Claro que aceptaba la distancia, aunque no me conviniera (o sí). La aceptaba porque quererla en su cama o en la mía era casi una obviedad, porque cuando se desnudaba frente a mí todo era fácil, era solo cuestión de mirarla para anular todas las casualidades y pasar al terreno de las razones. Era muy fácil quererla cuando podía abrazarla y palparle el alma. Pero cuando no estaba, cuando lo único que tenía era el deja vu continuo de su voz, ahí la quería de veras, sin necesidad y sin razones, sin música, ni flores, ni ositos de peluche. La quería en carne viva, con el corazón a plena taquicardia, con su nombre en mayúsculas pronunciado letra por letra. La quería sin protestas ni quejas y aceptando la distancia insalvable entre ella y yo, porque esa distancia era también ella, ese espacio de unas pocas cuadras (que es abismal cuando se quiere) era un camino que debía recorrer sola, juntando piedritas del suelo, armando y desarmando historias, buscando algunos pedacitos de cariño entre las hojas que caen de los árboles para que le calmasen ese temor a que alguien como yo la pudiese querer así, lleno de peros y sinrazones. En ese espacio floté como un astronauta olvidado que perseguía la estela de perfume que dejó cuando se marchó.
Nunca traté de ser objetivo, nunca busqué olvidarla, me dediqué a trazar un mapa de cuentos sobre esas noches y esos días por donde había andado con su recuerdo a cuestas para que algún día, en caso de que el viento cambiase y la brújula de su vida le apuntara a un norte de dolor o de esas penas que nunca van a llegar pero siempre llegan, tuviese un tronco al que asirse en la correntada que arrastra con todo y con todos. Lo único que me quedaba por hacer era plantar intrigas, sembrar misterios y regar la huerta. ¿Qué otra cosa es el amor que una gran intriga, un presagio ajeno que ni siquiera sabemos que existe? ¿Qué podía hacer yo para tratar de entender? Nada. ¿Qué necesidad tenía de entender? Ninguna. Supongo que la quería, solo eso. Solo me quedaba escribirle una líneas cada tanto después de mirarla un rato en unas fotos viejas que quedaron en un cuartito abandonado de la memoria y jugar en las sombras a ser un escritor de esos que no buscan más reconocimiento que el de los protagonistas de sus historias.
Mientras la moneda giraba en el aire pensé en ella. Pensé que, sin importar de qué lado cayera, la decisión ya había sido tomada y el contrato ya estaba firmado, solo faltaban cerrar algunos detalles mínimos como dónde y cuándo. Tenía que estudiar bien mi situación y la suya, hasta el azar debía ser tomado en cuenta (el azar es inescrutable, pero no tomarlo en cuenta es un error fatal de los improvisados, de aquellos que aún creen en cuentos de hadas). Todo había sido puesto a consideración, hasta los errores posibles. Lo único que estaba fuera de discusión era el fracaso ya que todo sería el resultado de un conjunto de variables que se llevarían a cabo sin titubeos ni dudas, con la certeza absoluta de que, cualquiera fuese el final de esta historia, sería el que debía ser, sin importar si era de mi conveniencia o de la de ella o de la de nadie, sin que hubiese chance de un resultado negativo porque no habría forma de saber cuál era la otra posibilidad. Cualquiera fuese el resultado iba ser una cara de la misma moneda y la moneda estaba en el aire. Una vez que la moneda cayera al piso, esa sería la única cara posible y comprobable, la otra… jamás se sabría.
Las primeras palabras fueron una especie de precalentamiento, un tanteo del terreno. La noche mostraba sus mejores estrellas y su más sugestivo silencio. Eran las últimas horas de un día que al siguiente sería un ayer irreprochable y sin derecho a réplica. Aunque no tuviese nada preparado, sentía que algo me había estado preparando toda la vida para ese momento. Al principio fueron solo frases sueltas, algunas descripciones pretenciosas y algunas metáforas poco ocurrentes. Luego algo misterioso hizo que la veleta girara en otra dirección, directamente hacia ella, sin curvas ni vaivenes, pero tampoco atajos ni pirotecnia literaria (mucho menos, golpes bajos). Debía tener cuidado con mis palabras, cualquier cosa que dijese podría ser interpretada en forma errónea. Un simple adjetivo en el lugar incorrecto para ella podía transformarse en la chispa que encendiera una tormenta volcánica. Me contuve y la quise en silencio, la admiré desde lejos y la acaricié con la mirada. Evité el poema empalagoso y apacigüé mis ganas de cantarle mis deseos y mis esperanzas. Solo me animé a esconder algunos acordes para que ella los encontrara quizás camino a su casa.
Tal vez cometí la infidencia de dejarle saber lo que sentía demasiado pronto contándole cómo todo lo que era común y corriente en los días anteriores a conocerla eran ahora recursos para ubicarla en un mundo nuevo que se había formando a mi alrededor. Ella me miró con desconfianza y hasta con cierto enojo. Prefería desentenderse de los riesgos, ir por ahí hablando de ropas y libros, haciendo de cuenta de que ni Shakespeare ni Cortázar habían escrito nunca nada para ella. Apelé a la prudencia mientras pude, oculté fechas y lugares precisos, solo deambulé por los arrabales de sus días y sus noches practicando a veces indescifrables y ridículos paralelismos entre ella y yo, fabricando falsas coincidencias y destinos falaces. Me había preparado para lo peor aunque, debo ser sincero, esperaba lo mejor. De a ratos elegí abrir el oscuro baúl de la desesperación y el desamparo y autocompadecerme (detesto el autocompadecimiento y la lástima ególatra, pero lo hice, solo a modo de experimento y asumiendo que eso no podría proporcionarme nada positivo). Caminé sobre la cornisa del plagio y no pude escapar de la influencia de ciertas musas, de ciertos Dioses y de mis propios demonios cuando el cansancio me dominaba y solo sentía ganas de irme para siempre de ese lugar. Renuncié a la miel y a las flores y preferí dejar que hablara mi amargura desproporcionada. Sin embargo, enseguida aparecía ella vistiendo la más hermosa desnudez, aplicándome una dosis mortal de belleza. Y aunque lo intenté, nunca me fue posible refugiarme completamente de ella y de su atracción fatal, de su influjo maldito de ninfa cruel, de esa belleza que me había traído hasta ahí.
