domingo, 22 de julio de 2018

CUANDO TRASNOCHAN LOS CORAZONES


     Ya es casi la una de la mañana y ella sigue ahí, tan hermosa que me resulta intolerable; aplicada a esparcir su polen por el aire despreocupadamente sin enterarse de la revolución que se ha generado en mi colmena. Yo la miro y la miro. La observo atentamente, trato de descifrar los movimientos de sus ojos que miran de a ratos el cuello húmedo de su camisa a cuadros, mientras sus manos acomodan la justa distancia entre sus bordes, dejando a la vista del mundo entero el comienzo del tobogán alucinante que corre entre sus pechos. Una caída libre que desata cataratas de ilusiones y fantasías a las que, si fuese por mí, me arrojaría feliz con una sonrisa imborrable igual a esta que ya me cuesta cada vez más contener.

     La una y pico y ya no sé qué más hacer para llamar su atención, para comenzar ese necesario diálogo de gestos y miradas que nos pondrían frente a frente, que nos unirían las manos a escondidas por debajo de la mesa nada más que para aguarle la fiesta a la soledad. ¿Será que no me ha visto? ¿O será que se nota demasiado mi pulso acelerado y las gotitas de transpiración que caen por mi cuello dejando en evidencia lo que quiero? Quizás sea que esta camisa no me favorece como yo creía porque ni siquiera me mira, está como perdido en su propio mundo. Me pregunto en qué estará pensando. Quisiera arremeter ahora mismo contra la miel de sus ojos que chorrean una mirada que parecen irse de viaje cada vez que busco encontrarme con ella en algún lugar imaginario donde remontar mis fantasías a la par de sus realidades.

     Tal vez debería asumir la realidad: ella está esperando a alguien, está haciendo tiempo para salir de este lugar apestoso de olores fritos en aceites añejos, lleno de cuadros horribles colgados de paredes descascaradas que no hacen más que aumentar mi desconsuelo por ser un timorato que no se anima a levantarse de esta silla y acercarle un vaso de esta cerveza helada junto a este papel que ya ni pienso leer, que apenas salga de acá lo arrojaré derecho a la basura. Porque, vamos, yo no soy un poeta ni nada de eso. Lo único que hago es escribir las típicas rimas que trae el miedo. Ese miedo al abismo que se abre ante uno cuando la prueba fehaciente del amor desmiente a la muerte dejando a la propia vida como un simple adorno. Y eso, irremediablemente, me convierte de inmediato en un pobre imbécil que no encontrará nunca otra salida más honrosa para esta terrorífica situación que escribir cualquier cosa: excusas indefendibles o justificaciones inescrupulosas. Como si fuese el peor de los cobardes. O tal vez debería decir el más valiente de ellos. Porque de esta manera asumiría la heroica tarea de negarme a firmar la declaración universal de los perdidos para siempre, renunciando así al último cupo para ocupar el lugar sencillo y honorable de los hombres que nacen y mueren para casarse con la mujer que les toca, disfrutar los domingos en familia y amargarse los lunes en el trabajo.

     Me mata la tentación de levantarme y pasar por su lado tratando de ver qué es lo que escribe, qué puede ser tan importante para desviarse y esquivar cada trazo de esta telaraña que tejo inútilmente a su alrededor. Seguramente estará escribiendo una de esas cartas de amor que reciben mujeres que no las merecen, que no les importa el corazón del hombre cosido con hilos de tinta roja en el gris del ayer, regalado como una ofrenda de sacrificio. Dale, yo acepto tu regalo. Te juro que si hacés aunque sea un amague, yo me levanto inmediatamente y me tiro encima tuyo haciéndome la distraída, la que no te estuvo invitando desde hace una hora con este vaso vacío que no venís a renovar, a llenarlo con las horas restantes de la noche que está tan calurosa que saltaría a la catarata de palabras que veo que caen sobre ese papel que debería ser para mí y no para ella. Para mí. Sí, para mí.

