No es tan difícil darse cuenta, todo el mundo lo nota: siempre parece estar detrás suyo, aunque no lo vea. La busca entre las flores de la plaza y también entre las nubes que asoman detrás del patio de la casa. Pero ella no, ella no nota su presencia. Mejor así. No obstante, él anda por ahí, circundando sus libros, dejando notas a pie de página y algún que otro garabato que la intrigue, que la saque de la historia -o, mejor dicho, que la haga protagonista-.
Sigilosamente y con un falso disimulo prepara alguna melodía para que suene de la nada, música incidental o una canción que le cante suave al oido las palabras que él no puede decirle. Le gusta cuidarla desde lejos por más que ella no necesite ningún cuidado -ese es justamente uno de sus más preciados tesoros-. Porque ella se mueve bien sola, al menos es lo que declara; va y viene por los diversos decorados haciendo sus monerías, como desinteresada de todo. A veces se enoja repentinamente y él, entonces, tiembla y se angustia. Al rato todo parece haber sido una falsa alarma y otra vez se alegra con su risa.
Él planea situaciones y eventos que puedan provocarle algún fugaz movimiento indecoroso, o que su mirada se desvíe sin querer hacia donde él está; que sus ojos le apunten esa mira telescópica impregnada en misterio y le disparen una de esas miradas mortales que toda persona de bien espera recibir un día desde un vértice del destino; una ráfaga asesina que lo derribe sin piedad, nada más que para volver a levantarse resurrecto y perseverar con sangre sudor y lágrimas en el intento de desembarcar en las casi desconocidas playas de su vida, que por lo que parece, por el momento sólo le proponen barricadas de resistencia y un combate con el uso indiscriminado de la artillería más pesada.
Sus ojos, los de ella, lo ignoran, y los propios nunca llegan a rozarla. Pobre... Ha hecho de su vida un montaje continuo de situaciones que logren incluirla por un breve instante. Por ejemplo: a veces ha sido un automovilista que detiene amablemente su marcha en la esquina para que ella cruce la calle, mientras que él la mira embelesado. Otras veces se vistió de vendedor ambulante para ofrecerle una birome en algún colectivo, para escribir orgulloso su nombre en un papel como probando que la birome funciona pero, sobre todo, demostrándole, como quien no quiere la cosa, que lo sabe, que sabe su nombre y puede deletrearlo sin titubear mientras Dios y el diablo juegan al ping pong con su desangrado corazón -ella, afortunadamente, en su distracción nunca nota este detalle-. Incluso, a llegado a colarse como extra en el rodaje de una película con la esperanza de que ella casualmente lo viera una noche cualquiera y leyera en sus labios su nombre pronunciado mucho menos casualmente y en silencio...
Y ahora esto: escribirle. Escribirle como si realmente le escribiera a amores imposibles. Escribirle poemas y cartas como un Cyrano venido a menos, como si verdaderamente muriera en cada una de ellas, relatando situaciones desesperantes que quizás pudieran significar gritos de angustia de un amante atribulado y fiel. Aunque en verdad, nada de eso es él. Porque él, al final de cuentas, es sólo un hombre de la calle, un tipo común que, como cualquiera alguna vez en su vida, cree haber encontrado una razón para jugársela, para jugarse la vida, para ganarla o para perderla. Así de simple, un pobre tipo que la desea y quiere protagonizar su película, la de ella; que no quiere ser extra en ninguna otra. Entonces, cada día arma decorados y prueba guiones y elige el vestuario más adecuado para cada escena; practica encuadres e imagina la iluminación más adecuada. Finalmente, cuando cree tener todo listo para gritar ¡acción!, vuelve por donde vino y se convierte otra vez en un espectador crédulo e ingenuo. Se sienta en el borde de alguna vereda y la espera, imaginando el momento en que aparezca en alguna de las esquinas.
