martes, 27 de enero de 2015

BREVE CUENTO INFINITO


a los amores de colores que aún me asisten

      Siempre he sabido que soy infinito. No inmortal, infinito. Que nunca he sido y nunca dejaré de ser. Que quienes me miran no me ven realmente, sólo creen verme, creen tener delante suyo a una persona de carne y hueso a punto de morir. Pero no, están equivocados, soy infinito. 

     Y de esa "infinitud" crece, permanentemente y sin descanso ni final, un amor infinito, una soledad infinita y, por ende,  un porvenir innecesario. No necesito un porvenir porque nada me es negado ni nada me espera, puedo abarcarlo todo, pasado, presente y futuro. Sólo hay una cosa que podría materializar este infinito que abarco y, de esa manera, hacer de mí un hombre. Sólo una combinación particular y única que posibilitaría unir los extremos inexistentes de esta vida y que justificaría la desolación de no tener principio ni fin. Muchas veces he decidido ir en su búsqueda aunque esta decisión fuera superflua ya que es imposible unir los extremos del infinito, tan imposible como imaginar el infinito mismo, tan imposible como sostenerse con los pies pegados al piso cuando la mente vuela con la música o el corazón corre enloquecido detrás de unos ojos misteriosos, injustificables e irresistibles.
      No obstante, hay una búsqueda permanente que es inherente a mi existencia; un juego mágico e infinito sin reglas ni instrucciones. Y esa búsqueda es mi propio ser, soy yo, todo lo que he alcanzado ya y todo lo que nunca alcanzaré. 

     Es también un juego tramposo este de la infinitud, un juego peligroso, ya que puede provocar la falsa creencia de que un infinito es capaz de capturar a otro, abarcarlo, contenerlo, aparearse a él como dos galaxias que se encuentran para formar otro universo posible y rebelde de aquel que dicen que es el único. Por eso, de todas las infinitas precauciones que puedo tomar para esta búsqueda, desafortunadamente siempre va a quedar alguna afuera que provocará un dolor infinito. Y entre esas precauciones fatalmente salteadas en la lista para prevenir las probabilidades del infortunio, está aquella que advierte expresamente a no creer en las profecías que develan el color de los ojos que conquistan y esclavizan las miradas. Sí, debo admitirlo: ya me ha sucedido infinidad de veces. 
     Por ejemplo, una vez llegué a la conclusión de que unos ojos de color verdoso con pequeñas manchas amarronadas eran los que comulgaban con mis deseos infinitos de trascender, de alcanzar la inmortalidad de la muerte definitiva y sin revanchas metafísicas, la muerte simple y pura de carne podrida y raíces y gusanos enredados entre los huesos enterrados en un espacio acotado y definido; aquellos eran unos ojos pequeños llenos del brillo de la juventud efímera que ni en la vida infinita es posible que perdure. 
     Otra vez creí en unos ojos marrones que se teñían con el rojo de la furia y se desteñían ante la posibilidad del abandono prematuro. ¿Es posible que hayan sido esos redondelitos chocolatados que se ubicaron privilegiados en el centro de mi destino los indicados para aliviar el peso de mis horas cuando los días y las noches no lograban expirar en mi calendario? No lo sé, y probablemente nunca lo sepa. Porque aunque las pruebas finalmente se desplieguen contundentes ante mis ojos, mi memoria ya se ha abrazado al olvido, que sí es posible que sea infinito, no podrá ser nunca total. 
     Hubo hasta un momento donde preferí creer que el color de esos ojos era el azul celeste, ese momentáneo color de un cielo negro que pinta su fondo con la paleta y los pinceles del sol cada mañana. Sí -me dije un día de primavera- debe ser este porque es el color del infinito, el color de las alegrías sin razones y del adiós sin tristezas grises que lo empañen; el color del mar que refleja su sabiduría infinita, su esperanza de alcanzar una estrella perdida escapada de alguna constelación a punto de desaparecer. Qué tonto fui. Me aferré a ese color y busqué abrazar su infinito que, como tal, era inabarcable. Pero yo me agarré con todas mis fuerzas a sus esperanzas que eran las misma que las mías, las mismas que las de todos y que, al final, no son otra cosa que una sola: morir en paz. Menuda desilusión fue la que me puso otra vez en mi lugar. Y, entonces, otra vez yo ocupándolo todo; y otra vez perdiendo todas las batallas infinitas e interminables; y otra vez esta búsqueda del tesoro sin tesoro con un mapa engañoso trazado por la mano cruel del más perverso de lo seres. Un mapa que sólo guarda cruces enterradas debajo de otras cruces para que la búsqueda sea infinita.
      Y ahora que mi infinito ha vuelto a ocuparlo todo, aquí me ven, desenterrando otra cruz, pasando este tiempo infinito que siempre (una palabra que sólo puede ser usada con verdadero sentido en el infinito) se queda y nunca se pasa, que amontona horas y días y años en los rincones de estas hojas llenas de palabras pobres y sin destino. Porque, al fin y al cabo, ¿qué más puede hacer alguien como yo que escribir mensajes y arrojarlos desde la ventana al mar de los desconocidos? ¿Qué más puedo hacer que seguir combinando los signos y las letras de la Biblioteca de Babel en la búsqueda de los significados ocultos, de los colores preciosos y mágicos que tal vez deshagan algún día el embrujo infinito de los amantes perdidos? Y quizás ustedes crean que soy un desgraciado sin rumbo, un exiliado sin patria, un profeta sin apóstoles. No, no soy nada de eso. Soy ni más ni menos que un jugador mediocre de este juego de las palabras, que no es otra cosa que la eterna búsqueda de la última cruz, del lugar secreto donde se esconde el color verdadero de unos ojos infinitos.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 22 de enero de 2015

