jueves, 30 de abril de 2015

TARDE O TEMPRANO


     Hay un lugar maldito de donde los enamorados que aguardan ansían huir para siempre. Es un desierto lúgubre rodeado de la desesperación más terrible. Cualquier persona ajena a este aciago lugar, o algún visitante casual que haya doblado en la esquina equivocada y que camine dentro de sus límites alucinatorios, puede llegar a creer que está en un lugar de ensueño, en una especie de paraíso de ángeles y cupidos. Esto puede suceder porque de a ratos se escuchan bellas melodías que sobrevuelan los colores que adornan los siete cielos que cubren el paisaje. Armonías dulces que acompañan versos amorosos y canciones desesperadas dejados por quienes deambulan siguiendo una apenada procesión interminable. A cada paso es posible sentir la suavidad de unos pétalos proféticos arrancados de sus tallos y arrojados uno a uno a la suerte a cambio de mucho, de poco o de nada, que ahora adornan unos senderos que jamás se cruzan, que han sido bifurcados por un ciego milenario que aun ronda los callejones y las bibliotecas colmadas de historias fatales con gusto a recuerdos imborrables.
     Sobre la orilla del único cauce que atraviesa este lugar se pueden ver restos de sogas anudadas y abandonadas pudriéndose al lado de sobres con direcciones borroneadas por el paso del tiempo, hojas y más hojas de lo que parecen ser súplicas y razones en nombre de lo que más se quiere y por el amor de unos dioses que, evidentemente, no lo sienten.
     No hay para quien recorra este lugar por error nada que pueda hacerle pensar que está en un espacio perdido del tiempo detenido, en un limbo abominable que, como un perro rabioso, se negará caprichosamente a soltar a su presa y la llevará a la rastra por los fangales más nauseabundos y los dolores menos pensados y más sentidos. Es cierto, hay quienes han sobrevivido a estos páramos despreciables y aseguran que, como la muerte, nadie se salva de pasar alguna vez por él, condenado sin juicio y sin ninguna chance de redención o indulto.
     Pero, a su vez, los límites de este territorio sin dueño son los que, quienes amaron alguna vez y ya no esperan, tratan de atravesar lo más rápido posible, de una vez por todas y para siempre. Para ellos no hay salvación posible fuera de sus márgenes, lejos de sus costas. Es que de no pasar por el, vivirían para siempre hamacándose impiadosamente en un mar enfurecido y profundo, sin dirección, o mejor dicho, con una sola dirección,  con una flecha señalando permanentemente hacia un horizonte capaz de hacer aún más duro el naufragio. Como si las velas y el timón fueran sostenidos por arcángeles del sufrimiento sin consuelo para llevarlos hacia el destino horroroso de los lamentos perpetuos y la tristeza eterna. Por lo tanto, estos pobres seres saben que no hay ninguna otra posibilidad que llegar a las costas de este cause único donde abandonarse para bien o para mal, para lograr sobrevivir o si no, para abandonar la agonía y morirse definitivamente con un mínimo de dignidad. Ellos comprenden que su lucha es inclaudicable como la del Quijote, que su deseo es impostergable como cada latido del corazón que, si quiere ser debe seguir latiendo. Saben perfectamente que el espectro fantasmal que los acecha sólo puede ser espantado con su propio reflejo. Quienes buscan entrar a este paraíso nunca verán lo que allí ocurre con quienes, a diferencia de ellos, están atrapados ahí. Porque, para ellos, es la única salida del mundo de las fotos sepia y las cartas que los torturan cada noche en la soledad más perturbadora. Ellos buscan un oasis que permita saciar su sed de alivio y están dispuestos a hacer cualquier cosa por lograr dar ese paso milagroso que termine con el cautiverio de la memoria.
     Y yo lo sé bien, conozco ese lugar porque ya he pasado por allí, unas veces como un desterrado y otras como un exiliado. Sé de otros que también han caminado sus eternos senderos, que han bajado los brazos y no han tenido más remedio que el llanto y la pesadumbre. He podido ver a algunos que lograron entrar y a otros que han podido salir, cada uno con una leve sonrisa en la boca. Debe ser que este es el lugar al que, tarde o temprano, todos acuden alguna vez; tal vez porque, de una u otra manera, sirve para sanar -aunque sea falazmente- todas las heridas, para acomodar todas las fichas y apagar todos los fuegos (no siempre es posible despejar las cenizas, esto también lo sé). Por eso, yo aun me paseo por su tranquera gris entre palabras y melodías sin saber realmente si debo entrar o salir, me acerco y me alejo sin saber cuál de los dos lados es el que me corresponde... Al fin y al cabo, da lo mismo, porque sea como sea, quien gobierna este territorio del olvido es la mismísima muerte.

