que hay, es tal vez lo que mejor me sale cuando llega el momento de asumir que he probado de todo para no pensar acerca de los silencios y las ausencias sin lograr otro resultado más que hacerlo una y otra vez.
Eso sí, siempre trato de que estos desgraciados pensamientos se me noten lo menos posible cuando escribo. Por ejemplo: si quiero disimular, escribo en plural, incluyo a todos en mi neurosis para así justificarme por lo escrito -o por no hablar ya más con nadie-. Ustedes sabrán disculparme (o no). Y si no logro ni siquiera esa disculpa, al menos tengo la oportunidad de sacarlos a pasear con estúpidas frases del estilo de "todos tenemos nuestros pros y nuestras contras", "todos vamos y venimos", etcétera. Y así, con este tipo de trabalenguas insensatos, haciendo el papel de estúpido (que es el que mejor me sale porque se me nota claramente en la cara) y tal cual hace todo el mundo, paso casi de manera imperceptible por delante de ustedes a quienes, sin otro particular, saludo atentamente; y de todos esos otros a los que, apenas un minuto después de haberlos conocido, hubiese preferido desconocer. Entonces, cuando el aroma a fracaso irremediable se siente en el ambiente, remato con "al fin y al cabo, todos somos iguales". Ergo, la culpa es de todos.
Pero más allá de lo escrito, está lo callado, lo borrado, lo destruido, lo pospuesto; lo avergonzante y lo insolente de toda esta cuestión. Porque nada de todo lo escrito sería posible sin todo eso. Es más, comienzo a pensar que, en realidad, lo escrito no es lo verdaderamente importante, sino lo otro, Y lo otro no es que no existe, sí existe. Pero sólo existe en esa otra dimensión a la que, cuando la voy de poeta, simulo haber llegado escribiendo, negando como un necio y hasta quedar callado que la única manera de llegar es, casualmente, callando.
No, no es tan difícil darse cuenta de que mis escritos hacen agua por todos lados, que inmediatamente después de la primera oración los pies se sienten húmedos, y luego el agua llega hasta las partes pudendas, y cuando uno se quiere atajar, los botes sólo alcanzan para los que viajan en primera clase. Clase a la que afortunadamente no pertenezco (algo que se podrá notar con apenas un vistazo). Y si de botes salvavidas hablamos, pues mis palabras no pasan nunca de unos humildes remos que, hay que reconocerlo, no hay nadie tan loco como para empuñar en estos mares helados.
Sin embargo, hay un último recurso para escribir -o para callar, depende de quien lo...-. No es la lluvia, eso es muy obvio. Y no es que desprecie una buena tormenta capaz de ponerme de culo contra la silla a filosofar acerca de su ciclo interminable, de la correntada de la calle que arrastra hojarascas poéticas y bolsas de basura puestas a consideración del aire (y que nunca faltan en cualquier barrio periférico). Tampoco son las tardes de domingo que no son ninguna novedad. Por eso guardo poca compasión y respeto por los suicidas de domingo por la tarde (¡dale, loco, un último acto de rebeldía, una última proclama revolucionaria: sé valiente y matate un sábado a la noche bailando en una terraza!). Cualquiera se suicida un domingo. ¿Y el alcohol? Bueno, eso ayuda, ¿para qué lo voy a negar? -justo yo...- Pero ojo, porque hay muchos más borrachos que buenos escritores. Por algo será.
Cualquiera de estos argumentos pueden ser un recurso válido cuando uno debe encontrarse frente a frente con la hoja en blanco, con el silencio y la ausencia. Pero el único recurso, el primero y el último, será siempre el mismo: el amor. Y si escribo del amor, pienso en la muerte. Y si escribo sobre él es para no pensarla a ella, para callarla, para borrarla, para destruirla por la vergüenza que me provoca a veces esto de pararme así, insolente frente a tamaña prédica o frente al desafío de escribir sobre una mujer que no existe, sino en esa otra dimensión adonde han ido y seguirán yendo cada una de mis palabras que se salven del trágico destino de la destrucción y el olvido.
Pero claro, ¿qué esperaban de mí?, si no soy un escritor, -¡qué esperanza!, diría mi abuela Sofia-. Soy un pobre tipo enamorado de una mujer que existe nada más que como una ausencia, en lo que pienso y en lo que callo. Una mujer a la que creo encontrar de vez en cuando en los márgenes de mis delirios cuando, en medio de una tormenta, en una tarde de domingo, un poco pasado de copas, siento su presencia en las adyacencias de mi locura, o cuando observo a lo lejos unos ojos claros en la memoria, o repasando algunas desventuras estivales. O simplemente cuando lanzo desde mi escondite alguna cañita voladora al cielo buscando iluminar unas oscuridades que, como ya dije antes, no son más que las sombras de todo lo que quizás podría escribir si tuviera algo mejor en lo que pensar. Algo que no fuera ella.
Seguramente por eso yo escribo siempre lo mismo, para dejar bien en claro desde el vamos que mis luces son muy pocas y que hasta mis oscuridades son más bien sombras de lo que podrían ser si tuviera algo mejor en qué pensar.
