Yo creo que cualquiera puede llegar a convertirse en un recuerdo, en una foto desteñida, en una breve cadencia de acordes con intenciones de deseo carnal. Cualquiera puede dejar su rastro sobre el almohadón de un sillón desvencijado como souvenir de una última visita o en la forma de un cepillo de dientes abandonado adrede a modo de venganza. Uno puede hasta dejar con alevosía comentarios indelebles (e indeseables) en algún libro elegido premeditadamente en una biblioteca ajena, algo así como pegar un chicle debajo de una silla, aplastándolo hasta que se impriman sobre su gomosa superficie las huellas digitales de quien, con un mínimo de esfuerzo, podrán hallarse también estampadas sobre la piel del otro personaje de la historia. Un personaje que, con la mala fortuna de estos casos, quedará como guardián, involuntario quizás, de todas esas marcas en la piel, de los comentarios en el libro y del chicle pegado groseramente debajo de la silla. Por eso digo, no es tan complicado convertirse en un recuerdo. Y no importa si la víctima lo acepta o no. Los recuerdos no piden autorización ni para aparecer ni para quedarse, ya sea a la vista o detrás de las cortinas, o tal vez encerrados en ventanas que fueron condenadas sin éxito a no volver a abrirse jamás.
No obstante, los recuerdos no sufren su destino memorioso. Ellos pueden pasearse en pijama y pantuflas a cualquier hora del día sin que nadie pueda exigirles cierto decoro o por lo menos algo de consideración ocasional. Por ejemplo: cuando vienen a la casa visitas y el anfitrión debe andar justificándolos, intentando una mentira piadosa, como que están ahí por algún cuento escuchado la última semana en la radio y que los trajo de vuelta. En realidad, ese cuento jamás existió (al menos en la radio). No hay caso, la visita se dará cuenta fácilmente de este triste detalle. Y, claro, los recuerdos, malvados y aprovechadores, se burlarán irremediablemente of this awkward situation. Ellos se mofarán sin remordimiento del pobre infeliz (o la pobre infeliza) que no sabrá qué decir para no quedar como un estúpido, como un cantante de tango detenido en el pasado, vencido y mareado en un corazón. Es que, lamentablemente, ser un recuerdo necesariamente exige cierto grado de crueldad -un alto grado de crueldad, diría yo-. Sin embargo, esto no debe ser mal interpretado. Porque, a decir verdad, no es la del recuerdo la crueldad del cínico. Es más bien la de quien sabe que tiene una misión dolorosa pero indeclinable y que debe cumplirla a rajatabla para, de esa manera, crear un punto de referencia o, llegado el caso, un punto de partida para la fabricación de un olvido sintético -aunque no por eso, menos útil-.
Es que el olvido, el verdadero olvido, es otra cosa. Ser un olvido no es para cualquiera y no cualquiera logra transformarse definitivamente en un olvido. Quienes hemos alcanzado este estado inocuo, etéreo, cuasi fantasmagórico, lo hemos logrado después de muchísimo trabajo material, intelectual y espiritual; después de haber atravesado todo tipo de accidentes topográficos: bosques y desiertos, valles y montañas, mares y arroyos; y hasta climáticos, sequías y tormentas, quietudes y tempestades. Y así también, quienes hemos finalmente arribado al espacio infinito de los que ya no están en ninguna parte, en ninguna foto, en ninguna historia, no lo hemos hecho sin esfuerzo, sin cierta cuota (alta) de sufrimiento. Es decir, nadie llega a este lugar gratis. Este es un lugar para pocos, y nada tiene que ver este hecho con una cuestión de exclusividad burguesa, sino con las dificultades que el proceso conlleva. Eso sí, siempre es mejor haber venido hasta aquí por propia voluntad que haber sido traído a los empujones o, peor aun, haber sido arrojado como el envoltorio de un caramelo disuelto en la saliva del tiempo. Porque quienes sufren este último proceso de transformación siempre estarán al alcance del despecho y el rencor de otros que los pueden llevar de vuelta hacia la tierra de los recuerdos sólo para vapulearlos y vituperarlos en nombre de unos impulsos a los cuales los recuerdos no tienen acceso y contra los que no pueden ejercer defensa alguna (lo sé, pobres ellos...).
