Finalmente un día ella me buscó debajo de las palabras y no encontró nada, ni siquiera las cenizas de un fuego donde hubo o el mango de madera de un falso herrero. No había nada. Entonces yo sonreí tímidamente, la besé en la mejilla y me fui. Y a medida que me alejaba nacían los casi y los apenas, los potenciales fracasados y las historias contrafácticas que no sirven para nada, excepto para pasar el tiempo deambulando por las noches en vela.
Tal vez debí sentirme avergonzado de haberla engañado pero no, no había nada por lo que sentirme así. Porque ella debió creerme cuando le sugerí que aquel universo poético creado a su imagen y semejanza estaba infinitamente vacío: infinitas estrellas e infinitos imposibles, infinitas ganas con infinitas sinrazones. Supongo que ella se animó a quererme igual porque la tomé por sorpresa y conquisté un poco a la fuerza su confianza celosamente resguardada noche tras noche en huidas de madrugada, antes de que el sol se atreviera a entibiarle la mañana. Así, mientras ella dormía, dibujé lentamente un castillo en su orilla. Un armazón débil expuesto a ser tragado por el mar en un santiamén, una maqueta construída en el aire con granitos de arena pegados con ese hilo de saliva que une los labios y que, tarde o temprano, se corta y deja los ojos cerrados con la boca besando la nada y una mordida venenosa que no tiene antídoto ni salvación. Y cuando eso sucede, uno se abraza a pura melancolía a la serpiente y le escribe poemas y la glorifica y le sostiene la mirada esperando que muerda otra vez. Uno quiere morirse ahí, abrazado a sus escamas, sintiendo el dolor de la carne morada, del alma que se pudre al calor de la desolación y el espanto de la realidad.
En realidad, ella se dejó llevar por un personaje que no era sino un holograma creado por su propio reflejo. Yo no era ese que la abrazó en una noche fresca de noviembre, ni aquel que la buscó con pertinacia e inconsciencia para salvarla de algo de lo que ella no quería ser salvada. Yo era (y soy) más bien este miserable de palabras flojas y dedicatorias fáciles, un plagiador profesional en un submundo que ni siquiera me pertenece, que he usurpado para mi propio beneficio, y desde donde escribo mensajes para las botellas de otros. Y ella es nada más ni nada menos que mi víctima, el centro perfecto hacia donde se dirigen las flechas que ha errado Cupido.
Así es, si hay un culpable acá, es ella. Ella que derramó su néctar en mi avispero y lo conmovió y me hizo creer que podía salir a conquistar el mundo, el suyo, el único mundo que no poseo, el único mundo al que pertenezco. Yo no hice nada, créanme, yo nada más eché mi pequeño barquito de papel a su estanque que imaginé un mar turquesa perfecto como para ponerme un traje de pirata y nombrarla a ella mi amante para así tener una razón altruista por la que batirme a duelo con la muerte. La muerte que, al final, siempre termina ganando todas las batallas y poniendo a cada uno en su lugar.
Sin embargo, ese mar turquesa nunca existió y el estanque se ha revelado como lo que, al fin y al cabo, verdaderamente es: un espejo de agua donde navego la soledad escribiendo leyendas apócrifas, historias de héroes en mares esperanzados cantando inútilmente canciones para mujeres que, como ella, de ninguna manera necesitan a un héroe que las salve, ni tampoco a un malogrado pirata que les escriba poemas que nunca rimarán con el presente; desafortunados versos escritos desde la lejanía de una cubierta abandonada de cara al sol.
RR
Foto: Pablo Silicz
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