UNA ADVERTENCIA ANTES DEL CAPÍTULO 32


       Tal vez usted debería repensar su decisión, porque puede suceder que si acepta mi invitación a pasar este rato conmigo no quiera irse mañana cuando el sol llame a despertar de la noche y despejar la cama. Puede suceder, querida, que la sorprendan insolentemente unas ganas que simulan indiferencia pero que, en verdad, la tientan a quedarse a pasar el día, a mirarnos disimuladamente en silencio mientras el mate cambia de manos; y en ese intercambio podría ocurrir que se genere un juego inocente de niños tocándose las puntas de los dedos, transmitiendo mensajes en la clave del deseo mutuo. Acepte mi consejo, se lo digo por su bien. 

     En todo caso, prepárese por si acaso para permanecer durante las horas de la tarde a orillas de esa brisa que abraza y consuela, que perdona nuestros pecados y redime a los pecadores. Y si cuando ya se va haciendo tarde para la tarde y comienza el crepúsculo, más vale que tenga sus papeles al día y los besos al borde de los versos y las manos limpias para irse de viaje por esos lugares del cuerpo donde podrá acosarme impunemente y sin testigos que declaren en su contra. Y, como devolución de favores, yo me atreveré abusando de su confianza, a atormentar sus poros y sus crines y su memoria que quedará contaminada para siempre de estrellas.
      Tal vez le parezca una advertencia desmedida pero es preferible así. No traiciona quien avisa, dice un estúpido refrán. Y, entonces, yo le aviso que si sobrevivimos a la primera noche cobijados bajo el mismo cielorraso, tirando de un lado a otro de la sábana sólo para evitar separarnos, es posible que al día siguiente, a primera hora de la mañana, esbocemos sincronizados una sonrisa al abrir los ojos entre dormidos y nos veamos en una situación comprometedora de la cual nos cueste reponernos; y reconozcamos el aliento de cada uno en el otro, el sabor a sexo exprimido con la lengua que se prepara agazapada para decir lo que no estamos seguro si deberíamos. Hágame caso y tome las precauciones que deba tomar antes de desvestirse frente a mí para volver a cubrir su belleza con la ropa fresca y limpia que precavidamente trajo en un bolso. No se demore cuando acomode su rodete porque, de seguir viéndola provocar torbellinos con su pelo, es posible que me den ganas de construir un molino para someterlo a los caprichos de sus aires de yegua indomable y me arme como caballero español para ir a la conquista de sus manchas y sus defectos, de sus secretos y sus perversiones. 

     Y, más tarde, cuando salgamos a caminar por la playa con la excusa de estirar las piernas, no deje su mano cerca de la mía porque es muy probable que la tome del dedo meñique primero para luego sostener la palma entera y tomarle el pulso que se acelera por el sólo hecho de contarle, como quien no quiere la cosa, repentinamente y sin aviso, que mi pulso se ha acelerado a la velocidad de sus latidos. Y si no le suelto la mano al volver a casa y sigo sin soltársela al besarla será sólo para guiarla hasta la cama por un camino que ya conoce, por el camino de esa felicidad imperceptible que se esconde en los pequeños momentos y que reaparece muchos años después a auto glorificarse vanidosamente en conversaciones de amores que se reencuentran, de fotos que reaparecen misteriosamente en un destino que nunca hubiésemos creído que era el nuestro. 
     Y aunque no sospeche ahora las consecuencias que puede acarrear recorrer dos veces seguidas este recorrido que nos va desvistiendo un poco a los tumbos por la escalera, perdiendo todas las batallas de esta guerra cuerpo a cuerpo que hemos desatado, y ganando todas las dignidades, las consecuencias podrían ser irreparables y los dolores y las angustias posibles, irrenunciables. Así es, después de pasar dos noches seguidas con sus lunas y sus grillos y sus oscuridades cómplices, es posible que seamos conducidos al arrebato del gusto, del placer de estar ahí e inexorablemente a una declaración anticipada y suicida donde confesemos sin tapujos y sin premeditación que nos hemos comenzando a querer.
      Por lo tanto, déjeme entonces que le advierta que de ser así, ya no habrá nada que hacer o decir para refutar este encuentro, y a partir del día siguiente usted probablemente haga de esta cama su cama y de esta casa su casa y de estas noches su vida y del destinatario de esta carta su nombre.