En síntesis, el territorio del olvido verdadero es para muy pocos, para los que hemos renunciado para siempre a ser un estímulo desventurado perdido en un cajón entre medio de un montón de cosas inservibles (casi tanto como los recuerdos). Y si me incluyo en este grupo es porque, después de negarme a aceptar el destino de un caramelo regurgitado, decidí yo mismo tomar el camino del olvido. Yo mismo, consciente y en pleno uso de mis facultades, tomé la decisión de venir a ocupar este lugar en el territorio de lo que nunca sucedió, en la memoria borrada de lo que nunca fue.
Y aquí me ven, ejerciendo esta tarea, que si bien no es sencilla ni cómoda, es mucho más gratificante que permanecer suspendido en un limbo memorial viendo pasar gente desconocida desde una foto apoyada sobre un escritorio en el fondo de una habitación oscura. Porque, ¿para qué negarlo?, ser un recuerdo puede llegar a ser lo más natural del mundo. Sin embargo en mi caso, no podría aguantar cada historia que se inventara a mi alrededor. No podría verme llevado y traído de una fecha a otra, de una casa a otra, de un amor a otro. ¿Quién en su sano juicio puede disfrutar de ser el protagonista del pasado de alguien? ¡Vamos, por favor! Aquí, al menos, no tengo pasado, ni siquiera presente. En este lugar todo lo que soy es futuro, improbable, desconocido... olvidado. Todos los días es un día nuevo para mí, que al terminar se extingue sin dejar nada como prueba de existencia. Cada mate que tomo por la mañana está fuerte y caliente; cada botella que se destapa en esta casa desaparece sin dejar rastro al finalizar su contenido; cada hora de sueño por la noche está habitada por lo que vendrá o por una canción desconocida que no le pertenece a nadie, que no evoca a ninguna mujer ni a ningún lugar; cada hora del día es irrepetible e independiente de la precedente. Así, mi tiempo lo ocupo en ser una posibilidad, sin que lo que haya sido intervenga, pues no existe. Entre otras actividades que planeo permanentemente está entre mis preferidas ver el mar. Porque el mar, como buen amigo del olvido y referente perpetuo de sabiduría, oculta su pasado en el fondo y lo olvida concienzudamente. A veces, cuando me vienen ciertas ganas de jugar con el futuro, me siento a escribir historias de probabilidades. Estas probabilidades pueden ser imposibles o, si es que pretendo desafiarlo verdaderamente, un tanto verosímiles. Lo sé, es un juego tonto. Al fin y al cabo, cada palabra que escribo se la lleva el viento.
Sólo una precaución debo tener cada vez que juego con el futuro, y es nunca, jamás, escribir una historia que alcance mil palabras. Este no es un detalle nimio. Todo lo contrario, es vital para seguir aquí disfrutando del anonimato astral en el cual mi carta natal se ha perdido para siempre. Y visto y considerando que valoro esta situación más que a nada, y que he luchado mucho por llegar a ser un verdadero olvido, llevo tatuado en la mano derecha el número novecientos noventa y nueve para no caer víctima de mi propio estado, del invaluable olvido que me caracteriza.
¿Por qué, preguntarán tal vez ustedes, no debo llegar a escribir nunca jamás una historia de mil palabras? Pues bien, es muy simple. Porque ningún recuerdo es más feroz y desalmado que la imagen detenida en el tiempo de quien uno ha amado. Ningún recuerdo es más demoledor que la imagen irreconocible de un amor vuelto al presente en forma de pasado, con aromas y gustos vencidos e irreconocibles, con el tacto arrugado y seco por los años. Ninguna imagen traerá un pesar mayor que la de aquel amor imposible de ser resucitado en la piel y en el alma. Por eso siempre le presto mi mayor atención a un dispositivo que es como con un viejo contador de ovejas y que tengo sobre la mesa para contar las palabras. Nunca lo pierdo de vista mientras escribo, y lo observo cuidadosamente por encima del número tatuado sobre mi mano derecha. No vaya a ser que, una tarde de domingo como esta, me deje llevar y accidentalmente cruce ese del límite infausto y ella aparezca de la nada a florearse ante mis ojos haciendo que su imagen vuelva otra vez a valer más que mil palabras. O incluso mucho más. Mucho más que todo esto que he escribo mientras juego con el futuro, intentando por todos los medios permanecer de este lado y seguir siendo quien soy y quien siempre intentaré ser: un olvido obstinado combatiendo recuerdos imborrables.
