Hay un lugar maldito de donde los enamorados que aguardan ansían huir para siempre. Es un desierto lúgubre rodeado de la desesperación más terrible. Cualquier persona ajena a este aciago lugar, o algún visitante casual que haya doblado en la esquina equivocada y que camine dentro de sus límites alucinatorios, puede llegar a creer que está en un lugar de ensueño, en una especie de paraíso de ángeles y cupidos. Esto puede suceder porque de a ratos se escuchan bellas melodías que sobrevuelan los colores que adornan los siete cielos que cubren el paisaje. Armonías dulces que acompañan versos amorosos y canciones desesperadas dejados por quienes deambulan siguiendo una apenada procesión interminable. A cada paso es posible sentir la suavidad de unos pétalos proféticos arrancados de sus tallos y arrojados uno a uno a la suerte a cambio de mucho, de poco o de nada, que ahora adornan unos senderos que jamás se cruzan, que han sido bifurcados por un ciego milenario que aun ronda los callejones y las bibliotecas colmadas de historias fatales con gusto a recuerdos imborrables.
Sobre la orilla del único cauce que atraviesa este lugar se pueden ver restos de sogas anudadas y abandonadas pudriéndose al lado de sobres con direcciones borroneadas por el paso del tiempo, hojas y más hojas de lo que parecen ser súplicas y razones en nombre de lo que más se quiere y por el amor de unos dioses que, evidentemente, no lo sienten.
No hay para quien recorra este lugar por error nada que pueda hacerle pensar que está en un espacio perdido del tiempo detenido, en un limbo abominable que, como un perro rabioso, se negará caprichosamente a soltar a su presa y la llevará a la rastra por los fangales más nauseabundos y los dolores menos pensados y más sentidos. Es cierto, hay quienes han sobrevivido a estos páramos despreciables y aseguran que, como la muerte, nadie se salva de pasar alguna vez por él, condenado sin juicio y sin ninguna chance de redención o indulto.
Pero, a su vez, los límites de este territorio sin dueño son los que, quienes amaron alguna vez y ya no esperan, tratan de atravesar lo más rápido posible, de una vez por todas y para siempre. Para ellos no hay salvación posible fuera de sus márgenes, lejos de sus costas. Es que de no pasar por el, vivirían para siempre hamacándose impiadosamente en un mar enfurecido y profundo, sin dirección, o mejor dicho, con una sola dirección, con una flecha señalando permanentemente hacia un horizonte capaz de hacer aún más duro el naufragio. Como si las velas y el timón fueran sostenidos por arcángeles del sufrimiento sin consuelo para llevarlos hacia el destino horroroso de los lamentos perpetuos y la tristeza eterna. Por lo tanto, estos pobres seres saben que no hay ninguna otra posibilidad que llegar a las costas de este cause único donde abandonarse para bien o para mal, para lograr sobrevivir o si no, para abandonar la agonía y morirse definitivamente con un mínimo de dignidad. Ellos comprenden que su lucha es inclaudicable como la del Quijote, que su deseo es impostergable como cada latido del corazón que, si quiere ser debe seguir latiendo. Saben perfectamente que el espectro fantasmal que los acecha sólo puede ser espantado con su propio reflejo. Quienes buscan entrar a este paraíso nunca verán lo que allí ocurre con quienes, a diferencia de ellos, están atrapados ahí. Porque, para ellos, es la única salida del mundo de las fotos sepia y las cartas que los torturan cada noche en la soledad más perturbadora. Ellos buscan un oasis que permita saciar su sed de alivio y están dispuestos a hacer cualquier cosa por lograr dar ese paso milagroso que termine con el cautiverio de la memoria.
Y yo lo sé bien, conozco ese lugar porque ya he pasado por allí, unas veces como un desterrado y otras como un exiliado. Sé de otros que también han caminado sus eternos senderos, que han bajado los brazos y no han tenido más remedio que el llanto y la pesadumbre. He podido ver a algunos que lograron entrar y a otros que han podido salir, cada uno con una leve sonrisa en la boca. Debe ser que este es el lugar al que, tarde o temprano, todos acuden alguna vez; tal vez porque, de una u otra manera, sirve para sanar -aunque sea falazmente- todas las heridas, para acomodar todas las fichas y apagar todos los fuegos (no siempre es posible despejar las cenizas, esto también lo sé). Por eso, yo aun me paseo por su tranquera gris entre palabras y melodías sin saber realmente si debo entrar o salir, me acerco y me alejo sin saber cuál de los dos lados es el que me corresponde... Al fin y al cabo, da lo mismo, porque sea como sea, quien gobierna este territorio del olvido es la mismísima muerte.
RR
Foto: Andrea Alegre
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