RR


Foto: Andrea Alegre

martes, 20 de enero de 2015

BAILANDO CON DRAGONES


     Mi amigo me pasó una foto y me dijo: “dale, escribile algo vos que a vos te sale. Escribile vos que yo estoy acá y la noche es fría y este acento gallego se me ha pegado hasta cuando soplo la trompeta“.
      Y, entonces, escribí. Pero, sin embargo, quise escribir para su foto y terminé escribiendo lo mismo de siempre. Le escribí a ella que la veo cada vez que cierro los ojos tratando de no verla. Le escribí a ella como lo hago cada vez que una mirada se adorna con unas faldas que la viste de mujer, de clavo que saca a otro clavo, de shock eléctrico que me devuelve a la vida. Y le escribí los mismos ardides y las mismas esperanzas. Escribí sobre aquel pequeño departamento de contrafrente tímidamente iluminado de esperanzas, donde su nariz apuntaba directamente a mis ansiedades y develaba mis secretos impunemente. Escribí sobre su vulva brillante como una gema cósmica y sus pechos como mandamientos divinos y su espalda con la forma de mis sueños. Escribí sobre su contundente lejanía y los caprichos de mi memoria que la persigue y la olfatea como un perro faldero que busca una caricia.
      Sí, le escribí a ella como lo hago siempre, sin su nombre que se deshace y se esconde de la vista de todos en un abecedario que la nombra en cada letra. Le escribí mientras hacía las cuentas que siempre parecen cerrar a mi favor, hasta que llega la noche y siempre me falta uno para el peso: me falta ella que sonría con dientes y lengua y labios y ese sonido que provocaba carcajadas; me falta su gusto a saliva con sabor a tango reo, su aroma a turista de sueños de noches de verano que olían a maravilla de primavera, a ocaso de otoño, a párrafos invernales dejados en un cuaderno de hojas garabateadas con versos sometidos a sus caprichos.
      Y le escribí de la luna y el mar y los años que se nos van mirando lunas y mares flotando sobre estos meses que corren cada vez más rápido por los calendarios y cambian a escondidas la foto del imán de la heladera, así como cambian los vientos y las mareas y los feriados y todo lo que se va mientras el amor se queda empedernido a hacer nido en las ramas del corazón que sólo producen su sombra. Una sombra fantasmal que ronda mis reuniones nocturnas de cada día con ángeles y demonios donde se comentan y se debaten innumerables temas y posibilidades pero en donde, al final, no se escribe ni una sola palabra que no hable de ella.
      Y quizás vos, amigo, ahora te sientas defraudado pensando en que yo debería haber escrito para tu foto o, en todo caso, para alguna de esas princesas de cuentos que desfilan con promesas de amaneceres sin discordias. Esas que me llaman a hincarme a sus pies con un zapato en la mano y cortar esta miserable cadena de vacilaciones, dudas y cobardía que me no me permiten huir de una vez por todas de esta nada más nada que nunca y servir para otra guerra. O tal vez creas que debo hacer como si ella fuera una más, una de las tantas que rondan por los hemisferios, el tuyo y el mío.
      Pero no puedo, amigo, no puedo. Y ya es tiempo de que lo sepas. No puedo porque me he enamorado como un tonto de sus defectos y sus sinrazones, de sus antojos y sus habladurías, de sus dictados, de sus sujetos y de sus predicados; porque aunque no sea mucho lo que tengo para ella, de lo que hay no falta nada y de lo que falta ella es todo lo que tengo; porque su música sigue sonando en esta pista de baile vacía donde ya no queda nadie que pueda arrebatarme de su cuerpo ausente capturando mis brazos que aún guardan la forma de su cintura y sostienen su mano pequeña. Porque, como verás amigo mío, ella se niega obstinadamente a desaparecer de este cuaderno protegido y alambrado adonde cada tanto debo entrar, así ensangrentado, para defenderme a capa y espada contra su recuerdo que me quema y en donde, al final, siempre termino bailando con dragones.