     ¿A quién se le ocurre escribirle a mujeres desconocidas? ¿Qué podría yo escribirle a esta mujer que le resultase interesante? Una mujer inalcanzable a la que observo desde hace una eternidad, quedándome todavía el infinito de la desgracia de no volverla a ver apenas se levante y se vaya sin ni siquiera mirarme. Sola, ¡claro que sí!  Mirá si la voy a andar siguiendo por la noche como un asesino a sueldo, como un enamorado de un par de ojazos azules a los que sólo podría nublar con propuestas escritas en papeles engrasados, en bares roñosos llenos de tangos rayados en vinilo negro. Mirá si justo esta noche, con este calor agobiante, esta mina me va a recibir en sus mejores horas, con sus mejores deseos amotinados bajo su camisa para entablar una partida de uno contra uno y ver quién huye primero, quién desparece con cualquier coartada ridícula ante el primer amague amoroso. Y sí, seguramente yo perdería por goleada. Es que yo me quedaría desvelado para siempre mirando ese irse. Ese mismo irse que estoy esperando hace rato para levantarme a su paso y tropezar con su camino, aunque sea para que tenga que sortear esta desesperación que ha florecido bajo su cielo que está tan cerca y tan lejos a la vez. Si fuera por mí… Si por mí fuera… Pero no es por mí, es por ella. Es por la insensatez de creer que puedo estar frente a la mujer de mi vida sin que ella lo sepa jamás, sin que pueda producirse ninguna de esas estúpidas escenas inverosímiles de película donde él y ella se miran a la pasada y se encuentran frente a frente, como una mosca a punto de ser devorada por una araña cazadora de corazones débiles que caen como presas en su tela estratégicamente tejida para eso, para matar mirando a los ojos, para hacerle perder a su víctima el temor a la luz y al túnel y a toda esa mierda que nos atemoriza cuando, en realidad, deberíamos sentir un impulso irrefrenable hacia el sacrificio. Claro que sí. Deberíamos ir corriendo contra el filo de la daga que nos arrancaría el corazón para dejarlo en sus manos en vez de guardarlo en un papel grasoso que se perderá para siempre en el olvido. Pero ella no sabe todo esto. No sabe que estoy enredado en sus hilos de seda, en los cuadros de su camisa, en su reflejo en el vidrio que se refleja a su vez en el espejo detrás de su espalda que se endereza y se levanta sin que yo me atreva ni siquiera a pestañar cuando pasa tirando la cuenta despreocupadamente al piso. No sabe que si supiera dónde vive quizás me animaría a ir dejarle cada noche cartas como esta, llenas de frases cursis para saldar esta despedida que inevitablemente hará que pida otra cerveza para olvidarla por lo menos hasta mañana. Hasta que la madrugada me despierte abrazado a su ausencia que ya no se irá nunca.

     Creo que hasta acá llego. Esto ha comenzado a hacerme mal. Y no es que una se acobarde así nomás por un pequeño desbarajuste emocional, por sentir que enfrente de sus ojos está la noche ocultándose como si una fuese una intrusa que quiere subirse a su cama. No, no es eso. No es que él esté ahí y yo acá. Que en esta mesa haya una silla que ha dejado de ser silla para ser él. Él que está allá mientras yo estoy acá sin poder mover un músculo, sin animarme a abandonar este papel de araña venenosa agazapada en su escondite mirando mi reflejo en el vidrio que da a su espalda, acomodando esta maldita camisa que no debería haberme puesto y que ahora delata mis pezones que apuntan maliciosos hacia lo que deseo. Y lo que deseo es él que escribe cartas a otros amores que quizás nunca vean esto que yo estoy viendo ahora de frente. Unos ojos caídos sobre un papel que nunca tendrá mi nombre, ni mi dirección que pienso escribir sobre la cuenta -que ya me trajo el mozo- para dejarla caer a sus pies cuando me vaya caminando despacio por la vereda más oscura, imaginando que me sigue como un asesino a sueldo tras su víctima; pensando en qué sería de nosotros si no fuésemos dos pasajeros con trenes a diferentes destinos, si no tuviéramos cada uno sus propias ganas y coincidiéramos en una sonrisa. Tan sólo eso, una sonrisa. Una simple mueca que rompería el maldito juramento de no hablar con extraño. Un estúpido y maldito juramento que, como en este caso, nos hará pagar el precio impagable de perder al amor de tu vida en una noche calurosa, bajo un cielo estrellado únicamente para nosotros. Eso solo hubiese alcanzado, una sonrisa que probablemente me hubiese podido guiar hasta el umbral donde él guardará su ausencia a la que no podré abandonar nunca a partir de esta noche. Su ausencia que se convertirá en el símbolo de un paraíso perdido, el lugar secreto que buscaré cada noche, calurosa o fría, que decida pasar acurrucada entre las mieles de otras colmenas. Sí, su ausencia que madrugará conmigo cada mañana y me acompañará hasta mi puerta con la esperanza de encontrar un sobre asomando por debajo, con su nombre escrito en el remitente invitándome a escribir el mío en su destino.

RR



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