Perdoname, no es un buen día para hablarte y menos para escribirte, pero debo hacerlo ya que siempre lo he hecho cuando cae la tarde y se deshojan las palabras de las ramas en este otoño que ha durado más de la cuenta, que ha atravesado inviernos, primaveras y veranos sin hacerle caso a la sucesión obligatoria entre las estaciones. Y verás, no me parece justo acudir a tu encuentro sólo cuando sopla el viento y sacude los postigos de la ventana que da al pasado despertándome a media noche o a medio día. Porque, si es que no te has dado cuenta hasta ahora, nunca me importó la hora del día o, al menos, nunca le importó ni a mis sueños ni a mis fantasías que me mantenían ocupado casi las veinticuatro horas.
Antes que nada, dejame preguntarte cómo estás, cómo te sigue tratando ese cuaderno en donde vivís habitando mis deseos y aislada de tus realidades; cómo se siente tu espalda al final de la noche luego de que mi insistencia la dibuje de memoria medio a oscuras, en las penumbras del ocaso interminable de estas cartas. Me gustaría saber si es que has pensado alguna vez en irte para siempre en silencio como tantas veces te lo propuse, o si es que nada más te quedás para enaltecer tu ego. Tranquila, no estoy reclamando nada, es sólo una curiosidad como tantas otras que me vienen a la mente, como cuando veo un par de desconocidos mirándose fijamente de reojo en medio de la noche que los lleva a conocerse, como lleva a los enamorados a inmolarse y a los suicidas a confesarse y despedirse. Los miro y me pregunto qué harán ahí, cómo es que han llegado tan lejos, cómo han logrado saltar de la balsa pobre pero segura de sus pudores y sus vergüenzas y han logrado olvidar (o ya no les importan) los dolores y las penas que los esperan inevitablemente.
No, no es un reclamo ni una ironía. Porque, cualquiera sea la respuesta, tendrá que ver conmigo y contigo, y eso es más de lo yo hubiese esperado de vos y, seguramente, más de lo que vos hubieses querido de mí. Lo sé, debí haber sido más humano, de eso se trata todo a veces. Pero vos mal que mal me conocés y sabés que de humano casi no me ha quedado nada, porque me he ido alejando a las puteadas de esa horrible humanidad que abunda entre la miseria y los miserables, que se festeja y se premia con Nóbeles y Oscars y Púlitzers y quién sabe cuántas falacias más. No, esa humanidad no cuenta en ninguna de mis historias, y menos en esta que no tiene archivos ni documentos en donde corroborar fehacientemente que todo lo dicho hasta acá no es una gran mentira inventada por un pobre loco con el único objetivo de acariciar el húmedo recuerdo de tus deseos y tus ansias.
Pues bien, como te decía, no es un buen día para escribirte, para remover el avispero que te cubre y que cada vez que me acerco me deja lleno de ronchas y picaduras mortales. Sin embargo, después de utilizar durante tanto tiempo esta pócima de palabras para salvarme de los aguijones venenosos que jamás logré quitar de mis días, hoy debo contarte que probablemente ya no golpee tus tapas y tus hojas, que ya no acuda por las noches a copiar los trazos de tu columna vertebral que se pierde bajando hasta tu sexo. Es muy probable, querida, que ya no tema olvidar la forma de tus caderas y el brillo de tus ojos fulminantes y fugitivos, y abandone finalmente estas páginas que no hablan de nadie más que de vos y las mil y una noches que me inventé para sobrevivir a este infortunio de quererte. Y hablo de probabilidades porque seguridades no me ha quedado ninguna, porque las aposté todas en el mismo partido y a todas las perdí en la primera carta que me mostró que la mano siempre viene dura y mejor no quedarse esperando comodines.
Entonces, será hasta la próxima -que es como decir hasta siempre sabiendo que será hasta nunca-, hasta que llegue el momento de pagar la cuenta y caminar despacio hacia la salida. Y ahí, justo antes de dar el último suspiro, me aferraré por última vez a tus formas y escribiré en mi testamento lo único que no pienso dejarle a nadie.
RR
Foto: Pablo Silicz
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