jueves, 26 de julio de 2018

LOS HÉROES, SUS AMANTES Y SUS SOMBRAS



     Mientras tanto, en el claroscuro que ilumina el espacio entre la vida y la muerte, el amor sucede. El amor se escapa de las cajitas de cristal de los que lo añoran, de los libros de los que lo escriben, de las canciones de los que lo cantan. Mientras tanto, hay peces que saltan de la pecera para besar al observador; y observadores que se zambullen al agua a ahogarse de la mano de un axolotl. Mientras tanto, hay cartas que van y vienen y mensajes que nunca llegan; malos entendidos que quedan ahí, como malos entendidos, como murallas levantadas bajo los signos de una pretendida civilización pero sin esos gestos imprescindibles de la naturaleza, sin los brillos del sudor en la frente anunciando la imposibilidad de contener por más tiempo la confesión de quien ha caído irremediablemente en la red del amor. Porque nadie escapa del todo y para siempre de esa red, de su caza furtiva, de su mira telescópica que ajusta con precisión el objetivo y dispara una bala que no podrá removerse nunca.
     Y así, desde las ventanas de los edificios, como desde las oscuridades de los reductos sociales, los amantes disparan sus miradas, se hablan en silencio buscando una magia telepática que los conecte y los abrace finalmente bajo la copa de un árbol o bajo las sábanas de una cama. Así andan ellos, despreocupados de buscar razones para tanto desperdicio de tiempo en cuestiones nimias, en el bagayeo de cosas que, al final, terminan demostrando su completa inutilidad. Y claro, habrá quienes se arrepentirán un día de no haber intentado congraciarse con el tango o con los boleros, esos que apenas se dejaban escuchar debajo del ruido filoso de las rayas de un disco abandonado por quien tuvo la dicha de encontrar una pareja para bailarlo y huyó de su negro presente hacia un destino incierto. Y también habrá otros que se sometan al juicio final de un libro estaqueado entre los límites de una biblioteca juntando polvo con el señalador abandonado en la segunda página mientras las restantes guardan en secreto los versos más desgarradores junto a las carcajadas de hombres y mujeres felices que se animaron a escribir con sus propias manos la historia de sus vidas.
     De la misma manera aguardan los amantes que no se encuentran. Van y vienen, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Domingos familiares con familiares desconocidos, encuentros con amigos de quienes no saben más que el color de su equipo de fútbol y los finales de unos cuentos tontos, repetidos y sin gracia que han sido contados una y otra vez hasta el hartazgo. En el fondo de sus horas ha quedado guardado secretamente aquello que han negado durante toda su vida. Allí, donde el mundo se termina al primer minuto de la borrachera y concluye un minuto antes de caer vencidos por el sueño que, irremediablemente, los rescatará para colocarlos en un lamentable lunes -por más que sea jueves o cualquier otro día de la semana-. Es que siempre será un despertar de lunes para los que no logran encontrar su sujeto y viven como un eterno predicado, acomodando los verbos en unas esperanzas que persiguen implacablemente y adjetivando imágenes de sueños imposibles.
     Sí, el amor está ahí y de nada sirve ocultarse, ni de sus causas ni de sus consecuencias. ¿Es que acaso no es el amor el único acto verdadero de valentía que somos capaces de llevar adelante? Tarde o temprano llega la hora de creer en lo increíble, en que nada es lo que antes uno creía que era. Como le sucede a esa muchacha que, apesadumbrada por los sobrevalorados vaivenes del dinero, camina ahora por la plaza con sus deseos grabados y ocultos en un botón desprendido de su camisa sin saber que ella es el amor de la vida de alguien, la reina de un tablero que desconoce. Ella, sí. Ella.
     Ella pertenece a un juego donde no hay nada que no sea posible. Va por las sombras del amor desprevenida, saltando de cuadradito en cuadradito ignorando que tal vez su rey es aquel peón blanco, o ese otro negro, o aquel rojo. O tal vez no sea ninguno de ellos y sea un caballo abandonado al borde del olvido, cansado de cabalgar soledades. Y cuando ella descubra que está a punto de ser devorada por el tiempo, no tendrá otra posibilidad más que salir de la penumbra e ir detrás de ese amor como van los que asumen al héroe interno maniatado por miedos y prejuicios inculcados metódicamente de generación en generación. Inesperadamente entonces, su heroína saldrá a la luz para iluminar lo que haya quedado del dolor que la mantuvo recluida en esa espantosa prisión.

