Y no... no ha quedado nada. Pero, ¿es que debería haber quedado algo? ¿Es que deberíamos haber armado un álbum de momentos buenos y momentos malos, de dichas y desgracias? ¿Es que acaso ahora nos sentiríamos mejor si pudiésemos abrir un cuaderno de tapa dura con anécdotas y fotos, con comentarios y dibujos? No, nos quedó nada, y mejor así.
Porque a mí me alcanza con verte en cada esquina, con sentir el sabor de tus labios en la bombilla del mate todas las mañanas, con ese arpegio con el cual arranca esa canción en tu nombre y que se forma automáticamente en mis dedos cada vez que agarro la guitarra. Y a vos te habrán quedado algunas cosas también y las habrás acomodado a tu gusto, aunque sea en ese armario abandonado en el fondo de un galpón al que ni el sol llega.
Está bien, no hace falta hacer un diploma de amor cumplido y colgarlo en una pared. No nos ha quedado nada y eso es bueno. Para no tener reclamos, para no tentarse con vueltas inoportunas y fantasmales, para no creer que podemos desenterrar el cadáver y volverlo a la vida. Dejémoslo ahí, él está bien donde está. Los milagros no existen, son sólo nuestros deseos vueltos esperanzas y con eso una condena. Dejemos que la orilla se limpie de recuerdos, que se borren las huellas en la arena para poder caminar nuevos tiempos, nuevas bocas y, quién te dice, nuevas palabras. Porque ellas son imposibles de remover, ese es quizás nuestro talón de Aquiles, el as en la manga del destino que cierra las puertas sin llave, por las dudas, por si se nos inunda un día la vida de tristeza o se nos quema el pecho de recuerdos. El destino tiene esas malas costumbres también.
Y a mí me dejó esta de escribir de a ratos, hacer de cuenta de que del otro lado hay una mujer con tu ojos y tu mirada que lee estas cartas para nadie, estos pedazos de fantasías tan reales que te sorprenderías si te confesara la verdad. Una verdad que tiene la mano en el picaporte ahora mismo y que lucha por abrir una puerta a la que sostengo trabada con realidades.
Así es, estas cartas no son más que los frutos dulces que han brotado cuando ya no quedaba nada y la pala descansaba a un costado. Tal vez te sorprenderías al enterarte de que el cuerpo que a mí me tocó enterrar no estaba muerto aún y se resistió empecinado en sobrevivir, y apeló a toda clase de recursos y bajezas para evitar que la tierra lo tapara. Y gritó hasta último momento y bregó por su inocencia con pedidos inútiles de justicia. Yo no podía detenerme a explicarle que no hay justicia ni castigo para estas muertes. Porque cuando el amor se termina, no importa si muere de causas naturales o asesinado a sangre fría, el único dato valedero es su muerte, y no hay excusas ni lágrimas que valgan. Y a rey muerto, rey puesto.
Entonces, esto es lo único que queda, la
satisfacción del deber cumplido, el cargador vacío, la cama deshecha y
todo el olvido por delante para vivirlo y matarlo. Ahora se acaba esta
carta y quizás sea la última. Y ya que me preguntás qué ha quedado de aquella historia de querernos, bueno, no ha quedado mucho que contar. En mi caso has quedado vos. Vos en el alma, en la
carne, en las realidades y en las fantasías, en algunos acordes y en
todos los silencios; vos y tu nombre escrito en la arena lisa y húmeda,
debajo de los caracoles y las almejas, bailando con las olas y el
viento. Me has quedado vos y esta verdad inoportuna empujando una puerta
cerrada sin llave.
RR
RR
Foto: Pablo Silicz
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