De todas las experiencias sobrenaturales que he tenido -y, créanme, he tenido muchas- esta fue la que más me ha marcado, la que ha dejado huellas imborrables que probablemente me acompañen eternamente. Todavía hoy, al recordarla, me corre un escalofrío por el alma y busco el refugio de algún recuerdo grato que apacigüe mis temblores. Tal vez no sea una buena idea relatarla pero, como nunca lo he hecho con nadie, existe la posibilidad de que al hacerlo logre recuperar una paz que perdí y que tanto añoro.
INTRODUCCIÓN
La noche era una noche cualquiera, una como tantas, una de esas que pasan en medio del silencio oscuro y húmedo de estos alrededores. Había salido saludar a los de siempre: a la señora de la casa amarilla que duerme con su perrito que ladra apenas nota mi presencia y me gruñe como un desaforado (un día de estos…). La señora levantó la cabeza y me hizo la mueca acostumbrada a modo de saludo y yo, que no me gusta importunar más de la cuenta, saludé y seguí mi camino. Enfrente vive un hombre a quien yo llamo el amante desilusionado, ese penoso ser que no está ni vivo ni muerto, está en ese limbo del Dante resistiéndose a soltar esa rama seca que lo mantiene en vilo colgando del barranco de la derrota final; una ramita débil y pobre que él cree que aún posee en su interior la savia del amor capaz de resucitarla y con ello traerlo de vuelta a la superficie. Cada vez que paso por su lado solo puedo mirarlo a los ojos con compasión, como alentando inútilmente una valentía que no crece nunca de las ramas secas, que nace de la nada, de la desesperación y la desesperanza, de la necesidad de evitar un dolor que es peor que el castigo fatal del olvido.
Aquella noche dejé en deuda algunas visitas regulares y solo hice un recorrido rápido tratando de cumplir las mínimas exigencias que mi tarea me exige. De vuelta, pude ver a una pareja de adolescentes besándose apasionadamente contra el muro de una capilla. Los pude ver prometerse amor incondicional y eterno, mirándose a los ojos con credulidad e inocencia; los pude ver maravillados y felices, y no pude evitar conmoverme. Sin embargo, preferí pasar desapercibido por un costado dejándoles solamente un imperceptible roce de realidad que algún día seguro me agradecerán.
Cuando finalmente pude cerrar los ojos nada parecía fuera de lo normal, cada cosa se acomodaba a la oscuridad como habitualmente sucedía: sueño, sueño profundo, sueño eterno. No puedo precisar en qué momento ocurrió pero repentinamente una luz radiante rompió la oscuridad y me sentí como girando en el aire. Moví el brazo hacia el costado buscando sostenerme y toqué lo que increíblemente me pareció un muslo que con su textura suave y tibia revelaba todas las asperezas de mi mano. Al principio pensé en que tal vez alguien me había descubierto pero, enseguida, un rápido movimiento puso todo un cuerpo sobre mi antebrazo que inmediatamente apoyó unos senos contra mí pecho. Esto tenía que ser una de esas bromas de mal gusto que cada tanto se ven por aquí; si no, estaría perdido. No supe qué hacer, estaba aturdido. Finalmente y sin convencimiento, decidí subirme a la historia y averiguar de quién era este cuerpo que ahora me tenía sujetado.
MAÑANA
Era ella, no me cabía ninguna duda. Eran sus párpados y su cejas, era su cuello y sus hombros, eran sus pezones y su vientre y su pubis y la vida en sus manos; era su aroma a hembra que abría mis poros y despertaba mi lado oscuro, ese que solo se iluminó un día, cuando ella se atrevió a abandonar las comodidades de los plácidos valles y los apacibles esteros de la monotonía que le ofrecían los hombres seguros, para internarse en estas cavernas donde escondo mis fragilidades más íntimas que se esparcen como musgo en párrafos sin fecha y sin nombre, habitados solo por mis deseos más delirantes.