     Y así como esta reina irá detrás de su rey por el infinito camino de los amantes, me pregunto si no es que yo debo volver a perseguir una vez más el trazo dibujado por tu silencio. Porque vos, que seguís sonriéndome desde un cuadradito negro, probablemente pienses que para convertirme en héroe yo debería abandonar la pretensión de hacer de esto una carta de despedida y escribir ahora mismo tu nombre en ese espacio vacío dejado en cada texto escrito y desahuciado en el borde del cuadradito blanco contiguo al tuyo. Acaso, si así lo hiciera, estas palabras podrían tomar la forma de un prólogo heroico para mis últimos versos anónimos que me permitirían recuperar tu cuerpo de la sombra y acercarme disimuladamente a tu oído a ofrecerte que te quedaras al menos un rato a mi lado, que dejases el desorden de tu ropa en el piso como una constelación que guiara tus soledades hacia el refugio que guardan mis anhelos.
     Sin embargo, querida, eso no sucederá. Porque, a decir verdad, este es el más heroico de mis actos. Pues así como el amor sucede, suceden las soledades. Y mis soledades deben permanecer solas dejando las tuyas con vos que pertenecés a un universo inalcanzable.
     Adiós, entonces. Es tiempo de descolgar este ya desvencijado cartel de bienvenida y despedirte de mi boca y de mis manos, abandonando la idea de ser el héroe de un hoy sin mañana. Por favor, apagá la luz al salir; guardá en tu bolso los últimos rayos de sol de los futuros atardeceres y los tenues brillos de las lamparitas ya agotadas, pues no me pertenecen. Como no me pertenecen ya ni tu risa, ni tu sexo, ni nada de lo que rondará ostensiblemente mi memoria hasta el fin de los días.

Sólo tu sombra.

RR
   
                

domingo, 22 de julio de 2018

CUANDO TRASNOCHAN LOS CORAZONES


     Ya es casi la una de la mañana y ella sigue ahí, tan hermosa que me resulta intolerable; aplicada a esparcir su polen por el aire despreocupadamente sin enterarse de la revolución que se ha generado en mi colmena. Yo la miro y la miro. La observo atentamente, trato de descifrar los movimientos de sus ojos que miran de a ratos el cuello húmedo de su camisa a cuadros, mientras sus manos acomodan la justa distancia entre sus bordes, dejando a la vista del mundo entero el comienzo del tobogán alucinante que corre entre sus pechos. Una caída libre que desata cataratas de ilusiones y fantasías a las que, si fuese por mí, me arrojaría feliz con una sonrisa imborrable igual a esta que ya me cuesta cada vez más contener.

     La una y pico y ya no sé qué más hacer para llamar su atención, para comenzar ese necesario diálogo de gestos y miradas que nos pondrían frente a frente, que nos unirían las manos a escondidas por debajo de la mesa nada más que para aguarle la fiesta a la soledad. ¿Será que no me ha visto? ¿O será que se nota demasiado mi pulso acelerado y las gotitas de transpiración que caen por mi cuello dejando en evidencia lo que quiero? Quizás sea que esta camisa no me favorece como yo creía porque ni siquiera me mira, está como perdido en su propio mundo. Me pregunto en qué estará pensando. Quisiera arremeter ahora mismo contra la miel de sus ojos que chorrean una mirada que parecen irse de viaje cada vez que busco encontrarme con ella en algún lugar imaginario donde remontar mis fantasías a la par de sus realidades.

     Tal vez debería asumir la realidad: ella está esperando a alguien, está haciendo tiempo para salir de este lugar apestoso de olores fritos en aceites añejos, lleno de cuadros horribles colgados de paredes descascaradas que no hacen más que aumentar mi desconsuelo por ser un timorato que no se anima a levantarse de esta silla y acercarle un vaso de esta cerveza helada junto a este papel que ya ni pienso leer, que apenas salga de acá lo arrojaré derecho a la basura. Porque, vamos, yo no soy un poeta ni nada de eso. Lo único que hago es escribir las típicas rimas que trae el miedo. Ese miedo al abismo que se abre ante uno cuando la prueba fehaciente del amor desmiente a la muerte dejando a la propia vida como un simple adorno. Y eso, irremediablemente, me convierte de inmediato en un pobre imbécil que no encontrará nunca otra salida más honrosa para esta terrorífica situación que escribir cualquier cosa: excusas indefendibles o justificaciones inescrupulosas. Como si fuese el peor de los cobardes. O tal vez debería decir el más valiente de ellos. Porque de esta manera asumiría la heroica tarea de negarme a firmar la declaración universal de los perdidos para siempre, renunciando así al último cupo para ocupar el lugar sencillo y honorable de los hombres que nacen y mueren para casarse con la mujer que les toca, disfrutar los domingos en familia y amargarse los lunes en el trabajo.

