viernes, 2 de marzo de 2018

YA PRONTO SERÁS


     Sí, debo confesar que al separarme de él me sentí libre. Libre de sus dolores y sus miserias, de sus angustias y de sus porvenires. Me fui tras ella tratando de negar su cobardía, me arrojé a una persecución que en su momento él creyó inútil pero que yo considero inevitable. 
     Lo dejé solo, lo sé. Lo abandoné como a un perro enfermo y nunca más lo volví a ver. En cambio a ella la observé hasta el último día de su vida -que, claro, fue el último también de la mía-. Me abracé a su destino como sólo lo hacen esos enamorados que dejan la leche en el fuego y se van detrás de los aromas frescos de los despertares. Me arrojé como un polizonte en su bote y navegué junto a ella todos sus mares y todos sus ríos y hasta sus humildes arroyos, esos que nadie considera a la hora de escribir versos pero que sobre sus márgenes abrigan sombras de sauces llorones que descuelgan sus ramas sobre el agua sucia que cubre el barro y atraviesa puentes pequeños en los campos de los pueblos perdidos. 
     Un día supe que murió, solo en una habitación que daba al sur, ese punto cardinal que inevitablemente atrae a los que huyen, a los que ya no pueden más y buscan un refugio para ellos y sus brújulas que parecen no querer cambiar jamás su norte. Y claro, su norte apuntaba siempre a ella. A ella y a mí que me había colgado de sus faldas, que esperaba en un costado de su existencia para arrimarme sigilosamente a su cuello fino y delicado a oler su aroma de mujer, de amor imposible; una especie de justicia tardía que quizás le llegara un día a él en su escondite, en su guarida secreta adornada de canciones en su nombre, teñida de versos que la añoraban y la esperaban con la esperanza invencible y cruel del poeta.
     Sin embargo, y para hacer verdadera justicia, yo no tenía otra opción más que montarme a su risa y a sus ojos de chocolate, a su alegría infantil y a su orgasmo de puta en celo, a su recuerdo atrapado en todas esas fotos que él guardaba debajo de la cama en una pequeña cajita de cartón que atesoraba y cuidaba como cuidan las hembras de sus cachorros. Quizás ese haya sido el error fatal. Porque él fue guardando sus días y sus noches en esa caja y olvidándose lentamente de mí que nunca había faltado a ninguna de sus citas con el desconsuelo o con alguna injustificable alegría; que nunca me corrí de su lado, ni siquiera en esas noches sin luna que invitaban al suicidio. Ahí estaba yo, fabricándome una silueta y sirviéndole una copa para pasar el rato mientras ella lo saludaba desde la tierra arrasada del olvido manifiesto. Ahí estaba yo, sin un reproche ni ninguna de esas frases inútiles que pronuncian los que no entienden que a veces el silencio lo dice todo. Ahí estaba yo...
     Y desde ahí escribí esta carta para quienes un día quisieran enterarse de esta historia, la de él y ella. Y tal vez yo no sea más que una sombra, más que una ilusión de la luz, pero en mí hicieron trinchera sus deseos y sus ganas, y la extinta valentía de quien prefirió las palabras a la carne, las rimas a los besos, la oscuridad al deseo insoportable de la piel. Sí, yo fui su sombra y creí tontamente que podía salvarlo de la derrota. Pero no pude, lo siento, no pude. Y su derrota fue inevitablemente la mía, y su muerte me dejó solo errando por las noches de ella que ya tiene otros brazos y otra sombra para entibiar su cama y los rincones de sus tardes grises. ¿Acaso debí haberme quedado con él aceptando como un fiel compañero su destino perdido en vez de lanzarme a una tarea imposible? No lo sé. Ojalá alguien pudiera decirle que lo lamento, que permaneceré aquí. Pues tarde o temprano, ella también se volverá finalmente una sombra.

RR


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