RR

  

Foto e iluminación: Pablo Silicz

jueves, 15 de enero de 2015

UNA IMPROVISACIÓN DE SOBREVUELO


    Ella y
a habrá vuelto con aquel señor que le elogiaba el ojo, que le prometía lo que te prometíamos todos. Finalmente, se habrá sentado a pensar “más vale pájaro en mano que cien volando” y me habrá enviado con ellos. Y yo  habré volado con la bandada de las imposibilidades obligado a buscar alguna sirena encerrada en una botella medio vacía tratando de volver al mar.
     O andará recogiendo luces por las calles tratando de no mancharse con las miserias de los miserables, poniendo el ojo sin poner la bala, retractándose ante futuros arrepentimientos que puedan dejarla mal parada. Y, en una de esas, se habrá sentado en una plaza como cualquiera y ahí se habrá acordado de mí que, al fin y al cabo, soy uno más de esos miserables luchando por mantener mis miserias fuera de la vidriera, aunque nunca lo logre, aunque las miserias me salgan por los poros y se me noten al primer vistazo, a la primera de esas típicas frases desubicadas que se me escapaban invitándola a pasar su noche en mi noche, y que siempre fueron respondidas a tiempo con un sopapo corrector acomodado de manera precisa justo donde duelen los pormenores y los detalles. Pequeños e insignificantes detalles como este que nunca comprenderá porque no ha notado nunca mi presencia a su alrededor, protegiéndola sin necesidad contra los invasores de dudosa procedencia que merodean sus caritas y sus corazones y sus fantasías de encontrar quien se aparee con sus sueños y los haga realidad.
      Y hasta acá llega esta improvisación de sobrevuelo por una tierra desconocida para todos menos para ella que en este mismo instante estará abrazada en su cama al señor que calma sus dolores con palabras mágicas. Y también para mí que estoy de este lado de la vida, yendo y viniendo entre las ganas y la cobardía, entre la miseria y la esperanza de hallar el coraje para decirle adiós.

RR


Foto: Pablo Silicz

sábado, 10 de enero de 2015

OTRA LEYENDA APÓCRIFA


       Finalmente un día ella me buscó debajo de las palabras y no encontró nada, ni siquiera las cenizas de un fuego donde hubo o el mango de madera de un falso herrero. No había nada. Entonces yo sonreí tímidamente, la besé en la mejilla y me fui. Y a medida que me alejaba nacían los casi y los apenas, los potenciales fracasados y las historias contrafácticas que no sirven para nada, excepto para pasar el tiempo deambulando por las noches en vela.
      Tal vez debí sentirme avergonzado de haberla engañado pero no, no había nada por lo que sentirme así. Porque ella debió creerme cuando le sugerí que aquel universo poético creado a su imagen y semejanza estaba infinitamente vacío: infinitas estrellas e infinitos imposibles, infinitas ganas con infinitas sinrazones. Supongo que ella se animó a quererme igual porque la tomé por sorpresa y conquisté un poco a la fuerza su confianza celosamente resguardada noche tras noche en huidas de madrugada, antes de que el sol se atreviera a entibiarle la mañana. Así, mientras ella dormía, dibujé lentamente un castillo en su orilla. Un armazón débil expuesto a ser tragado por el mar en un santiamén, una maqueta construída en el aire con granitos de arena pegados con ese hilo de saliva que une los labios y que, tarde o temprano, se corta y deja los ojos cerrados con la boca besando la nada y una mordida venenosa que no tiene antídoto ni salvación. Y cuando eso sucede, uno se abraza a pura melancolía a la serpiente y le escribe poemas y la glorifica y le sostiene la mirada esperando que muerda otra vez. Uno quiere morirse ahí, abrazado a sus escamas, sintiendo el dolor de la carne morada, del alma que se pudre al calor de la desolación y el espanto de la realidad.
      En realidad, ella se dejó llevar por un personaje que no era sino un holograma creado por su propio reflejo. Yo no era ese que la abrazó en una noche fresca de noviembre, ni aquel que la buscó con pertinacia e inconsciencia para salvarla de algo de lo que ella no quería ser salvada. Yo era (y soy) más bien este miserable de palabras flojas y dedicatorias fáciles, un plagiador profesional en un submundo que ni siquiera me pertenece, que he usurpado para mi propio beneficio, y desde donde escribo mensajes para las botellas de otros. Y ella es nada más ni nada menos que mi víctima, el centro perfecto hacia donde se dirigen las flechas que ha errado Cupido. 

     Así es, si hay un culpable acá, es ella. Ella que derramó su néctar en mi avispero y lo conmovió y me hizo creer que podía salir a conquistar el mundo, el suyo, el único mundo que no poseo, el único mundo al que pertenezco. Yo no hice nada, créanme, yo nada más eché mi pequeño barquito de papel a su estanque que imaginé un mar turquesa perfecto como para ponerme un traje de pirata y nombrarla a ella mi amante para así tener una razón altruista por la que batirme a duelo con la muerte. La muerte que, al final, siempre termina ganando todas las batallas y poniendo a cada uno en su lugar.
      Sin embargo, ese mar turquesa nunca existió y el estanque se ha revelado como lo que, al fin y al cabo, verdaderamente es: un espejo de agua donde navego la soledad escribiendo leyendas apócrifas, historias de héroes en mares esperanzados cantando inútilmente canciones para mujeres que, como ella, de ninguna manera necesitan a un héroe que las salve, ni tampoco a un malogrado pirata que les escriba poemas 
que nunca rimarán con el presente; desafortunados versos escritos desde la lejanía de una cubierta abandonada de cara al sol.