Y escribir no es ni poco ni mucho, a decir verdad, es bastante menos que eso, casi nada diría yo. Pero de lo que hay, es tal vez lo que mejor me sale cuando llega el momento de asumir que he probado de todo para no pensar acerca de los silencios y las ausencias sin lograr otro resultado más que hacerlo una y otra vez.
Eso sí, siempre trato de que estos desgraciados pensamientos se me noten lo menos posible cuando escribo. Por ejemplo: si quiero disimular, escribo en plural, incluyo a todos en mi neurosis para así justificarme por lo escrito -o por no hablar ya más con nadie-. Ustedes sabrán disculparme (o no). Y si no logro ni siquiera esa disculpa, al menos tengo la oportunidad de sacarlos a pasear con estúpidas frases del estilo de "todos tenemos nuestros pros y nuestras contras", "todos vamos y venimos", etcétera. Y así, con este tipo de trabalenguas insensatos, haciendo el papel de estúpido (que es el que mejor me sale porque se me nota claramente en la cara) y tal cual hace todo el mundo, paso casi de manera imperceptible por delante de ustedes a quienes, sin otro particular, saludo atentamente; y de todos esos otros a los que, apenas un minuto después de haberlos conocido, hubiese preferido desconocer. Entonces, cuando el aroma a fracaso irremediable se siente en el ambiente, remato con "al fin y al cabo, todos somos iguales". Ergo, la culpa es de todos.
Pero más allá de lo escrito, está lo callado, lo borrado, lo destruido, lo pospuesto; lo avergonzante y lo insolente de toda esta cuestión. Porque nada de todo lo escrito sería posible sin todo eso. Es más, comienzo a pensar que, en realidad, lo escrito no es lo verdaderamente importante, sino lo otro, Y lo otro no es que no existe, sí existe. Pero sólo existe en esa otra dimensión a la que, cuando la voy de poeta, simulo haber llegado escribiendo, negando como un necio y hasta quedar callado que la única manera de llegar es, casualmente, callando.
No, no es tan difícil darse cuenta de que mis escritos hacen agua por todos lados, que inmediatamente después de la primera oración los pies se sienten húmedos, y luego el agua llega hasta las partes pudendas, y cuando uno se quiere atajar, los botes sólo alcanzan para los que viajan en primera clase. Clase a la que afortunadamente no pertenezco (algo que se podrá notar con apenas un vistazo). Y si de botes salvavidas hablamos, pues mis palabras no pasan nunca de unos humildes remos que, hay que reconocerlo, no hay nadie tan loco como para empuñar en estos mares helados.
Sin embargo, hay un último recurso para escribir -o para callar, depende de quien lo...-. No es la lluvia, eso es muy obvio. Y no es que desprecie una buena tormenta capaz de ponerme de culo contra la silla a filosofar acerca de su ciclo interminable, de la correntada de la calle que arrastra hojarascas poéticas y bolsas de basura puestas a consideración del aire (y que nunca faltan en cualquier barrio periférico). Tampoco son las tardes de domingo que no son ninguna novedad. Por eso guardo poca compasión y respeto por los suicidas de domingo por la tarde (¡dale, loco, un último acto de rebeldía, una última proclama revolucionaria: sé valiente y matate un sábado a la noche bailando en una terraza!). Cualquiera se suicida un domingo. ¿Y el alcohol? Bueno, eso ayuda, ¿para qué lo voy a negar? -justo yo...- Pero ojo, porque hay muchos más borrachos que buenos escritores. Por algo será.
Cualquiera de estos argumentos pueden ser un recurso válido cuando uno debe encontrarse frente a frente con la hoja en blanco, con el silencio y la ausencia. Pero el único recurso, el primero y el último, será siempre el mismo: el amor. Y si escribo del amor, pienso en la muerte. Y si escribo sobre él es para no pensarla a ella, para callarla, para borrarla, para destruirla por la vergüenza que me provoca a veces esto de pararme así, insolente frente a tamaña prédica o frente al desafío de escribir sobre una mujer que no existe, sino en esa otra dimensión adonde han ido y seguirán yendo cada una de mis palabras que se salven del trágico destino de la destrucción y el olvido.
Pero claro, ¿qué esperaban de mí?, si no soy un escritor, -¡qué esperanza!, diría mi abuela Sofia-. Soy un pobre tipo enamorado de una mujer que existe nada más que como una ausencia, en lo que pienso y en lo que callo. Una mujer a la que creo encontrar de vez en cuando en los márgenes de mis delirios cuando, en medio de una tormenta, en una tarde de domingo, un poco pasado de copas, siento su presencia en las adyacencias de mi locura, o cuando observo a lo lejos unos ojos claros en la memoria, o repasando algunas desventuras estivales. O simplemente cuando lanzo desde mi escondite alguna cañita voladora al cielo buscando iluminar unas oscuridades que, como ya dije antes, no son más que las sombras de todo lo que quizás podría escribir si tuviera algo mejor en lo que pensar. Algo que no fuera ella.
RR