     Me mata la tentación de levantarme y pasar por su lado tratando de ver qué es lo que escribe, qué puede ser tan importante para desviarse y esquivar cada trazo de esta telaraña que tejo inútilmente a su alrededor. Seguramente estará escribiendo una de esas cartas de amor que reciben mujeres que no las merecen, que no les importa el corazón del hombre cosido con hilos de tinta roja en el gris del ayer, regalado como una ofrenda de sacrificio. Dale, yo acepto tu regalo. Te juro que si hacés aunque sea un amague, yo me levanto inmediatamente y me tiro encima tuyo haciéndome la distraída, la que no te estuvo invitando desde hace una hora con este vaso vacío que no venís a renovar, a llenarlo con las horas restantes de la noche que está tan calurosa que saltaría a la catarata de palabras que veo que caen sobre ese papel que debería ser para mí y no para ella. Para mí. Sí, para mí.

     ¿A quién se le ocurre escribirle a mujeres desconocidas? ¿Qué podría yo escribirle a esta mujer que le resultase interesante? Una mujer inalcanzable a la que observo desde hace una eternidad, quedándome todavía el infinito de la desgracia de no volverla a ver apenas se levante y se vaya sin ni siquiera mirarme. Sola, ¡claro que sí!  Mirá si la voy a andar siguiendo por la noche como un asesino a sueldo, como un enamorado de un par de ojazos azules a los que sólo podría nublar con propuestas escritas en papeles engrasados, en bares roñosos llenos de tangos rayados en vinilo negro. Mirá si justo esta noche, con este calor agobiante, esta mina me va a recibir en sus mejores horas, con sus mejores deseos amotinados bajo su camisa para entablar una partida de uno contra uno y ver quién huye primero, quién desparece con cualquier coartada ridícula ante el primer amague amoroso. Y sí, seguramente yo perdería por goleada. Es que yo me quedaría desvelado para siempre mirando ese irse. Ese mismo irse que estoy esperando hace rato para levantarme a su paso y tropezar con su camino, aunque sea para que tenga que sortear esta desesperación que ha florecido bajo su cielo que está tan cerca y tan lejos a la vez. Si fuera por mí… Si por mí fuera… Pero no es por mí, es por ella. Es por la insensatez de creer que puedo estar frente a la mujer de mi vida sin que ella lo sepa jamás, sin que pueda producirse ninguna de esas estúpidas escenas inverosímiles de película donde él y ella se miran a la pasada y se encuentran frente a frente, como una mosca a punto de ser devorada por una araña cazadora de corazones débiles que caen como presas en su tela estratégicamente tejida para eso, para matar mirando a los ojos, para hacerle perder a su víctima el temor a la luz y al túnel y a toda esa mierda que nos atemoriza cuando, en realidad, deberíamos sentir un impulso irrefrenable hacia el sacrificio. Claro que sí. Deberíamos ir corriendo contra el filo de la daga que nos arrancaría el corazón para dejarlo en sus manos en vez de guardarlo en un papel grasoso que se perderá para siempre en el olvido. Pero ella no sabe todo esto. No sabe que estoy enredado en sus hilos de seda, en los cuadros de su camisa, en su reflejo en el vidrio que se refleja a su vez en el espejo detrás de su espalda que se endereza y se levanta sin que yo me atreva ni siquiera a pestañar cuando pasa tirando la cuenta despreocupadamente al piso. No sabe que si supiera dónde vive quizás me animaría a ir dejarle cada noche cartas como esta, llenas de frases cursis para saldar esta despedida que inevitablemente hará que pida otra cerveza para olvidarla por lo menos hasta mañana. Hasta que la madrugada me despierte abrazado a su ausencia que ya no se irá nunca.