RR


Foto: Pablo Silicz

martes, 6 de enero de 2015

PEQUEÑO RELATO DE UN HOMBRE ALIVIADO


     De todas las experiencias sobrenaturales que he tenido -y, créanme, he tenido muchas- esta fue la que más me ha marcado, la que ha dejado huellas imborrables que probablemente me acompañen eternamente. Todavía hoy, al recordarla, me corre un escalofrío por el alma y busco el refugio de algún recuerdo grato que apacigüe mis temblores. Tal vez no sea una buena idea relatarla pero, como nunca lo he hecho con nadie, existe la posibilidad de que al hacerlo logre recuperar una paz que perdí y que tanto añoro.

INTRODUCCIÓN

     La noche era una noche cualquiera, una como tantas, una de esas que pasan en medio del silencio oscuro y húmedo de estos alrededores. Había salido saludar a los de siempre: a la señora de la casa amarilla que duerme con su perrito que ladra apenas nota mi presencia y me gruñe como un desaforado (un día de estos…). La señora levantó la cabeza y me hizo la mueca acostumbrada a modo de saludo y yo, que no me gusta importunar más de la cuenta, saludé y seguí mi camino. Enfrente vive un hombre a quien yo llamo el amante desilusionado, ese penoso ser que no está ni vivo ni muerto, está en ese limbo del Dante resistiéndose a soltar esa rama seca que lo mantiene en vilo colgando del barranco de la derrota final; una ramita débil y pobre que él cree que aún posee en su interior la savia del amor capaz de resucitarla y con ello traerlo de vuelta a la superficie. Cada vez que paso por su lado solo puedo mirarlo a los ojos con compasión, como alentando inútilmente una valentía que no crece nunca de las ramas secas, que nace de la nada, de la desesperación y la desesperanza, de la necesidad de evitar un dolor que es peor que el castigo fatal del olvido.
     Aquella noche dejé en deuda algunas visitas regulares y solo hice un recorrido rápido tratando de cumplir las mínimas exigencias que mi tarea me exige. De vuelta, pude ver a una pareja de adolescentes besándose apasionadamente contra el muro de una capilla. Los pude ver prometerse amor incondicional y eterno, mirándose a los ojos con credulidad e inocencia; los pude ver  maravillados y felices, y no pude evitar conmoverme. Sin embargo, preferí pasar desapercibido por un costado dejándoles solamente un imperceptible roce de realidad que algún día seguro me agradecerán.
     Cuando finalmente pude cerrar los ojos nada parecía fuera de lo normal, cada cosa se acomodaba a la oscuridad como habitualmente sucedía: sueño, sueño profundo, sueño eterno. No puedo precisar en qué momento ocurrió pero repentinamente una luz radiante rompió la oscuridad y me sentí como girando en el aire. Moví el brazo hacia el costado buscando sostenerme y toqué lo que increíblemente me pareció un muslo que con su textura suave y tibia revelaba todas las asperezas de mi mano. Al principio pensé en que tal vez alguien me había descubierto pero, enseguida, un rápido movimiento puso todo un cuerpo sobre mi antebrazo que inmediatamente apoyó unos senos contra mí pecho. Esto tenía que ser una de esas bromas de mal gusto que cada tanto se ven por aquí; si no, estaría perdido.  No supe qué hacer, estaba aturdido. Finalmente y sin convencimiento, decidí subirme a la historia y averiguar de quién era este cuerpo que ahora me tenía sujetado.