RR


Foto: Andrea Alegre

martes, 28 de abril de 2015

OTRA CARTA PARA EL CIELO


      Para perpetuar la risa postrera no hace falta más que abdicar ante la tristeza, darle su espacio, alimentar sus bríos y celebrar sus ocasos. ¿Es que acaso no puede uno reírse sin razón? ¿Es que siempre tiene que haber un remate payasesco, un tortazo desprevenido, un paso de comedia carente de ingenio? No lo creo. Por eso vengo a reírme a tu lado, a sonreírte desprejuiciado y sin razones aparentes. Porque tengo más razones de las que creés. Tengo la razón primera que es la completa ausencia de necesidad de razones. Me río ante tu recuerdo triste porque he hecho de él el columpio donde hamacar estas palabras que me permiten ser feliz a tu lado, en tu ausencia, a lo lejos. Y en este juego que quizás te parezca una señal inequívoca de demencia yo salto sobre la rayuela que dibujan mis demonios a recoger la piedra que arroja tu fantasma y la traigo como un perro obediente a tu falda y me preparo moviendo la cola para buscarla nuevamente cada día, cada noche de oscuridades transformadas en oraciones que parecen carecer de sentido pero que son los trazos que van definiendo mi camino hacia la muerte irrenunciable. Sí, irrenunciable como el pasado, como el aroma que aun emana de tu sonrisa que alimenta la mía, esta que se me dibuja inapelablemente en la cara al ritmo de la percusión de las teclas con sus letras que se van borrando de tanto reírme, de tanto seguirte por las hojas en blanco que te dejan a disposición de una imaginación sobreviviente de las tristezas inevitables y de las alegrías sin razones.
     Claro que vos harás tu propio camino, un recorrido que, en todo caso, será inalcanzable para mis manos. Pero, mientras surja la risa que nace al final de la desesperación y la angustia, estas palabras seguirán tus pasos como un horizonte y se acomodarán en la larga lista de razones que encabeza tu nombre misterioso para los curiosos de turno, para los que tratan de salvarme de mí mismo ahuyentando el sabor inolvidable de tu sexo, el precipicio aterrador de tus ojos, la mágica seducción de un suicidio en tu nombre. ¿Ves? Así nomás despiertan las palabras, sin esfuerzo y sin dolores agregados, con el sólo abandono de mi mente que ya no necesita pensar en vos y que ha renunciado a saldar la deuda de un corazón imaginario; así logro llevar adelante esto que no es más ni menos que eso que algunos le dicen “perder el tiempo”. ¿De qué tiempo estamos hablando? ¿El tiempo del trabajo y el dinero? ¿El tiempo de las obligaciones y el desconsuelo?¿O es acaso el tiempo de las seguridades del alma quieta muriéndose lentamente entre los miedos sembrados premeditadamente por algunos para cosechar renuncias y obediencias?
     No, amor mío, yo ya no necesito razones para reírme, razones para quererte, razones para morirme. Ya no necesito amaneceres perfectos retratados en maravillosas fotografías sin lluvias que salpiquen sus versos. No necesito oro, ni propiedades, ni esclavitudes. No necesito nada de lo que deba obtener a costa de otros. Por eso me aferro como un desgraciado a estas palabras que vuelan como gaviotas sobre tu orilla, que te siguen en tu camino hacia donde vas cada noche a dejar tu piedra. Porque cuando te veo ahí, sobre uno de los casilleros numerados, no me queda más que reír sin razones y escribir cartas que dejaré saltando sobre un pie pensando que tal vez algún día las recojas en el cielo.