Me quedé quieto por unos minutos, luego, tratando de no despertarla, zafé de su llave amorosa y fui hasta el baño. Me miré al espejo y sí, ahí estaba yo, no era un fantasma, no era el personaje de un cuento. Bajé las escaleras y fui hacia la cocina. La perra dormía tranquilamente en el sillón y no parecía muy dispuesta a cambiar de actividad. Afuera la gata maullaba solicitando que alguien le abriera la puerta, la noche había sido larga para ella que siempre debía sobrellevarla en soledad -como si yo no supiera de lo que hablaba (maullaba)-. Enseguida el mate estaba listo. Ya en la segunda cebada me estaba riendo, no sé muy bien si de histeria por toda esa situación o por acordarme de aquellas primeras palabras con las que ella entró en mi vida, cuando me preguntó acerca de la naturaleza del mate y de sus particularidades, de sus propiedades y de la misteriosa forma en la que funcionaba lo que ella denominó “mini morterillo con pajilla metálica” y que parecía provocar sentimientos amistosos en las personas. Ella estaba absolutamente fascinada con esa operación mágica que se daba entre sorbos amargos donde se compartían opiniones descabelladas y análisis filosóficos sin ninguna profundidad, todo entre mezclado con la saliva y los deseos ocultos de los participantes de la ronda.
Aún sonriente, volví a subir con el termo y el “mini morterillo”. Nada me resultaba ajeno ahora entrando a la habitación, me había acomodado sin darme cuenta al tren de la realidad, y yo era yo y ella era ella. Porque (y esto a modo de confesión personal) siempre era ella. Alguna vez, en medio de la caída, llegué hasta escribir sobre esto, en algún lado quizás aún esté guardado aquel pedazo de papel manchado de incongruencias, quién sabe.
Pero si ella siempre es ella, uno no es siempre uno. Uno cambia, uno busca lleno de esperanzas, uno lucha y nunca vuelve. ¿Quién puede seguir manteniendo la misma opinión de diez años atrás, o de cinco, o de uno, o de hace un rato? Solo los necios, los incapaces de aprender nada, los que buscan permanentemente acomodar la realidad a sus deseos creyéndose impermeables a ella, los que prefieren no llorar y se tragan las lágrimas envenenando al fin de cuentas las sonrisas verdaderas.
Como les decía, siempre era ella. Y no es que no haya querido a las otras, no, las quise todas, las quise con la misma pertinencia e ineficacia con las que la quise a ella; las quise de la única manera que se quiere: con egoísmo, con carencias, con promesas imposibles, con la incapacidad intolerable de no poder evitar dejar la vida al quererlas. Y, quizás, yo esté completamente loco y todas eran ella y ella era todas. O, quizás, al final, el amor termina siendo una locura que todos sufren pero que nadie quiere curar y en donde hay que aceptar el desenlace final con cierta graciosa dignidad, no como muestra de una valentía (inexistente), sino porque solo los locos son completamente felices.
Sus ojos me miraban abiertos de par en par mientras “la pajilla metálica” le dejaba un beso de mi parte cebado desde el asombro que me producía aún su belleza enfundada ahora en una musculosa blanca que le marcaba el contorno y despejaba todas las nubes y todas las dudas. Ahí estaba ella, ahí estaban todas. Rozó mi mano al devolverme el mate y eso fue todo lo que hizo falta. Hicimos el amor como animales perezosos, como espigas de trigo sopladas en medio del campo, como buenos inquilinos que comparten los susurros y las caricias cagándose en la moral y en las buenas costumbres. Hicimos el amor uniendo versos y rimas salteadas, doblando el vértice de las hojas donde escribimos lo mucho que para tantos es poco y para casi todos es nada y para nosotros era tanto. Hicimos el amor y luego soñamos que hacíamos el amor mientras soñábamos que estábamos despiertos haciendo el amor. (Sí, soñar no cuesta nada.)