MAÑANA

     Era ella, no me cabía ninguna duda. Eran sus párpados y su cejas, era su cuello y sus hombros, eran sus pezones y su vientre y su pubis y la vida en sus manos; era su aroma a hembra que abría mis poros y despertaba mi lado oscuro, ese que solo se iluminó un día, cuando ella se atrevió a abandonar las comodidades de los plácidos valles y los apacibles esteros de la monotonía que le ofrecían los hombres seguros, para internarse en estas cavernas donde escondo mis fragilidades más íntimas que se esparcen como musgo en párrafos sin fecha y sin nombre, habitados solo por mis deseos más delirantes.
Me quedé quieto por unos minutos, luego, tratando de no despertarla, zafé de su llave amorosa y fui hasta el baño. Me miré al espejo y sí, ahí estaba yo, no era un fantasma, no era el personaje de un cuento. Bajé las escaleras y fui hacia la cocina. La perra dormía tranquilamente en el sillón y no parecía muy dispuesta a cambiar de actividad. Afuera la gata maullaba solicitando que alguien le abriera la puerta, la noche había sido larga para ella que siempre debía sobrellevarla en soledad -como si yo no supiera de lo que hablaba (maullaba)-. Enseguida el mate estaba listo. Ya en la segunda cebada me estaba riendo, no sé muy bien si de histeria por toda esa situación o por acordarme de aquellas primeras palabras con las que ella entró en mi vida, cuando me preguntó acerca de la naturaleza del mate y de sus particularidades, de sus propiedades y de la misteriosa forma en la que funcionaba lo que ella denominó “mini morterillo con pajilla metálica” y que parecía provocar sentimientos amistosos en las personas. Ella estaba absolutamente fascinada con esa operación mágica que se daba entre sorbos amargos donde se compartían opiniones descabelladas y análisis filosóficos sin ninguna profundidad, todo entre mezclado con la saliva y los deseos ocultos de los participantes de la ronda.
     Aún sonriente, volví a subir con el termo y el “mini morterillo”. Nada me resultaba ajeno ahora entrando a la habitación, me había acomodado sin darme cuenta al tren de la realidad, y yo era yo y ella era ella. Porque (y esto a modo de confesión personal) siempre era ella. Alguna vez, en medio de la caída, llegué hasta escribir sobre esto, en algún lado quizás aún esté guardado aquel pedazo de papel manchado de incongruencias, quién sabe.
     Pero si ella siempre es ella, uno no es siempre uno. Uno cambia, uno busca lleno de esperanzas, uno lucha y nunca vuelve. ¿Quién puede seguir manteniendo la misma opinión de diez años atrás, o de cinco, o de uno, o de hace un rato? Solo los necios, los incapaces de aprender nada, los que buscan permanentemente acomodar la realidad a sus deseos creyéndose impermeables a ella, los que prefieren no llorar y se tragan las lágrimas envenenando al fin de cuentas las sonrisas verdaderas.
     Como les decía, siempre era ella. Y no es que no haya querido a las otras, no, las quise todas, las quise con la misma pertinencia e ineficacia con las que la quise a ella; las quise de la única manera que se quiere: con egoísmo, con carencias, con promesas imposibles, con la incapacidad intolerable de no poder evitar dejar la vida al quererlas. Y, quizás, yo esté completamente loco y todas eran ella y ella era todas. O, quizás, al final, el amor termina siendo una locura que todos sufren pero que nadie quiere curar y en donde hay que aceptar el desenlace final con cierta graciosa dignidad, no como muestra de una valentía (inexistente), sino porque solo los locos son completamente felices.

     Sus ojos me miraban abiertos de par en par mientras “la pajilla metálica” le dejaba un beso de mi parte cebado desde el asombro que me producía aún su belleza enfundada ahora en una musculosa blanca que le marcaba el contorno y despejaba todas las nubes y todas las dudas. Ahí estaba ella, ahí estaban todas. Rozó mi mano al devolverme el mate y eso fue todo lo que hizo falta. Hicimos el amor como animales perezosos, como espigas de trigo sopladas en medio del campo, como buenos inquilinos que comparten los susurros y las caricias cagándose en la moral y en las buenas costumbres. Hicimos el amor uniendo versos y rimas salteadas, doblando el vértice de las hojas donde escribimos lo mucho que para tantos es poco y para casi todos es nada y para nosotros era tanto. Hicimos el amor y luego soñamos que hacíamos el amor mientras soñábamos que estábamos despiertos haciendo el amor. (Sí, soñar no cuesta nada.)

TARDE

     Después de la ducha ya era el mediodía y había que salir corriendo y el maldito colectivo que siempre pasa diez metros antes de llegar a la parada con el chofer mirando socarronamente cómo levantamos la mano entre puteadas y besos de despedida y su cara de boludo y las caras de los pasajeros en las ventanillas con expresiones de satisfacción por haber superado aquella prueba extrema de velocidad y malicia que nosotros no pudimos y ahora esperar que venga el próximo y los autos que pasan y estaría bueno que alguien se apiadase de nuestros relojes que siguen girando las agujas impiadosamente y nos ofreciera llevarnos para evitar tener que quedar parados ahí besándonos denodadamente y sin apuros desprestigiando al apocalipsis que hace rato que viene haciendo acto de presencia cada día, a cada hora, en cada minuto para revelar ante la perseverante incredulidad popular y sus narices lo que todo el mundo sabe y espera trémulo de pavor: la muerte segura.

     No voy a relatar los sucesos de la tarde porque a nadie le interesa lo que pasa durante la tarde, esas horas que nos conducen a la noche y sus mágicos hechizos, esos ratos que solo pueden ser salvados por una siesta que se duerme al amparo de las fantasías y las hadas que bailan sobre las chapas de un techo que percute por esas lluvias torrenciales de verano como aquellas de mi viejo pueblo. Esas horas sin ninguna otra utilidad que promover el hastío para perder la mirada detrás de los vidrios empañados de los balcones que dan al invierno, buscando las razones de un corazón que no las encontrará jamás a ninguna hora, en ninguna estación del año, en ningún tiempo verbal. La tarde que se adormece, cantaba el poeta. La tarde que fertiliza las ansiedades de los reencuentros. La tarde que sopla vientos y arenas y deja nombres grabados en los callos del alma y del pensamiento. La tarde que huye de su destino de mañana terminada irreprochablemente a la hora del almuerzo y pretende sobrevivir a la noche que, afortunadamente, siempre logra desterrarla de las ventanas que se oscurecen lentamente antes de la cena, destapando de a una las botellas que ayudan a desnudar las bocas que callan de una vez por todas las opiniones indocumentadas y se dedican a besar con impunidad, solo por un rato nomás, solo como para creer que es posible ganar, como para abandonar esa ceguera que produce el exceso de confianza en lo que vemos.

