De a poco nos fuimos haciendo a la idea de que nos extrañaríamos para siempre, de que sin importar hasta dónde llegáramos con la indiferencia y la arrogancia propia del despecho, nos extrañaríamos. Y cuando asumimos eso, asumimos el verbo extrañar con todas sus acepciones, y armamos el botiquín correspondiente con las gasas y las vendas necesarias para, llegado el caso, cubrir sin éxito las heridas permanentes. Asumimos también que quedaríamos perplejos ante cualquier contacto casual, así como ante cualquier intento por arrojar desde un barranco todos nuestros recuerdos -y la memoria completa- sólo por sobrevivir a nuestras mutuas soledades. Asumimos que íbamos a transitar lugares oscuros para los ojos del presente, que escribiríamos cartas y más cartas que jamás verían la luz; que nos buscaríamos, sin confesarlo jamás, en las filas de los supermercados y en los interiores de los taxis que pasaran por nuestras narices amagando con el derrumbe definitivo de una fe en la que buscaríamos creer sin lograrlo nunca: la fe en el olvido, en el tiempo que todo lo cura, en eso que se supone que es para toda la vida pero que casi siempre dura lo que dura el sabor de un beso.
Y así fuimos marcando el territorio de la despedida, abonando la tierra con algunas flores que hicieran más dulce la espera brutal de lo que nunca llega. Dejamos marcas secretas en la ropa del otro para que aparecieran un día de la nada a asesinarnos por la espalda y sin compasión y sin miramientos y sin piedad y con todo el peso de lo inexplicable. Nos pusimos de acuerdo en que si uno de los dos un día decidía irse, lo haría para siempre y sin aviso, sin explicaciones y sin decir adiós. Ese fatídico día nos alejaríamos con desprecio y soberbia, con la ceguera de la venganza y el miedo del profeta de su propia muerte. Dejaríamos el diario íntimo inconcluso y sin punto final, sin notas de despedida ni justificaciones inútiles. Nos abrazaríamos a la distancia sin llorar, negando las huellas y las promesas, escudándonos en una inexistente sabiduría de la vida. Nos desdeciríamos de lo dicho y de lo hecho, de la urgencia ante la soledad de la noche y la llegada de una mañana desolada.
Por eso, una vez que desnudamos todos los temores y todas las vergüenzas y todas las miserias y todas las confesiones; que negamos la justicia y los castigos y nos probamos la horca y saboreamos una gota del veneno mortal del rencor; que levantamos las cabezas y afilamos las hachas y escupimos para arriba todas las verdades y vomitamos el orgullo y la estupidez; una vez que hicimos todo eso, miramos por la ventana al cielo, nos desvestimos en silencio y apostamos hasta la última gota de sangre sin saber en realidad hasta dónde llegaríamos con eso que dicen que es el amor.
RR
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