TARDE
Después de la ducha ya era el mediodía y había que salir corriendo y el maldito colectivo que siempre pasa diez metros antes de llegar a la parada con el chofer mirando socarronamente cómo levantamos la mano entre puteadas y besos de despedida y su cara de boludo y las caras de los pasajeros en las ventanillas con expresiones de satisfacción por haber superado aquella prueba extrema de velocidad y malicia que nosotros no pudimos y ahora esperar que venga el próximo y los autos que pasan y estaría bueno que alguien se apiadase de nuestros relojes que siguen girando las agujas impiadosamente y nos ofreciera llevarnos para evitar tener que quedar parados ahí besándonos denodadamente y sin apuros desprestigiando al apocalipsis que hace rato que viene haciendo acto de presencia cada día, a cada hora, en cada minuto para revelar ante la perseverante incredulidad popular y sus narices lo que todo el mundo sabe y espera trémulo de pavor: la muerte segura.
No voy a relatar los sucesos de la tarde porque a nadie le interesa lo que pasa durante la tarde, esas horas que nos conducen a la noche y sus mágicos hechizos, esos ratos que solo pueden ser salvados por una siesta que se duerme al amparo de las fantasías y las hadas que bailan sobre las chapas de un techo que percute por esas lluvias torrenciales de verano como aquellas de mi viejo pueblo. Esas horas sin ninguna otra utilidad que promover el hastío para perder la mirada detrás de los vidrios empañados de los balcones que dan al invierno, buscando las razones de un corazón que no las encontrará jamás a ninguna hora, en ninguna estación del año, en ningún tiempo verbal. La tarde que se adormece, cantaba el poeta. La tarde que fertiliza las ansiedades de los reencuentros. La tarde que sopla vientos y arenas y deja nombres grabados en los callos del alma y del pensamiento. La tarde que huye de su destino de mañana terminada irreprochablemente a la hora del almuerzo y pretende sobrevivir a la noche que, afortunadamente, siempre logra desterrarla de las ventanas que se oscurecen lentamente antes de la cena, destapando de a una las botellas que ayudan a desnudar las bocas que callan de una vez por todas las opiniones indocumentadas y se dedican a besar con impunidad, solo por un rato nomás, solo como para creer que es posible ganar, como para abandonar esa ceguera que produce el exceso de confianza en lo que vemos.
NOCHE
Y he aquí lo que he venido a contarles, he aquí el faltazo sin aviso de la cordura, la completa destrucción de todas las hipótesis y todos los tratados y todas las argumentaciones. He aquí la presencia de Dios y el Diablo jugando a los dados, apostando los días venideros de los amores que se saborean los cuerpos en las camas anónimas que todavía apañan las soledades. He aquí la absoluta imposibilidad de evitar reventar como un globo que solo se sostiene con las palabras de la ciencia y sus secuaces, con las profecías de los sacerdotes falsos y los templos profanos. Entonces, estimados lectores, no queda más que creer: en la nada, en el vacío que todo lo llena cuando el universo se rompe y las cuentas ya no tienen un resultado posible que no sea correcto sin que, a pesar de eso, todo parezca un error.
La noche llegó desde el mar hasta la ventana y calló los pájaros y amainó el viento y plasmó las constelaciones en las cartas de los viajeros. En la casa solo se escuchaba el silencio, eso que puede convertirse en la más terrorífica de las melodías cuando no se respeta su sabiduría y su magnitud. Yo la esperaba. Ella ya debía haber llegado. Siempre arribaba con los últimos resplandores del atardecer asumiendo su condición de luz, de faro guía, de inspiración para la taquicardia que se producía en mí cada vez que, ante un retraso, ensayaba una carta de despedida; porque ella era el remitente de cada una de esas cartas que leía atribulado en mi imaginación fatalista que siempre esperaba lo peor. Y, entonces, lo peor apareció y el telón se abrió ante mí y se apagaron de repente las estrellas y se renovaron los murmullos y los sollozos. Aquella luz radiante explotó por encima mío y empecé a caer por una especie de espiral de sombras. Cuando finalmente llegué al fin de la caída, comencé a sentir una vez más algo que casi tenía olvidado: el taconeo del desfile incrédulo y habitual de los testigos presenciales de la derrota final, caminando por los pasillos de este barrio entre los nombres desconocidos grabados en los mármoles y las cruces, buscando uno que quizás fuera el mío. Y entre todos aquellos seres repetidos pude distinguir un rostro triste y arrugado con ojos empañados de lágrimas, un cuerpo atormentado por los años y las batallas. ¡Ahí estaba ella! Y ahora yo solo podía sentirla desde acá abajo, ahora solo podía sentir el peso de su presencia en la tierra que me cubría y cada paso que daba le ponía un sello más a mi certificado de defunción escrito ya hacía mucho. Y cada paso que la fue alejando de mi morada retumbó en mis huesos secos que se asían desesperadamente entre ellos para no desmembrarse y perder el único sostén verdadero: su amor.