RR





Foto: Hugo Grassi

jueves, 23 de abril de 2015

VISTO Y CONSIDERANDO


       Perdoname, no es un buen día para hablarte y menos para escribirte, pero debo hacerlo ya que siempre lo he hecho cuando cae la tarde y se deshojan las palabras de las ramas en este otoño que ha durado más de la cuenta, que ha atravesado inviernos, primaveras y veranos sin hacerle caso a la sucesión obligatoria entre las estaciones. Y verás, no me parece justo acudir a tu encuentro sólo cuando sopla el viento y sacude los postigos de la ventana que da al pasado despertándome a media noche o a medio día. Porque, si es que no te has dado cuenta hasta ahora, nunca me importó la hora del día o, al menos, nunca le importó ni a mis sueños ni a mis fantasías que me mantenían ocupado casi las veinticuatro horas.
      Antes que nada, dejame preguntarte cómo estás, cómo te sigue tratando ese cuaderno en donde vivís habitando mis deseos y aislada de tus realidades; cómo se siente tu espalda al final de la noche luego de que mi insistencia la dibuje de memoria medio a oscuras, en las penumbras del ocaso interminable de estas cartas. Me gustaría saber si es que has pensado alguna vez en irte para siempre en silencio como tantas veces te lo propuse, o si es que nada más te quedás para enaltecer tu ego. Tranquila, no estoy reclamando nada, es sólo una curiosidad como tantas otras que me vienen a la mente, como cuando veo un par de desconocidos mirándose fijamente de reojo en medio de la noche que los lleva a conocerse, como lleva a los enamorados a inmolarse y a los suicidas a confesarse y despedirse. Los miro y me pregunto qué harán ahí, cómo es que han llegado tan lejos, cómo han logrado saltar de la balsa pobre pero segura de sus pudores y sus vergüenzas y han logrado olvidar (o ya no les importan) los dolores y las penas que los esperan inevitablemente.
      No, no es un reclamo ni una ironía. Porque, cualquiera sea la respuesta, tendrá que ver conmigo y contigo, y eso es más de lo yo hubiese esperado de vos y, seguramente, más de lo que vos hubieses querido de mí. Lo sé, debí haber sido más humano, de eso se trata todo a veces. Pero vos mal que mal me conocés y sabés que de humano casi no me ha quedado nada, porque me he ido alejando a las puteadas de esa horrible humanidad que abunda entre la miseria y los miserables, que se festeja y se premia con Nóbeles y Oscars y Púlitzers y quién sabe cuántas falacias más. No, esa humanidad no cuenta en ninguna de mis historias, y menos en esta que no tiene archivos ni documentos en donde corroborar fehacientemente que todo lo dicho hasta acá no es una gran mentira inventada por un pobre loco con el único objetivo de acariciar el húmedo recuerdo de tus deseos y tus ansias.
      Pues bien, como te decía, no es un buen día para escribirte, para remover el avispero que te cubre y que cada vez que me acerco me deja lleno de ronchas y picaduras mortales. Sin embargo, después de utilizar durante tanto tiempo esta pócima de palabras para salvarme de los aguijones venenosos que jamás logré quitar de mis días, hoy debo contarte que probablemente ya no golpee tus tapas y tus hojas, que ya no acuda por las noches a copiar los trazos de tu columna vertebral que se pierde bajando hasta tu sexo. Es muy probable, querida, que ya no tema olvidar la forma de tus caderas y el brillo de tus ojos fulminantes y fugitivos, y abandone finalmente estas páginas que no hablan de nadie más que de vos y las mil y una noches que me inventé para sobrevivir a este infortunio de quererte. Y hablo de probabilidades porque seguridades no me ha quedado ninguna, porque las aposté todas en el mismo partido y a todas las perdí en la primera carta que me mostró que la mano siempre viene dura y mejor no quedarse esperando comodines.
      Entonces, será hasta la próxima -que es como decir hasta siempre sabiendo que será hasta nunca-, hasta que llegue el momento de pagar la cuenta y caminar despacio hacia la salida. Y ahí, justo antes de dar el último suspiro, me aferraré por última vez a tus formas y escribiré en mi testamento lo único que no pienso dejarle a nadie.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 16 de abril de 2015