NOCHE

     Y he aquí lo que he venido a contarles, he aquí el faltazo sin aviso de la cordura, la completa destrucción de todas las hipótesis y todos los tratados y todas las argumentaciones. He aquí la presencia de Dios y el Diablo jugando a los dados, apostando los días venideros de los amores que se saborean los cuerpos en las camas anónimas que todavía apañan las soledades. He aquí la absoluta imposibilidad de evitar reventar como un globo que solo se sostiene con las palabras de la ciencia y sus secuaces, con las profecías de los sacerdotes falsos y los templos profanos. Entonces, estimados lectores, no queda más que creer: en la nada, en el vacío que todo lo llena cuando el universo se rompe y las cuentas ya no tienen un resultado posible que no sea correcto sin que, a pesar de eso, todo parezca un error.
     La noche llegó desde el mar hasta la ventana y calló los pájaros y amainó el viento y plasmó las constelaciones en las cartas de los viajeros. En la casa solo se escuchaba el silencio, eso que puede convertirse en la más terrorífica de las melodías cuando no se respeta su sabiduría y su magnitud. Yo la esperaba. Ella ya debía haber llegado. Siempre arribaba con los últimos resplandores del atardecer asumiendo su condición de luz, de faro guía, de inspiración para la taquicardia que se producía en mí cada vez que, ante un retraso, ensayaba una carta de despedida; porque ella era el remitente de cada una de esas cartas que leía atribulado en mi imaginación fatalista que siempre esperaba lo peor. Y, entonces, lo peor apareció y el telón se abrió ante mí y se apagaron de repente las estrellas y se renovaron los murmullos y los sollozos. Aquella luz radiante explotó por encima mío y empecé a caer por una especie de espiral de sombras. Cuando finalmente llegué al fin de la caída, comencé a sentir una vez más algo que casi tenía olvidado: el taconeo del desfile incrédulo y habitual de los testigos presenciales de la derrota final, caminando por los pasillos de este barrio entre los nombres desconocidos grabados en los mármoles y las cruces, buscando uno que quizás fuera el mío. Y entre todos aquellos seres repetidos pude distinguir un rostro triste y arrugado con ojos empañados de lágrimas, un cuerpo atormentado por los años y las batallas. ¡Ahí estaba ella!  Y ahora yo solo podía sentirla desde acá abajo, ahora solo podía sentir el peso de su presencia en la tierra que me cubría y cada paso que daba le ponía un sello más a mi certificado de defunción escrito ya hacía mucho. Y cada paso que la fue alejando de mi morada retumbó en mis huesos secos que se asían desesperadamente entre ellos para no desmembrarse y perder el único sostén verdadero: su amor.

DESENLACE ETERNO

     “La vida es sueño“, escribió alguien alguna vez. Sí, la vida y también el amor. Yo la había soñado y la había vivido y la había sufrido y la había amado y la había sostenido hasta la muerte. Y aquel resplandor antes de una mañana no había sido más que un brillo del pasado, un remanente de consciencia en medio de la eternidad que habitamos todos aquí. Aquel muslo tibio que me había despertado solo había sido ese instante que nunca muere, esa única verdad que nada ni nadie logrará nunca desmentir, esa realidad que atraviesa el tiempo y el espacio, que arrasa con los piadosos y los ateos y los agnósticos, que nos mata y nos resucita caprichosamente y sin explicación alguna. Había vuelto a la vida de los sueños, a esa vida que muere infaliblemente apenas despertamos y descubrimos que estamos vivos y que estar vivo incluye el desamparo de las ausencias y las heridas abiertas que sangran sin consuelo. Por eso, aquí solo se sueña en presente la eternidad que, como tal, no tiene ni antes ni después, ni pasado ni futuro. No tiene idas ni vueltas; aquí todo permanece como en un círculo sin principio ni fin. No hay ausencias ni lejanías, no hay recuerdos ni olvidos, no hay nada que no haya existido nunca y nada que nunca vaya a dejar de existir. Y aquí ella es finalmente todas y todas son finalmente ella.