DESENLACE ETERNO
“La vida es sueño“, escribió alguien alguna vez. Sí, la vida y también el amor. Yo la había soñado y la había vivido y la había sufrido y la había amado y la había sostenido hasta la muerte. Y aquel resplandor antes de una mañana no había sido más que un brillo del pasado, un remanente de consciencia en medio de la eternidad que habitamos todos aquí. Aquel muslo tibio que me había despertado solo había sido ese instante que nunca muere, esa única verdad que nada ni nadie logrará nunca desmentir, esa realidad que atraviesa el tiempo y el espacio, que arrasa con los piadosos y los ateos y los agnósticos, que nos mata y nos resucita caprichosamente y sin explicación alguna. Había vuelto a la vida de los sueños, a esa vida que muere infaliblemente apenas despertamos y descubrimos que estamos vivos y que estar vivo incluye el desamparo de las ausencias y las heridas abiertas que sangran sin consuelo. Por eso, aquí solo se sueña en presente la eternidad que, como tal, no tiene ni antes ni después, ni pasado ni futuro. No tiene idas ni vueltas; aquí todo permanece como en un círculo sin principio ni fin. No hay ausencias ni lejanías, no hay recuerdos ni olvidos, no hay nada que no haya existido nunca y nada que nunca vaya a dejar de existir. Y aquí ella es finalmente todas y todas son finalmente ella.
Aquella misma noche salí a recorrer las casas del barrio y me apiadé de la señora y su perro, y consolé al enamorado que aún se aferraba a su rama muerta, y le sonreí a la pareja adolescente que escribía sus nombres en un árbol a media luz. Volví silbando bajito un tango y fui lentamente ajustando los nudos misteriosos que se habían aflojado la noche anterior. Una vez aquí, mientras acomodaba mis viejos papeles con algunos versos ya terminados y algunos nuevos que aún no termino (más por desgano que por falta de tiempo, claro), pensé en ella y en aquel sueño fugaz (todo momento es fugaz en la eternidad), en esa mansa costumbre de escribirle desde estas profundidades, costumbre a la que ya no le busco ni razones ni ventajas ya que no se irá con el tiempo pues eso aquí no cuenta. Y al acomodarlos encontré este pedazo ajado pero sobreviviente que aún resistía la desintegración material aferrándose a la eternidad de las palabras:
Será que ahora me doy cuenta de lo que me pasa porque no me había pasado antes. Será que antes yo ignoraba la belleza del silencio y me conformaba con escuchar los rumores de la vida, gente que iba y venía mientras yo estaba en un rincón de la existencia. Será que ahora me doy cuenta de que viví con miedo, solo uno. Un miedo con olor a cama vacía, a noche oscura que reclama presencias, miedo de verte un día y no poder hablarte, no poder pasarte la mano por la espalda para abrazarte, como cuando la lluvia nos encerraba en un cuarto a la hora de la siesta a espantar estos mismos miedos, a contar gota a gota los besos que iban y venían sobrevolando tus pechos y mi alma, conjurando hechizos de hadas para espantar soledades y desbaratar los planes de la desgracia.
Debo confesártelo, amor mío, no le tengo miedo a la muerte aunque la traiga el Diablo, solo tengo miedo a no sentirte tibia en el cuerpo nunca más, a tu falta, a tu ausencia, que, al fin y al cabo, solo me dejaría una vida vacía en donde la muerte sería un alivio.
Me sentí aliviado.
Foto: Flor del Irupé
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