No obstante, los recuerdos no sufren su destino memorioso. Ellos pueden pasearse en pijama y pantuflas a cualquier hora del día sin que nadie pueda exigirles cierto decoro o por lo menos algo de consideración ocasional. Por ejemplo: cuando vienen a la casa visitas y el anfitrión debe andar justificándolos, intentando una mentira piadosa, como que están ahí por algún cuento escuchado la última semana en la radio y que los trajo de vuelta. En realidad, ese cuento jamás existió (al menos en la radio). No hay caso, la visita se dará cuenta fácilmente de este triste detalle. Y, claro, los recuerdos, malvados y aprovechadores, se burlarán irremediablemente of this awkward situation. Ellos se mofarán sin remordimiento del pobre infeliz (o la pobre infeliza) que no sabrá qué decir para no quedar como un estúpido, como un cantante de tango detenido en el pasado, vencido y mareado en un corazón. Es que, lamentablemente, ser un recuerdo necesariamente exige cierto grado de crueldad -un alto grado de crueldad, diría yo-. Sin embargo, esto no debe ser mal interpretado. Porque, a decir verdad, no es la del recuerdo la crueldad del cínico. Es más bien la de quien sabe que tiene una misión dolorosa pero indeclinable y que debe cumplirla a rajatabla para, de esa manera, crear un punto de referencia o, llegado el caso, un punto de partida para la fabricación de un olvido sintético -aunque no por eso, menos útil-.
Es que el olvido, el verdadero olvido, es otra cosa. Ser un olvido no es para cualquiera y no cualquiera logra transformarse definitivamente en un olvido. Quienes hemos alcanzado este estado inocuo, etéreo, cuasi fantasmagórico, lo hemos logrado después de muchísimo trabajo material, intelectual y espiritual; después de haber atravesado todo tipo de accidentes topográficos: bosques y desiertos, valles y montañas, mares y arroyos; y hasta climáticos, sequías y tormentas, quietudes y tempestades. Y así también, quienes hemos finalmente arribado al espacio infinito de los que ya no están en ninguna parte, en ninguna foto, en ninguna historia, no lo hemos hecho sin esfuerzo, sin cierta cuota (alta) de sufrimiento. Es decir, nadie llega a este lugar gratis. Este es un lugar para pocos, y nada tiene que ver este hecho con una cuestión de exclusividad burguesa, sino con las dificultades que el proceso conlleva. Eso sí, siempre es mejor haber venido hasta aquí por propia voluntad que haber sido traído a los empujones o, peor aun, haber sido arrojado como el envoltorio de un caramelo disuelto en la saliva del tiempo. Porque quienes sufren este último proceso de transformación siempre estarán al alcance del despecho y el rencor de otros que los pueden llevar de vuelta hacia la tierra de los recuerdos sólo para vapulearlos y vituperarlos en nombre de unos impulsos a los cuales los recuerdos no tienen acceso y contra los que no pueden ejercer defensa alguna (lo sé, pobres ellos...).
En síntesis, el territorio del olvido verdadero es para muy pocos, para los que hemos renunciado para siempre a ser un estímulo desventurado perdido en un cajón entre medio de un montón de cosas inservibles (casi tanto como los recuerdos). Y si me incluyo en este grupo es porque, después de negarme a aceptar el destino de un caramelo regurgitado, decidí yo mismo tomar el camino del olvido. Yo mismo, consciente y en pleno uso de mis facultades, tomé la decisión de venir a ocupar este lugar en el territorio de lo que nunca sucedió, en la memoria borrada de lo que nunca fue.
