¿Qué harías si apareciese ante tus ojos en este mismo momento? ¿Qué harías si me asomara a tu vida ya no como un fantasma, ya no como un entretenimiento de tus noches solitarias? ¿Si me parara frente a vos para que me eches de tu lado, para que renuncies en mi cara y definitivamente a la posibilidad de que te escriba y te quiera a los gritos adelante de todos haciendo este penoso papel de un Cyrano subdesarrollado y fuera de época? Decime la verdad, ¿qué harías? Juguemos este juego de potenciales y posibilidades falsas. Juguemos a que se abre esa puerta cerrada con llave y candado que le has puesto a mis ganas y ahí estoy yo, el mismo que ya ni viste ni calza, solo (te) escribe, solo se sumerge en un mundo inventado para sí mismo tratando de conservar aunque sea un poco de todo lo que se pierde en el camino.
Y entonces, se abre esa puerta, despacio, con ese misterio de película de suspenso mala, con bisagras que rechinan y le ponen una música disonante a este cuento enhebrado a última hora. La puerta se entorna y ahí estoy, sin flores y sin cartas, con la misma piel, con unos años más sobre mis espaldas, con la mirada hacia adelante mirando de frente el faro apagado de mis noches más oscuras. Y vos ahí parada, envuelta en una toalla, en medio de un baño interrumpido por la vida que a veces se aparece así, sin avisar, a darte un sopapo o una oportunidad más de comprobar que hasta los monstruos más feroces alguna vez lloran a escondidas.
Pero no sé si soy capaz de hacerlo. Porque me he creído esta estupidez de quererte en las sombras y he terminado convenciéndome de que a veces hay que nadar en contra de la corriente y eso no significa perder el tiempo. Perder el tiempo sería mantenerme aferrado a la mentira de que te he olvidado. Perder el tiempo sería afirmar hipócritamente que he logrado remover el aroma de tu sexo de mis manos y que ya no me muero por pararme delante tuyo y decirte te quiero, y mirar como tu cara se desfigura, como el silencio se apodera del mundo, como me mirás tratando de recordar en qué momento fallaron la cerradura y todas las precauciones que tomaste, como das un paso hacia atrás, perpleja, agobiada, tratando de alejarte de un precipicio que te vino a buscar, a vos, la reina de la montaña, la augusta soberana del olvido; y el siguiente paso es hacia adelante compensando el anterior, llevándote al lugar donde estabas, cerca del borde, a punto de caer, y ahí, sin poder luchar un segundo más, se rompe el candado y saltan las bisagras y la toalla cae al piso y lo que sigue es una caída libre, un torrente que arrastra el orgullo y las vergüenzas y los miedos y las mierdas que nos cubren cuando tratamos de negar que nos morimos de ganas de querernos aunque sea un rato, hasta que la muerte o la vida nos separe y nos digamos otra vez adiós, o sin querer se nos escape al oído “quedate conmigo un rato más”.
¿Alguna vez lo pensaste? Yo lo he pensado una y mil veces, y en algunas ocasiones hasta tomé un abrigo y salí. Pero me volví y me senté en este mismo lugar y me justifiqué cobardemente alegando que era mejor acariciarte desde estas hojas mirando por la ventana esperando a que ese faro desprendiera en algún momento un destello aunque sea tímido. Pero eso nunca sucedió. Y ahora creo que escribirte ha sido solo un excusa para no saltar yo al precipicio, para tratar de salvar algo que ya no puede ser salvado, que se ha muerto de frío en alguna calle oscura, delante de una puerta con un candado que tiene mi nombre grabado. Pero, sin embargo, no puedo dejar de preguntarme, ¿qué harías vos si yo fuera capaz, si abandonara esta silla y dejara esta carta inconclusa ya mismo y
RR
Foto: Guillermina Raggio