“Belleza, cuando soltás tu mueca que sonríe; cuando asoman tus dientes detrás de esos labios pequeños, angostos senderos de mi felicidad; cuando las estrellas asoman en la ventana y la luna ilumina tu desnudez. Y si es tarde no lo sé, no puede ser tarde para decirte belleza y entregarte todo lo que tengo en esta noche, en lo que queda del día, en lo que reste de esta vida. Y si nos vamos por diferentes caminos, que así sea, eso no cambiará la belleza de tu cuerpo desnudo frente al espejo conmigo detrás y mis brazos delante, con los días que se preparaban a recibirnos y se han quedado esperando y esperemos que nos perdonen. Porque si nos hemos demorado es por esas cosas de la vida, por esas cosas que hacen los que se quieren y lo saben y por eso se van buscando razones en el destino o en los libros o en las canciones. Y está bien, que sean ellas las que decidan, que sean ellas las que te digan que estoy solo y que te espero y que te quiero y que no he podido dejar de quererte y que no he querido. Que verte a la distancia alegra mis días aunque mis noches sean tristes y desoladas por esta ausencia ocasional, por no poder abrazarte y aferrarme a tu belleza. No te apures, no busques razones. No hacen falta razones para quedarse ni para irse. Porque no me hacen falta para quererte, solo necesito tu belleza, y no solo la que amanece con el descubrimiento de tu sexo al anochecer sino la que asoma de tus ojos entre dormidos de la mañana o hasta esa que viene con el recuerdo de tus últimas palabras antes de despedirte. Todo forma parte de tu belleza, la que me tienta y la que se me escurre entre las manos cayendo sobre esta hoja. Y aún cuando no vuelvas, tu belleza permanecerá como un mural que ha sido pintado en mi alma, tatuado en mis ojos que te mirarán en cada esquina, en cada plaza, en cada ola que rompa en los días que me queden.”
La madrugada estaba en camino, no se veía aún el sol y eso me dejaba todavía un rato de refugio. Todo lo que pude decir, lo dije, aunque no dije todo lo que quise, preferí guardar alguna que otra semilla, uno nunca sabe… Guardé las armas y acomodé la armadura en una silla. Desnudo ante el espejo me miré por última vez. Pude ver en mis ojos un agujero transparente que conducía directamente a mi consciencia y sentí mucha tranquilidad. El espejo me devolvía la imagen de un hombre a punto de abandonar este mundo para siempre, un guerrero ya sin guerra, un gusano a punto de mutar en mariposa. Después de eso, solo me dejé caer en la cama para ser uno más en la noche de los sueños, aunque sea hasta que asomara el sol y cerrara las compuertas de la mente y me sometiera completamente a los destinos del arcángel guía de mis últimos actos.
Hacía frío en la calle, me daba cuenta por el vapor que exhalaba a cada paso. Una calle, luego dos y más tarde una puerta y convertirme en un espectador de mí mismo en la última escena, con los papeles huérfanos de caramelos en las manos, en medio de la oscuridad y el silencio de la función a punto de terminar. Y el protagonista deja su mensaje y se aleja y echa una última mirada hacia atrás, mete las manos en los bolsillos y la cámara que va primero a sus pies y luego sube lentamente hasta perderse en el cielo mostrando una ciudad que comienza a despertar entre llantos de niños y llantos de amores perdidos y amores perdidos que se encuentran y encuentros que se pierden para siempre. Fin.
Aún guardo la moneda, no sé por qué, no podría dar un razón lógica o justificarme con algún dato sentimental. La guardo junto a unas hojas que se quedaron ahí como esperando algo, una visita, un nuevo intento, una eutanasia que les ahorre el sufrimiento de sentirse inútiles y abandonadas. Y en la cara oculta de la moneda reposa una felicidad desconocida, una fruta que maduró en otro árbol, un cuerpo abrazado a otros brazos. Solo ha quedado visible la renuncia indeclinable a vivir en el pasado o en un futuro imaginario.
Me bebí completo el veneno del presente y maté todas las esperanzas de una sola vez. Jamás volví a escribirle ni una sola palabra, mi nombre desapareció de todos los documentos y en su lugar nació una equis carente de genealogía y libre de prontuarios. Las palabras se mudaron a unos cuadernos anónimos que guarda una biblioteca y que albergan a un ser errante y fantasmal. Acepté mi destino de escritor de cuentos robados a otras gentes, un mero observador de los besos de otras bocas, un pobre espectador de las promesas ajenas de amores imposibles que se construyen y se rompen a cada hora, cada día, y así hasta el final de los tiempos, sin importar cuántas veces esas promesas no se cumplan, sin importar cuántas lágrimas se derramen en su nombre, sin importar cuántas cartas no tengan jamás respuesta, sin importar cuántas veces se jure y se perjure que nunca volverá el amor.
RR
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