     Creo que hasta acá llego. Esto ha comenzado a hacerme mal. Y no es que una se acobarde así nomás por un pequeño desbarajuste emocional, por sentir que enfrente de sus ojos está la noche ocultándose como si una fuese una intrusa que quiere subirse a su cama. No, no es eso. No es que él esté ahí y yo acá. Que en esta mesa haya una silla que ha dejado de ser silla para ser él. Él que está allá mientras yo estoy acá sin poder mover un músculo, sin animarme a abandonar este papel de araña venenosa agazapada en su escondite mirando mi reflejo en el vidrio que da a su espalda, acomodando esta maldita camisa que no debería haberme puesto y que ahora delata mis pezones que apuntan maliciosos hacia lo que deseo. Y lo que deseo es él que escribe cartas a otros amores que quizás nunca vean esto que yo estoy viendo ahora de frente. Unos ojos caídos sobre un papel que nunca tendrá mi nombre, ni mi dirección que pienso escribir sobre la cuenta -que ya me trajo el mozo- para dejarla caer a sus pies cuando me vaya caminando despacio por la vereda más oscura, imaginando que me sigue como un asesino a sueldo tras su víctima; pensando en qué sería de nosotros si no fuésemos dos pasajeros con trenes a diferentes destinos, si no tuviéramos cada uno sus propias ganas y coincidiéramos en una sonrisa. Tan sólo eso, una sonrisa. Una simple mueca que rompería el maldito juramento de no hablar con extraño. Un estúpido y maldito juramento que, como en este caso, nos hará pagar el precio impagable de perder al amor de tu vida en una noche calurosa, bajo un cielo estrellado únicamente para nosotros. Eso solo hubiese alcanzado, una sonrisa que probablemente me hubiese podido guiar hasta el umbral donde él guardará su ausencia a la que no podré abandonar nunca a partir de esta noche. Su ausencia que se convertirá en el símbolo de un paraíso perdido, el lugar secreto que buscaré cada noche, calurosa o fría, que decida pasar acurrucada entre las mieles de otras colmenas. Sí, su ausencia que madrugará conmigo cada mañana y me acompañará hasta mi puerta con la esperanza de encontrar un sobre asomando por debajo, con su nombre escrito en el remitente invitándome a escribir el mío en su destino.

RR



domingo, 8 de julio de 2018

QUERIDO MERCADO:


