jueves, 16 de abril de 2015

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     Desde una ventana que aun es un todavía se ve aquel azul transparente de una tristeza injustificada. Porque vos bien sabés que fueron días difíciles, que el sabor dulce en la boca dura menos que el olor rancio del olvido inalcanzable. Sin embargo, cuando recuerdo aquel cielo brillante, algo me lleva de la mano hacia atrás, hacia el banco de la plaza llena de personajes extraños, llena de dicha y contradicha, rodeada de edificios altísimos y árboles centenarios y unas ganas que ahora te toca adjetivar a vos, pero que yo recuerdo como unas ganas sencillas de quedarnos a vivir ahí, al calor de la espera por saber qué sería de vos y de mí cuando renaciera la distancia que nos empezaba a separar, no la que habría entre el río y la playa, sino la que ya había entre tus dolores y mis remedios, entre tus imágenes y mis palabras, entre la realidad y la fantasía.
      Todavía te miro y no puedo evitar volver a hacer un recorrido desde este otoño hacia aquella primavera, caminar otra vez las calles y las ferias, subir por los laberintos de las esperanzas y los entredichos que, al fin y al cabo, es donde todo el mundo se encuentra y se separa. Y al llegar a tu puerta me siento un poco extraño, un extranjero en los límites de tu historia, un espía planeando una estrategia que me permita entrar en tu mundo secreto, ese que no está a la vista de todos, que mantenés debajo de esa sonrisa que disimula los pequeños infiernos que merodean tus atardeceres. Es un pasillo largo con una escalera a la izquierda que sube hasta tu puerta cerrada con llave, dos llaves, primero una y luego la otra; enseguida, la tentación de tomarte de la cintura y arrancarte la ropa antes de volver a cerrar (con llave, primero una y luego la otra). Me gusta ese aroma a contrafrente que entra por la ventana. Me gusta verte recorrer tu territorio como una leona, pasando por delante de los trofeos que te ha dejado la muerte para que nunca te olvides de vivir, para que quienes se acerquen hasta tus ilusiones sepan bien de qué están hechas: de lágrimas y carcajadas de pueblo, de una gran dosis de desconfianza por la larga espera y las soledades inconfesables.
      No me culpes por espiarte de vez en cuando, por tratar de descifrar los enigmas de tu espalda yendo hacia tu cuarto, por seguirte como si nada, como si sólo hiciera falta seguirte sin que me invites a probar hasta dónde llegaremos con este plan de romance sin resolverse aun, sin que haya sido descartado completamente o aprobado por los latidos y las mariposas indispensables para estas ocasiones. Y ya que estamos, si no te importa, te confieso que a veces creo que debería haberme ido, que tal vez nos apuramos un poco. Pero tranquila, tampoco es que debamos sentirnos culpables. No podemos ser culpables de desear lo que desea todo el mundo, que de repente un hechizo deje fuera de servicio todos los teléfonos y no quede otra cosa por hacer que asumir nuestras miserables derrotas e ir a arrojarnos en los brazos y en las voces añoradas, en la ternura que tanto falta cuando surge el gusto a poco del silencio en medio de la oscuridad sin manos debajo de las sábanas buscando los placeres que gimen desesperados. No, no somos culpables ¿Cómo podríamos ser culpables de habernos conocido tantos años después de conocernos para perdernos nuevamente en lo desconocido?
      Perdoname, tal vez debería ser más cuidadoso con lo que escribo, más educado con tu recuerdo, más despiadado con mis deseos. Supongo que a veces no queda más que vivir así, yendo y viniendo entre ayeres y mañanas que, para ser un hoy, dejan mucho que desear. Porque hoy debería ser algo más que un ayer perdido para siempre, algo más que un mañana inexistente, algo más que esta fantasía frecuente de verte subiendo la escalera, entrando en tu casa, cerrando tu puerta con dos llaves, primero una y luego la otra, y más tarde tu cuarto y tu cama y tus pechos y tu sueño… Hasta mañana.

RR


Foto: Andrea Alegre

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