     Aquella misma noche salí a recorrer las casas del barrio y me apiadé de la señora y su perro, y consolé al enamorado que aún se aferraba a su rama muerta, y le sonreí a la pareja adolescente que escribía sus nombres en un árbol a media luz. Volví silbando bajito un tango y fui lentamente ajustando los nudos misteriosos que se habían aflojado la noche anterior. Una vez aquí, mientras acomodaba mis viejos papeles con algunos versos ya terminados y algunos nuevos que aún no termino (más por desgano que por falta de tiempo, claro), pensé en ella y en aquel sueño fugaz (todo momento es fugaz en la eternidad), en esa mansa costumbre de escribirle desde estas profundidades, costumbre a la que ya no le busco ni razones ni ventajas ya que no se irá con el tiempo pues eso aquí no cuenta.  Y al acomodarlos encontré este pedazo ajado pero sobreviviente que aún resistía la desintegración material aferrándose a la eternidad de las palabras:

     Será que ahora me doy cuenta de lo que me pasa porque no me había pasado antes. Será que antes yo ignoraba la belleza del silencio y me conformaba con escuchar los rumores de la vida, gente que iba y venía mientras yo estaba en un rincón de la existencia. Será  que ahora me doy cuenta de que viví con miedo, solo uno. Un miedo con olor a cama vacía, a noche oscura que reclama presencias, miedo de verte un día y no poder hablarte, no poder pasarte la mano por la espalda para abrazarte, como cuando la lluvia nos encerraba en un cuarto a la hora de la siesta a espantar estos mismos miedos, a contar gota a gota los besos que iban y  venían sobrevolando tus pechos y mi alma, conjurando hechizos de hadas para espantar soledades y desbaratar los planes de la desgracia.
Debo confesártelo, amor mío, no le tengo miedo a la muerte aunque la traiga el Diablo, solo tengo miedo a no sentirte tibia en el cuerpo nunca más, a tu falta, a tu ausencia, que, al fin y al cabo, solo me dejaría una vida vacía en donde la muerte sería un alivio.

     Me sentí aliviado.


RR



Foto: Flor del Irupé

sábado, 3 de enero de 2015

CARTA PARA AYER


     Hasta ayer este sol era el maldito sol. Hasta ayer estas palabras solo nombraban las penas y las soledades, unos ojos llenos de añoranzas y esperanzas marchitas. Hasta ayer la guitarra colgaba en el ropero y el espejo guardaba su reflejo triste para no ver a los fantasmas bailando con los silencios y las ausencias. Hasta ayer, mujer, vos tenías el perfume del olvido que se colaba malicioso por las hendijas de las persianas bajas de esta casa.
      Y entre las copas vacías que iba dejando la noche yo iba vaciando el alma, batiéndome a duelo con mis demonios y siempre perdiendo y siempre volviéndome a levantar para volver a perder una vez más. Porque sólo se puede perder, no existe ninguna posibilidad de ganar una batalla que debe ser perdida para ser ganada; porque no se resucita sino una vez muerto, una vez fusilado contra el muro de las realidades, ya sin suspiros ni excusas, ya sin fuerzas para oponerse a la muerte piadosa.
      Y hoy todo se estremece, todo es un amanecer, la puerta de una alacena que se abre y descubre entre las sombras una botella cerrada guardando sus aromas y sus brillos. Hoy es hoy y ya no aquel ayer. Hoy es este tiempo capturado en tu boca como un testamento, como una plegaria, como una profecía aún por cumplir. Y hoy, mujer, nos salvamos, así como así, como se salvan los valientes, los que se adueñan de la luna sin pedir permiso, los que tiemblan de miedo pero, sin embargo, se miran de frente y deshojan los dolores para darle paso al otoño y llenarse de ocres rojizos con ese viento que sopla por la ventana mientras los cuerpos resbalan entre abrazos y promesas de primavera que son las mejores armas para combatir el frío de los días pasados y las noches que vendrán.
      Por eso, mujer, cuando llegue finalmente mañana y ya no esté a tu lado, no me extrañes ni pienses que me fui, que te abandoné. Colgá una soga en el patio para secar las cartas que volarán desde la memoria de las horas que todavía traen los aromas de la piel mojada con esas gotitas pequeñas de transpiraciones mutuas, llenas de palabras enamoradas que siempre aguardan los momentos de las despedidas, de las miradas desde la ventanilla de los trenes con destino incierto, de los extremos de los puentes que llevan y traen adioses y bienvenidas para aquellos como nosotros que nunca se vieron pero que se saludan sin saberlo buscando entre las voces de la calle la voz del susurro y la caricia, el tono agitado del éxtasis y el orgasmo, la armonía que recorre ese segundo antes del paraíso. Y si un día decidís enrollar la soga y guardar tus ganas para otros amores, habrá sido un gusto conocerte y mis palabras volverán adonde nacieron: al ayer, a tu sábanas y a tu sexo, a tus lágrimas y a tu risa, a tus ocasos que sólo prometían noches de esas que se dan entre los amores sin necesidad de amaneceres.

RR


Foto: Hugo Grassi

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...