a los amores de colores que aún me asisten
Siempre he sabido que soy infinito. No inmortal, infinito. Que nunca he sido y nunca dejaré de ser. Que quienes me miran no me ven realmente, sólo creen verme, creen tener delante suyo a una persona de carne y hueso a punto de morir. Pero no, están equivocados, soy infinito.
Y de esa "infinitud" crece, permanentemente y sin descanso ni final, un amor infinito, una soledad infinita y, por ende, un porvenir innecesario. No necesito un porvenir porque nada me es negado ni nada me espera, puedo abarcarlo todo, pasado, presente y futuro. Sólo hay una cosa que podría materializar este infinito que abarco y, de esa manera, hacer de mí un hombre. Sólo una combinación particular y única que posibilitaría unir los extremos inexistentes de esta vida y que justificaría la desolación de no tener principio ni fin. Muchas veces he decidido ir en su búsqueda aunque esta decisión fuera superflua ya que es imposible unir los extremos del infinito, tan imposible como imaginar el infinito mismo, tan imposible como sostenerse con los pies pegados al piso cuando la mente vuela con la música o el corazón corre enloquecido detrás de unos ojos misteriosos, injustificables e irresistibles.
No obstante, hay una búsqueda permanente que es inherente a mi existencia; un juego mágico e infinito sin reglas ni instrucciones. Y esa búsqueda es mi propio ser, soy yo, todo lo que he alcanzado ya y todo lo que nunca alcanzaré.
Es también un juego tramposo este de la infinitud, un juego peligroso, ya que puede provocar la falsa creencia de que un infinito es capaz de capturar a otro, abarcarlo, contenerlo, aparearse a él como dos galaxias que se encuentran para formar otro universo posible y rebelde de aquel que dicen que es el único. Por eso, de todas las infinitas precauciones que puedo tomar para esta búsqueda, desafortunadamente siempre va a quedar alguna afuera que provocará un dolor infinito. Y entre esas precauciones fatalmente salteadas en la lista para prevenir las probabilidades del infortunio, está aquella que advierte expresamente a no creer en las profecías que develan el color de los ojos que conquistan y esclavizan las miradas. Sí, debo admitirlo: ya me ha sucedido infinidad de veces.
Por ejemplo, una vez llegué a la conclusión de que unos ojos de color verdoso con pequeñas manchas amarronadas eran los que comulgaban con mis deseos infinitos de trascender, de alcanzar la inmortalidad de la muerte definitiva y sin revanchas metafísicas, la muerte simple y pura de carne podrida y raíces y gusanos enredados entre los huesos enterrados en un espacio acotado y definido; aquellos eran unos ojos pequeños llenos del brillo de la juventud efímera que ni en la vida infinita es posible que perdure.
Otra vez creí en unos ojos marrones que se teñían con el rojo de la furia y se desteñían ante la posibilidad del abandono prematuro. ¿Es posible que hayan sido esos redondelitos chocolatados que se ubicaron privilegiados en el centro de mi destino los indicados para aliviar el peso de mis horas cuando los días y las noches no lograban expirar en mi calendario? No lo sé, y probablemente nunca lo sepa. Porque aunque las pruebas finalmente se desplieguen contundentes ante mis ojos, mi memoria ya se ha abrazado al olvido, que sí es posible que sea infinito, no podrá ser nunca total.
Hubo hasta un momento donde preferí creer que el color de esos ojos era el azul celeste, ese momentáneo color de un cielo negro que pinta su fondo con la paleta y los pinceles del sol cada mañana. Sí -me dije un día de primavera- debe ser este porque es el color del infinito, el color de las alegrías sin razones y del adiós sin tristezas grises que lo empañen; el color del mar que refleja su sabiduría infinita, su esperanza de alcanzar una estrella perdida escapada de alguna constelación a punto de desaparecer. Qué tonto fui. Me aferré a ese color y busqué abrazar su infinito que, como tal, era inabarcable. Pero yo me agarré con todas mis fuerzas a sus esperanzas que eran las misma que las mías, las mismas que las de todos y que, al final, no son otra cosa que una sola: morir en paz. Menuda desilusión fue la que me puso otra vez en mi lugar. Y, entonces, otra vez yo ocupándolo todo; y otra vez perdiendo todas las batallas infinitas e interminables; y otra vez esta búsqueda del tesoro sin tesoro con un mapa engañoso trazado por la mano cruel del más perverso de lo seres. Un mapa que sólo guarda cruces enterradas debajo de otras cruces para que la búsqueda sea infinita.
Y ahora que mi infinito ha vuelto a ocuparlo todo, aquí me ven, desenterrando otra cruz, pasando este tiempo infinito que siempre (una palabra que sólo puede ser usada con verdadero sentido en el infinito) se queda y nunca se pasa, que amontona horas y días y años en los rincones de estas hojas llenas de palabras pobres y sin destino. Porque, al fin y al cabo, ¿qué más puede hacer alguien como yo que escribir mensajes y arrojarlos desde la ventana al mar de los desconocidos? ¿Qué más puedo hacer que seguir combinando los signos y las letras de la Biblioteca de Babel en la búsqueda de los significados ocultos, de los colores preciosos y mágicos que tal vez deshagan algún día el embrujo infinito de los amantes perdidos? Y quizás ustedes crean que soy un desgraciado sin rumbo, un exiliado sin patria, un profeta sin apóstoles. No, no soy nada de eso. Soy ni más ni menos que un jugador mediocre de este juego de las palabras, que no es otra cosa que la eterna búsqueda de la última cruz, del lugar secreto donde se esconde el color verdadero de unos ojos infinitos.
RR
Foto: Pablo Silicz
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