Y aquí me ven, ejerciendo esta tarea, que si bien no es sencilla ni cómoda, es mucho más gratificante que permanecer suspendido en un limbo memorial viendo pasar gente desconocida desde una foto apoyada sobre un escritorio en el fondo de una habitación oscura. Porque, ¿para qué negarlo?, ser un recuerdo puede llegar a ser lo más natural del mundo. Sin embargo en mi caso, no podría aguantar cada historia que se inventara a mi alrededor. No podría verme llevado y traído de una fecha a otra, de una casa a otra, de un amor a otro. ¿Quién en su sano juicio puede disfrutar de ser el protagonista del pasado de alguien? ¡Vamos, por favor! Aquí, al menos, no tengo pasado, ni siquiera presente. En este lugar todo lo que soy es futuro, improbable, desconocido... olvidado. Todos los días es un día nuevo para mí, que al terminar se extingue sin dejar nada como prueba de existencia. Cada mate que tomo por la mañana está fuerte y caliente; cada botella que se destapa en esta casa desaparece sin dejar rastro al finalizar su contenido; cada hora de sueño por la noche está habitada por lo que vendrá o por una canción desconocida que no le pertenece a nadie, que no evoca a ninguna mujer ni a ningún lugar; cada hora del día es irrepetible e independiente de la precedente. Así, mi tiempo lo ocupo en ser una posibilidad, sin que lo que haya sido intervenga, pues no existe. Entre otras actividades que planeo permanentemente está entre mis preferidas ver el mar. Porque el mar, como buen amigo del olvido y referente perpetuo de sabiduría, oculta su pasado en el fondo y lo olvida concienzudamente. A veces, cuando me vienen ciertas ganas de jugar con el futuro, me siento a escribir historias de probabilidades. Estas probabilidades pueden ser imposibles o, si es que pretendo desafiarlo verdaderamente, un tanto verosímiles. Lo sé, es un juego tonto. Al fin y al cabo, cada palabra que escribo se la lleva el viento.
Sólo una precaución debo tener cada vez que juego con el futuro, y es nunca, jamás, escribir una historia que alcance mil palabras. Este no es un detalle nimio. Todo lo contrario, es vital para seguir aquí disfrutando del anonimato astral en el cual mi carta natal se ha perdido para siempre. Y visto y considerando que valoro esta situación más que a nada, y que he luchado mucho por llegar a ser un verdadero olvido, llevo tatuado en la mano derecha el número novecientos noventa y nueve para no caer víctima de mi propio estado, del invaluable olvido que me caracteriza.
¿Por qué, preguntarán tal vez ustedes, no debo llegar a escribir nunca jamás una historia de mil palabras? Pues bien, es muy simple. Porque ningún recuerdo es más feroz y desalmado que la imagen detenida en el tiempo de quien uno ha amado. Ningún recuerdo es más demoledor que la imagen irreconocible de un amor vuelto al presente en forma de pasado, con aromas y gustos vencidos e irreconocibles, con el tacto arrugado y seco por los años. Ninguna imagen traerá un pesar mayor que la de aquel amor imposible de ser resucitado en la piel y en el alma. Por eso siempre le presto mi mayor atención a un dispositivo que es como con un viejo contador de ovejas y que tengo sobre la mesa para contar las palabras. Nunca lo pierdo de vista mientras escribo, y lo observo cuidadosamente por encima del número tatuado sobre mi mano derecha. No vaya a ser que, una tarde de domingo como esta, me deje llevar y accidentalmente cruce ese del límite infausto y ella aparezca de la nada a florearse ante mis ojos haciendo que su imagen vuelva otra vez a valer más que mil palabras. O incluso mucho más. Mucho más que todo esto que he escribo mientras juego con el futuro, intentando por todos los medios permanecer de este lado y seguir siendo quien soy y quien siempre intentaré ser: un olvido obstinado combatiendo recuerdos imborrables.
RR
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