    Te escribo desde este rincón apartado del mundo para ponerte al día de mi situación y de la de otros tantos.
     Tal vez vos no estés enterado pero, desde hace un par de años, se habla de vos mucho más de lo que se venía haciendo. Salís todos los días en los diarios y te nombran permanentemente en la tele y en la radio. Parece como si, al invocarte, algo bueno pudiera ocurrir. Y no es que antes nadie te nombrara, no. Lo que pasa es que antes te nombraban junto a otros primos tuyos más cercanos de los que ya no sabemos nada. Quiero decir, lo sabemos, pero es como que preferimos no hablar demasiado para no ponernos tristes, o más bien, para no sumarnos otra tristeza.
     Por lo que comentan "los que saben", con los años has ido adquiriendo un temperamento un tanto sensible y áspero. ¿Será que esa mano invisible no te deja dormir bien? No te enojes, no lo digo para molestarte, sino porque por estos lares de lo único que se habla diariamente es de tratar de no causarte algún malestar o incomodidad. Dicen que si hacemos tal o cual cosa vos te podrías sentir ofendido o molesto e irte dando un portazo; y si eso sucediera, dicen, algo así como un octava plaga egipcia nos dejaría estaquedos por el ojete en el medio de la Pampa húmeda o nos barrería del mapa completamente. La verdad es que a mí un poco me preocupa. No tanto que un día te enojes (con razón o sin ella) y decidas orientar tus velas verdes hacia otros horizontes más cálidos y paradisíacos, sino que estemos tan pendientes de que eso ocurra. Entonces te pregunto: ¿es tan así como nos cuentan?
     Nosotros, como tal vez ya te hayas enterado, no la estamos pasando muy bien que digamos. Ojo, no es que te esté echando toda la culpa a vos. La culpa nunca es del chancho. Supongo que la culpa es un poco de todos, de los que te convocan cada tanto, de la gente que los convoca a los que te convocan a vos y de nosotros, el pueblo, que dejamos que estas convocatorias tengan menos éxito que las de la selección de fútbol (mejor no entremos en ese tema...). Seguramente vos te vas a defender de esto diciéndome que no tenés nada que ver, que a vos te van a buscar siempre para salvarle las papas (negocios) a otros. Está bien, eso puede ser cierto, aunque es sólo medio cierto, no es toda la verdad en esta historia. Porque tampoco es que vos sos un actor de reparto (vaya paradoja) y que sólo hacés lo que el guión dice. No señor, seamos honestos, vos también tenés tu propio libreto y estás expectante por llevarlo al escenario. Nosotros en cambio, volviendo a la metáfora futbolística, la vemos pasar; te vemos jugar a vos y a ellos y un poco a la gente, todos con nuestra pelota y sin jamás poder intervenir en la jugada. Y lo peor es que cuando finalmente perdemos el partido -por goleada-, a vos te transfieren por un montón de guita a otro club, los que te convocaron se van sin hacer declaraciones o echándole la culpa a cualquier cosa (siempre con un porcentaje de la transferencia) y la gente se queda como idiota y no dice ni mu. Es como si sufrieran una especie de formateo en la memoria: nunca vuelven a hablar de eso. Llegado el caso, lo máximo que pueden hacer es repetir que les mintieron y que ellos no sabían lo que estaba pasando; que los culpables "algo habrán hecho" (habremos hecho). En cambio nosotros, el pueblo, nos quedamos siempre llenos de barro, solos en la cancha con la vista perdida en las tribunas vacías y en el último lugar de la tabla, listos para irnos otra vez al descenso.
     Como verás, ser el pueblo en esta historia no es algo muy gratificante o beneficioso que digamos. Fijate, por un lado se nos convoca en todos los discursos sobre cualquier táctica y estrategia, para todas las batallas, para todos los sacrificios; pero a la hora de la entrega de premios -si es que milagrosamente ganáramos alguno- no aparecemos en ningún lado. Aparecen vos, tus amigos y, llegado el caso, la gente.
    Claro, la gente últimamente se ha transformado en protagonista principal de toda esta esquizofrénica relación entre vos y nosotros. Porque, te aclaro, la gente no somos nosotros. El pueblo ya no es la gente. El pueblo es una especie de recuerdo de un pasado venturoso. Un recuerdo de otros tiempos donde supuestamente íbamos a construir con trabajo, participación, esfuerzo y justicia un mundo mejor, más sano, menos triste y menos duro. En definitiva: un mundo más justo. Bueno, ahora le ha llegado el turno a la gente.
     La gente, según lo que ellos mismos declaran, no tiene ideología (afortunadamente, presumen ellos), ni historia, ni presente, sólo un futuro aspiracional. Así mismo, se dice  que la gente, o tiene méritos, o no los tiene. La gente es el público -no "lo público", eso, claro, somos nosotros, el pueblo-. La gente asiste como un espectador a un teatro en donde unos actúan y otros dirigen una obra en la que, al final, cuando cae el telón, lo único que (la gente) se lleva es un papelito arrugado comprobante de la entrada carísima que pagaron, y otro más de colaboración (más caro todavía) para futuras obras que se llevarán adelante quién sabe cuándo -aunque todos sabemos por quienes-. Y sí, no te voy a mentir, la gente, querido Mercado, es la que más se preocupa por vos, por tu salud, por tu bienestar -que no debe ser nunca disturbado-. A veces los veo y los escucho hablando de vos con preocupación, como si estuvieran dispuestos a dar la vida en pos de que nadie se atreva a reclamarte nada o a discutir tus amplias ventajas o a cuestionar ningún movimiento de tu mano.
     En cambio a mí, y claculo que a todos nosotros, esto nos hace un poco de ruido, para qué te lo voy a negar. No sé, antes aunque sea nos decían algunas mentiras piadosas. Por ají aparecía un lider carismático que nos contaba el cuento de la unión nacional y nos prometía que si nos rompíamos el culo íbamos a conseguir un poco más de lo que nos daban otros, sólo por ser leales a nosotros mismos, sin importar si éramos ricos o pobres (y más aún si éramos pobres). O sea, o nos salvábamos todos o no se salvaba nadie. Por otro lado, otros más atentos a cuestiones más abarcativas que las circunstancias nacionales, y más decididos a tomar el toro por las astas, nos proponían unirnos internacionalmente para agarrar de una vez por todas el mango, dar vuelta la tortilla y dejar de pagar alquiler por una sartén que, en realidad, es nuestra. Claro, esos me simpatizan mucho más, pero sé que ese camino es largo y llevará un poco más de tiempo. En cambio ahora ni nos nombran, nos dicen golpistas, desestabilizadores y hasta populistas, sin que nadie pueda explicar de manera fehaciente, concreta y científica que cuerno es verdaderamente el populismo. Por eso, a mí me parece que nos están cagando otra vez...
     Ya ves, querido Mercado, que de todo este menjunje, vos y los otros que te han vuelto a llamar nunca salen enchastrados. Nosotros, que apenas sobrevivimos pero existimos, ya sabemos lo que nos toca, lo que nos queda y lo que deberemos hacer algún día cuando el hartazgo justiciero nos convoque a todos  y nos decidamos a poner los huevos que corresponde a la tortilla. La gente... Bueno, ellos son así, ovejitas de corral que balan y saltan como bobas de un lado para otro y aceptan, como buenas ovejitas que son, que cada tanto las esquilen y las dejen cagándose de frío de cara al viento. Y eso sin mencionar que siempre está latente la posibilidad de que, en medio de la esquila aparezca el patroncito con los pantalones por las rodillas a sacarse las ganas. Obviamente, ellas no dirán nada, hasta incluso lo agradecerán en una próxima elección o, en todo caso, desparramando su hiel en todos los ámbitos. Y todo con tal de que nosotros no nos acerquemos ni a un metro del corral o, peor aún, le exijamos al patrón el recibo por la venta de la lana y la parte que nos corresponde.
     Bueno, estimado, ahora te dejo. No era mi intención hacerte perder el tiempo con mis cosas, sé que siempre estás ocupado yendo de un lado para otro, contando las ganancias y, sobre todo, sociabilizando las pérdidas. Por nosotros ya no te preocupes, no estamos bien pero, como te dije antes, estamos vivos. Quién te dice que un día de estos no recuperemos la memoria y nos acordemos -y asumamos hartos- que la pelota, la cancha, las tribunas y hasta el vestuario es nuestro. Imaginate si eso sucediera, si algo en nosotros se despertara en una noche cálida de esas que a veces nos juntan en la calle y dejáramos de ser esta manga de cobardes y te mandáramos definitivamente al banco (vaya segunda paradoja), metiendo en cana a tus dirigentes corruptos y poniendo a la gente en un lugar menos dañino. Imaginate lo que sería eso. ¿No te lo imaginás? Yo sí. Ojalá no falte tanto.