74


     Desde una ventana que aun es un todavía se ve aquel azul transparente de una tristeza injustificada. Porque vos bien sabés que fueron días difíciles, que el sabor dulce en la boca dura menos que el olor rancio del olvido inalcanzable. Sin embargo, cuando recuerdo aquel cielo brillante, algo me lleva de la mano hacia atrás, hacia el banco de la plaza llena de personajes extraños, llena de dicha y contradicha, rodeada de edificios altísimos y árboles centenarios y unas ganas que ahora te toca adjetivar a vos, pero que yo recuerdo como unas ganas sencillas de quedarnos a vivir ahí, al calor de la espera por saber qué sería de vos y de mí cuando renaciera la distancia que nos empezaba a separar, no la que habría entre el río y la playa, sino la que ya había entre tus dolores y mis remedios, entre tus imágenes y mis palabras, entre la realidad y la fantasía.
      Todavía te miro y no puedo evitar volver a hacer un recorrido desde este otoño hacia aquella primavera, caminar otra vez las calles y las ferias, subir por los laberintos de las esperanzas y los entredichos que, al fin y al cabo, es donde todo el mundo se encuentra y se separa. Y al llegar a tu puerta me siento un poco extraño, un extranjero en los límites de tu historia, un espía planeando una estrategia que me permita entrar en tu mundo secreto, ese que no está a la vista de todos, que mantenés debajo de esa sonrisa que disimula los pequeños infiernos que merodean tus atardeceres. Es un pasillo largo con una escalera a la izquierda que sube hasta tu puerta cerrada con llave, dos llaves, primero una y luego la otra; enseguida, la tentación de tomarte de la cintura y arrancarte la ropa antes de volver a cerrar (con llave, primero una y luego la otra). Me gusta ese aroma a contrafrente que entra por la ventana. Me gusta verte recorrer tu territorio como una leona, pasando por delante de los trofeos que te ha dejado la muerte para que nunca te olvides de vivir, para que quienes se acerquen hasta tus ilusiones sepan bien de qué están hechas: de lágrimas y carcajadas de pueblo, de una gran dosis de desconfianza por la larga espera y las soledades inconfesables.
      No me culpes por espiarte de vez en cuando, por tratar de descifrar los enigmas de tu espalda yendo hacia tu cuarto, por seguirte como si nada, como si sólo hiciera falta seguirte sin que me invites a probar hasta dónde llegaremos con este plan de romance sin resolverse aun, sin que haya sido descartado completamente o aprobado por los latidos y las mariposas indispensables para estas ocasiones. Y ya que estamos, si no te importa, te confieso que a veces creo que debería haberme ido, que tal vez nos apuramos un poco. Pero tranquila, tampoco es que debamos sentirnos culpables. No podemos ser culpables de desear lo que desea todo el mundo, que de repente un hechizo deje fuera de servicio todos los teléfonos y no quede otra cosa por hacer que asumir nuestras miserables derrotas e ir a arrojarnos en los brazos y en las voces añoradas, en la ternura que tanto falta cuando surge el gusto a poco del silencio en medio de la oscuridad sin manos debajo de las sábanas buscando los placeres que gimen desesperados. No, no somos culpables ¿Cómo podríamos ser culpables de habernos conocido tantos años después de conocernos para perdernos nuevamente en lo desconocido?
      Perdoname, tal vez debería ser más cuidadoso con lo que escribo, más educado con tu recuerdo, más despiadado con mis deseos. Supongo que a veces no queda más que vivir así, yendo y viniendo entre ayeres y mañanas que, para ser un hoy, dejan mucho que desear. Porque hoy debería ser algo más que un ayer perdido para siempre, algo más que un mañana inexistente, algo más que esta fantasía frecuente de verte subiendo la escalera, entrando en tu casa, cerrando tu puerta con dos llaves, primero una y luego la otra, y más tarde tu cuarto y tu cama y tus pechos y tu sueño… Hasta mañana.

