jueves, 22 de enero de 2015

UNA ADVERTENCIA ANTES DEL CAPÍTULO 32


       Tal vez usted debería repensar su decisión, porque puede suceder que si acepta mi invitación a pasar este rato conmigo no quiera irse mañana cuando el sol llame a despertar de la noche y despejar la cama. Puede suceder, querida, que la sorprendan insolentemente unas ganas que simulan indiferencia pero que, en verdad, la tientan a quedarse a pasar el día, a mirarnos disimuladamente en silencio mientras el mate cambia de manos; y en ese intercambio podría ocurrir que se genere un juego inocente de niños tocándose las puntas de los dedos, transmitiendo mensajes en la clave del deseo mutuo. Acepte mi consejo, se lo digo por su bien. 

     En todo caso, prepárese por si acaso para permanecer durante las horas de la tarde a orillas de esa brisa que abraza y consuela, que perdona nuestros pecados y redime a los pecadores. Y si cuando ya se va haciendo tarde para la tarde y comienza el crepúsculo, más vale que tenga sus papeles al día y los besos al borde de los versos y las manos limpias para irse de viaje por esos lugares del cuerpo donde podrá acosarme impunemente y sin testigos que declaren en su contra. Y, como devolución de favores, yo me atreveré abusando de su confianza, a atormentar sus poros y sus crines y su memoria que quedará contaminada para siempre de estrellas.
      Tal vez le parezca una advertencia desmedida pero es preferible así. No traiciona quien avisa, dice un estúpido refrán. Y, entonces, yo le aviso que si sobrevivimos a la primera noche cobijados bajo el mismo cielorraso, tirando de un lado a otro de la sábana sólo para evitar separarnos, es posible que al día siguiente, a primera hora de la mañana, esbocemos sincronizados una sonrisa al abrir los ojos entre dormidos y nos veamos en una situación comprometedora de la cual nos cueste reponernos; y reconozcamos el aliento de cada uno en el otro, el sabor a sexo exprimido con la lengua que se prepara agazapada para decir lo que no estamos seguro si deberíamos. Hágame caso y tome las precauciones que deba tomar antes de desvestirse frente a mí para volver a cubrir su belleza con la ropa fresca y limpia que precavidamente trajo en un bolso. No se demore cuando acomode su rodete porque, de seguir viéndola provocar torbellinos con su pelo, es posible que me den ganas de construir un molino para someterlo a los caprichos de sus aires de yegua indomable y me arme como caballero español para ir a la conquista de sus manchas y sus defectos, de sus secretos y sus perversiones. 

     Y, más tarde, cuando salgamos a caminar por la playa con la excusa de estirar las piernas, no deje su mano cerca de la mía porque es muy probable que la tome del dedo meñique primero para luego sostener la palma entera y tomarle el pulso que se acelera por el sólo hecho de contarle, como quien no quiere la cosa, repentinamente y sin aviso, que mi pulso se ha acelerado a la velocidad de sus latidos. Y si no le suelto la mano al volver a casa y sigo sin soltársela al besarla será sólo para guiarla hasta la cama por un camino que ya conoce, por el camino de esa felicidad imperceptible que se esconde en los pequeños momentos y que reaparece muchos años después a auto glorificarse vanidosamente en conversaciones de amores que se reencuentran, de fotos que reaparecen misteriosamente en un destino que nunca hubiésemos creído que era el nuestro. 
     Y aunque no sospeche ahora las consecuencias que puede acarrear recorrer dos veces seguidas este recorrido que nos va desvistiendo un poco a los tumbos por la escalera, perdiendo todas las batallas de esta guerra cuerpo a cuerpo que hemos desatado, y ganando todas las dignidades, las consecuencias podrían ser irreparables y los dolores y las angustias posibles, irrenunciables. Así es, después de pasar dos noches seguidas con sus lunas y sus grillos y sus oscuridades cómplices, es posible que seamos conducidos al arrebato del gusto, del placer de estar ahí e inexorablemente a una declaración anticipada y suicida donde confesemos sin tapujos y sin premeditación que nos hemos comenzando a querer.
      Por lo tanto, déjeme entonces que le advierta que de ser así, ya no habrá nada que hacer o decir para refutar este encuentro, y a partir del día siguiente usted probablemente haga de esta cama su cama y de esta casa su casa y de estas noches su vida y del destinatario de esta carta su nombre.

RR


Foto: Andrea Alegre

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