Saludos.

RR


jueves, 5 de julio de 2018

OTRO FRÍO PÁRRAFO INVERNAL


     Tengo todo y todo es mucho más de lo que necesito… Tengo un plan perfecto para morirme sin ser hallado culpable. Tengo una estrella fugaz con nombre y apellido que sólo brilla cuando no la miro. Tengo una foto prohibida de su espalda velándose en mi memoria. Tengo la tierra bajo mis pies que siempre será suficiente para sostenerme en la derrota. Y tengo derrotas que jamás confieso por respeto a los que no han logrado hacer pie aun en esta tierra. Tengo todas las palabras a disposición para usarlas sin necesidad de autorización de nadie. Tengo un dios y un diablo dibujando infiernos y paraísos para cuando me hace falta escribir poemas y cartas. Tengo una bicicleta que me aguarda cuando su lejanía se acerca demasiado. Tengo un millón de excusas para no llamarla en este mismo instante, pero no tengo ninguna buena razón para no escribirle. Tengo días buenos y días malos y casi todos saben a su ausencia. Tengo, entre las dudas del pasado y del futuro, la certeza del presente. Tengo un manojillo de escarchas guardado en una canción vieja. Tengo estas ganas de mi boca que van y vienen sobre el recuerdo de su vientre liso y agitado. Tengo un mate amargo y un silencio infinito para acompañarlo cada mañana. Así es, tengo todo y entre todo no logro componer lo que me falta: su calma duradera alrededor de mi furia pasajera, su tiempo perdido en mi reloj detenido, su sopa caliente en este julio de invierno, sus dolores nocturnos gritando en mis noches sin remedio, su orgullo herido insultando mi destino obstinado, su sexo húmedo resucitando mis fantasías y un amor austero para sus condiciones indeclinables. Sin embargo, así y todo, entre los dos todavía existe un hilo conductor de una historia que nadie conoce, que casi siempre se me aparece altiva y misteriosa a la hora del insomnio, en la madrugada, cuando el sol rompe con la esperanza de haber escrito finalmente la noche anterior el último párrafo para esta mujer que ha decidido permanecer tibia e inalcanzable para el frío interminable del olvido. 

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...