RR


Foto: Andrea Alegre

jueves, 9 de abril de 2015

HASTA LUEGO


     Estaba pensando... ¿y si nos despedimos acá? Quiero decir, ¿y si damos media vuelta y nos vamos sin pagar, sin hacer las cuentas o un resumen de las razones posibles y los sinsabores evitados? Tal vez sea mejor sólo levantarse de la cama y decir hasta luego, porque decir adiós no vale, porque decir adiós es hacer trampa, mentir. Y yo no te voy a mentir. Si te digo hasta luego es porque luego es mucho más probable que nunca; porque el mundo es un pañuelo, vos sabés... Porque hasta ayer ni nos habíamos visto, estábamos cada uno en su galaxia mandando señales sin esperanza en busca de vida, de amor o de muerte, algo que nos sacudiera y que manchara el lienzo blanco que ocultaba las soledades. Quizás sea mejor despedirnos sin palabras, sin bajar la mirada al suelo, sin arrastrar los fanguyos y arrimarnos a la pared para no tener que decir chau, esto ha sido todo (todo suena a tan poco cuando la nada abarca al corazón y lo demuele y lo deja bombeando recuerdos). Y no se vive de recuerdos, vos lo sabés. Se vive de esto que nos pasa ahora, de saber que nos vamos a morir un poco cuando nos demos vuelta por segunda vez y ya no nos veamos. Se vive como se puede.
      Y yo probablemente viva de escribir cartas desde la oscuridad de un pasado compartido, porque nosotros nos diremos hasta luego pero desafortunadamente el pasado seguirá ahí, aferrado a la memoria como una garrapata que te chupa la sangre y te llena de ronchas y picazones donde nunca alcanzan las uñas para rascarse, donde siempre entra un haz de luz maldito que choca contra el prisma de la esperanza y desvía los pálidos dolores transformándolos en multicolores alegrías que, lamentablemente, nunca alcanzan para llenar el espacio infinito entre los cardos y los girasoles; para hacer de ese hasta luego un adiós definitivo donde refugiarnos como fugitivos y desenmascarar a los fantasmas y ocultarnos en otros nombres y en otras vidas.
      Entonces te aclaro que quien firmará este texto no seré yo, serán los mansos cocodrilos que navegan los pantanos de mi memoria que se niegan a comerte, a devorar tu carne firme y tu sexo húmedo, tu voz clara y arrogante capaz de dar ese portazo inapelable que sólo da la muerte. Esos lagartos que se resisten a acabar de una vez por todas con este debate inoportuno e infame entre las razones irreprochables y los sentimientos inimputables, entre estas malditas palabras que nunca te nombran y estas ganas incontenibles de gritarlas, de declararlas en el pozo más oscuro de este averno en donde siempre me encuentran.
      No, no nos digamos adiós, ¿para qué? ¿Adiós a qué, a quién? ¿A nosotros que jamás planeamos encontrarnos? No, seamos honestos, digámonos hasta luego, hasta la próxima, hasta que necesitemos tanto las manos mutuas apretando la sangre en las heridas que ni el estúpido orgullo ni el destino funesto puedan impedirnos soltar los clavos de la cruz de la nostalgia y hacer sangre con el vino y pan con el cuerpo y amor con el recuerdo.

RR


Foto: Guillermina Raggio

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...