Se han ido los besos de verano y han
quedado sólo estos vientos de otoño trayendo el invierno postrero, los
silenciosos fríos y la mágica soledad que repara las pérdidas. Se ha ido
ella sin despedidas ni llantos, ni siquiera un tierno adiós, sólo su
espalda en la lejanía ha quedado en mi memoria, su pelo flotando en el
aire y los ruidos que la fueron cubriendo. Me ha quedado un mundo nuevo
lleno de nadas y espacios vacíos listos para ser llenados, y un
manojo de preguntas que nunca encontrarán respuestas. Y está bien que
así sea, ¿quién necesita respuestas ante la más absoluta de las
ausencias? Prefiero hablar con quienes la conocen y mandarle saludos en
silencio, dejar salir de a poco esas sonrisas que me dejó en la boca,
como cuando la señora de la panadería me saluda y me pregunta cómo estoy
y yo hago una pequeña mueca con forma de arco iris invertido y
todos los colores y todas las canciones salen festejando su recuerdo. Y
la señora me mira y comprende todo, no hace falta explicarle nada, se me
nota. Se me nota la primavera en medio de la noche, se me nota el
contorno de su espalda dibujado en la mirada, se me nota esa
irrenunciable esperanza de encontrarla en otra mujer que no será otra
sino ella y todas. Se me nota cuando me levanto y veo que aún se pasea
por la casa y la mañana me empuja al borde de la locura de vivir entre
los vestigios horrorosamente dulces de su sudor que aroma los pesares y
este infantil deseo de ya no quererla.
Foto: Pablo Silicz
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