Debe ser por eso que siempre lleva caramelos en los bolsillos, por si alguna noche oscura ella finalmente aparece por el pasillo y decide parar preguntando por esa butaca desocupada a su lado y se sienta junto a él esperando por una vez, al menos por una vez, un final feliz. Aunque sea hasta que corran los créditos finales.
Sigilosamente y con un falso disimulo prepara alguna melodía para que suene de la nada, música incidental o una canción que le cante suave al oido las palabras que él no puede decirle. Le gusta cuidarla desde lejos por más que ella no necesite ningún cuidado -ese es justamente uno de sus más preciados tesoros-. Porque ella se mueve bien sola, al menos es lo que declara; va y viene por los diversos decorados haciendo sus monerías, como desinteresada de todo. A veces se enoja repentinamente y él, entonces, tiembla y se angustia. Al rato todo parece haber sido una falsa alarma y otra vez se alegra con su risa.
Él planea situaciones y eventos que puedan provocarle algún fugaz movimiento indecoroso, o que su mirada se desvíe sin querer hacia donde él está; que sus ojos le apunten esa mira telescópica impregnada en misterio y le disparen una de esas miradas mortales que toda persona de bien espera recibir un día desde un vértice del destino; una ráfaga asesina que lo derribe sin piedad, nada más que para volver a levantarse resurrecto y perseverar con sangre sudor y lágrimas en el intento de desembarcar en las casi desconocidas playas de su vida, que por lo que parece, por el momento sólo le proponen barricadas de resistencia y un combate con el uso indiscriminado de la artillería más pesada.
Sus ojos, los de ella, lo ignoran, y los propios nunca llegan a rozarla. Pobre... Ha hecho de su vida un montaje continuo de situaciones que logren incluirla por un breve instante. Por ejemplo: a veces ha sido un automovilista que detiene amablemente su marcha en la esquina para que ella cruce la calle, mientras que él la mira embelesado. Otras veces se vistió de vendedor ambulante para ofrecerle una birome en algún colectivo, para escribir orgulloso su nombre en un papel como probando que la birome funciona pero, sobre todo, demostrándole, como quien no quiere la cosa, que lo sabe, que sabe su nombre y puede deletrearlo sin titubear mientras Dios y el diablo juegan al ping pong con su desangrado corazón -ella, afortunadamente, en su distracción nunca nota este detalle-. Incluso, a llegado a colarse como extra en el rodaje de una película con la esperanza de que ella casualmente lo viera una noche cualquiera y leyera en sus labios su nombre pronunciado mucho menos casualmente y en silencio...
Y ahora esto: escribirle. Escribirle como si realmente le escribiera a amores imposibles. Escribirle poemas y cartas como un Cyrano venido a menos, como si verdaderamente muriera en cada una de ellas, relatando situaciones desesperantes que quizás pudieran significar gritos de angustia de un amante atribulado y fiel. Aunque en verdad, nada de eso es él. Porque él, al final de cuentas, es sólo un hombre de la calle, un tipo común que, como cualquiera alguna vez en su vida, cree haber encontrado una razón para jugársela, para jugarse la vida, para ganarla o para perderla. Así de simple, un pobre tipo que la desea y quiere protagonizar su película, la de ella; que no quiere ser extra en ninguna otra. Entonces, cada día arma decorados y prueba guiones y elige el vestuario más adecuado para cada escena; practica encuadres e imagina la iluminación más adecuada. Finalmente, cuando cree tener todo listo para gritar ¡acción!, vuelve por donde vino y se convierte otra vez en un espectador crédulo e ingenuo. Se sienta en el borde de alguna vereda y la espera, imaginando el momento en que aparezca en alguna de las esquinas.
Debe ser por eso que siempre lleva caramelos en los bolsillos, por si alguna noche oscura ella finalmente aparece por el pasillo y decide parar preguntando por esa butaca desocupada a su lado y se sienta junto a él esperando por una vez, al menos por una vez, un final feliz. Aunque sea hasta que corran los créditos finales.
FIN
RR
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