No, claro que no da lo mismo, nunca da lo mismo. Por eso uno escribe y lleva adelante toda esta serie de esfuerzos imposibles por no perecer dentro de los oprobiosos márgenes de lo patético. Porque nunca dará lo mismo haberla visto un día en la vida que no haberla visto jamás (aunque sólo haya sido un día y uno viva eternamente). No, no da lo mismo. No da lo mismo haberla tenido al lado escuchando sus temores y sus esperanzas que tenerla así como está ahora, a una distancia "prudente" para no complicarme la vida, para no arriesgar el sudor o la calma. No, no da lo mismo.
¿Cómo daría lo mismo si las siete de la tarde, después de ella, dejaron definitivamente de ser sólo las siete de la tarde? ¿Quién en su sano juicio le hubiese dado semejante entidad a una hora del día si no hubiese sido la hora para verla, para intentar poner tímidamente las manos en su cara o arrimar unas insipientes e inevitables oscuridades a su luz tibia? ¿Cómo uno, al fin y al cabo, podría creer en eso de que el amor también duele si nunca hubiese sentido aquel renombrado dolor en el pecho ante la posibilidad de perderle el rastro una tarde cualquiera de febrero? Una picadura de medusa cruzando como un látigo por el cuerpo y el alma. Y nadie podrá convencerme nunca de que ese dolor no vale la pena -aunque debo confesar que más de una vez lo he dudado y hasta me he maldecido a mí mismo por sostener semejante sentencia-. Como tampoco nadie podrá jamás decir que no fui en su búsqueda. No, nadie podrá insinuar que alguna vez renegué de aquel insufrible destino atado a su boca sólo porque sus besos ya no caían desvalidos sobre mí, o porque un día decidió mudarse finalmente a otros brazos.
No, claro que no. Seguramente no dio lo mismo cuando hubo que juntar fuerzas de no sé donde para seguir bailando, medio borracho y a media luz, la milonga interminable del olvido. Y no fue Dios ni fueron los médicos los que me salvaron, fueron nada más que este reflujo de palabras que aún me agita el estómago de vez en cuando; unas ridículas cartas apócrifas que escribía para ella secretamente como un niño, escondido del mundo, de espaldas al sol y de frente a la muerte. Y sí, ¿para qué negarlo? No era lo mismo escribirlas que no hacerlo, o arrojarlas a un pozo ciego que, desde lo más oscuro de su ceguera, me recordaría permanentemente, día tras día, que hasta para los pozos ser ciego no significa ser mudo.
No obstante todo esto, la vida continúa y el partido, dicen, solamente termina cuando suena el último pitazo. Y a mí, entre otras cosas, me ha quedado la costumbre de observar la marea que, por lo que he leído en algún lugar que no recuerdo, siempre devuelve lo que le arrojan. Por eso ahora, casi pasadas las siete, y mientras los besos de su boca -probablemente por la mala fortuna o por esas cosas de la vida- tal vez no encuentren donde caer vencidos, siento que es mi deber dejar en esta hoja una nueva señal, una marca apócrifa que, quién sabe, les sirva en todo caso de norte a ellos o, al menos, a las medusas que arrastra la marea. Es que aunque lo niegue cada día y cada noche, a sólo unos pasos de este pozo infinito, siguen latiendo cándidamente sus temores y sus esperanzas. Y también acá nomás, a la vuelta de esos rincones adonde nunca se vuelve, sigue habiendo una cama desarmada por sus noches y sus sueños. Y por último acá, en este mismo espacio desolado donde acostumbro a beber y bailar a media luz, hay un manojo medio deshecho de cartas. Cada una con su nombre. Y cada una con el recuerdo de mi propia muerte.
RR
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