viernes, 28 de diciembre de 2018

DESDE LAS SOMBRAS


     Quisiera pedirte un último favor. Me gustaría pedírtelo sin tener que dar estúpidas razones que, como bien sabrás, en algunos casos sobran y en otros no alcanzan. En este caso las razones ni siquiera existen porque son en realidad una lista de pequeñas fantasías, de trucos baratos, de estratagemas deshonestos que buscaron hasta hoy atraer la atención de quien, a decir verdad, menos aun existe. 
     Porque debo confesarte con cierto pesar que la realidad finalmente muestra que no existen tus ojos coloreados de acuerdo a la ocasión como no existe tu pubis manifiesto guardando deseos que, por otra parte, tampoco existen. No existe esa boca dibujada con la ayuda de Cortázar a puro dedo debajo de las yemas que nunca logró coincidir casualmente con la tuya y se quedó esperando en el cielo de esa rayuela que te obsequié un día. No existen tus hombros por encima de tus pechos que reposan a la vuelta de tu espalda sosteniendo incólume tus años que, como te advertí alguna vez, pasan indefectiblemente. No, querida, no existe nada de eso. Y es una pena porque eso me lleva a la conclusión de que, entonces, tampoco existe verdaderamente un cielo abierto como este sobre el techo de tu casa, este ridículo firmamento que armé precariamente con agua de mar y nubes de algodón para adornar tu ventana cuando el ocaso lo tiñera de rojo, y al que de vez en cuando, quizás para aportarle cierto dramatismo poético, hice llover a la hora del mate o de la siesta, o cuando te pudiste sentir enormemente sola rodeada de sobres vacíos. Sobres que, por otra parte, lamento comunicarte que tampoco existen.
     Sin embargo, aun así me gustaría pedirte este favor luego de admitir que, a pesar de todo esto y sin vergüenza alguna, te he querido como si existieses, como si mi espera hubiera sido el calendario que regía tu vida, como si tu vida hubiese hablado el idioma en el que escribo, como si lo que escribo valiera aunque sea un poquito más que el silencio que acompañarán estas últimas palabras. No obstante, no hace falta que me concedas este favor porque, al fin y al cabo, todo es un invento mío: vos, yo y todas las posibilidades de ser o no ser que he redactado con más pretensiones que verdades. Por lo tanto, yo escribiré mi deseo y esta vez me guardaré de escribir tu respuesta para liberar a tu personaje del fastidio y el tedio de la indiferencia reiterada.
     Me gustaría pedirte que seas vos la autora de mi olvido, que de tu mente se borren una a una mis palabras y todas mis inútiles travesías por los sueños que nunca serán soñados, que quedarán en la puerta del subconsciente juntando polvo hasta deshacerse como se deshacen los huesos con el tiempo. Me gustaría que fueras vos quien apague esta luz y, desenroscando la lámpara, la arrojes al vacío de la inexistencia. Y si por la ventana alguna vez asomaran rebeldes las esperanzas de un nuevo amanecer, pues deberás ser vos quien se encargue de cerrar presurosamente el postigo y asegurar el pestillo para apagar los posibles focos rebeldes capaces de hacerme volver a intentar un desembarco sobre uno de los lados de tu cama. Quisiera que cuando cierre esta hoja no haya posibilidades de regresar, que todas las posibles entradas a tus sentidos se clausuren como una bóveda para evitar futuros contratiempos y malos entendidos.
     Esta es tu oportunidad. Yo te saludaré desde el punto final y echaré al fuego todas aquellas promesas de buscarte por cielo y tierra, de dejarte mis huellas marcadas sobre la piel para declararme voluntariamente culpable de haberte querido. Es todo lo que te pido antes de asumir el fracaso de mis pocas y agotadas luces. Antes de volver una vez más a las sombras.

RR


martes, 18 de diciembre de 2018

RELATO DE UN HOMICIDA


     Una voz me hablaba mientras caminaba hacia la puerta. Una voz que me reprochaba mi actitud, una decisión supuestamente mal tomada. Pero ya era tarde, no había espacio para debate, tenía el picaporte en la mano y el primer paso listo para cruzar el umbral. Así es, dejaría todo atrás abandonado a su suerte porque mi suerte ya había sido echada y, entonces, había decidido apropiarme de todos los comodines, del cargador vacío y hasta del billete ganador que jamás nadie encuentra. A partir de ahora yo sería mi propia suerte, nada se interpondría en mi camino, ni los dioses, ni los horóscopos, ni los amores. No habría hombre capaz de torcer mis pasos ni mujer que pudiera volver a quitarme el sueño. Desde esa misma noche y para siempre dormiría en mi cama ya que haría mía cada una en la que yaciera mi cuerpo, y abrazaría también cada noche como única. A ellas... Pues a ellas las amaría a todas como si todas fuesen ella misma. Y a ella no la volvería a nombrar jamás. Jamás volvería a pronunciar su nombre que quedaría sepultado en el olvido más hondo e impenetrable. 
     Recuerdo que escribí un par de versos y me alejé. Caminé calle abajo buscando el mar (siempre busco el mar cuando no sé lo que busco). El aire estaba fresco, ese aire espeso y salado del sudeste; ese aire áspero y húmedo que castiga las penas y las expulsa. Me detuve por un rato y arrojé todos mis pensamientos al viento. Lo miré de frente y le hablé de los días pasados y de los futuros. No, no hacía falta hablarle del hoy, porque mi hoy era un ayer permanente, constante. Le hablé como si en realidad supiera de qué estaba hablando. Aunque, a decir verdad, no tenía ni puta idea de qué era lo que buscaba allí. Pero le hablé igual. Le hablé como un desquiciado de lo que se había ido, de esa sensación de sentir un alivio irreconocible en el abandono, en la resignación y en el fracaso. Le expuse al viento mis razones, esas que me dejaban sentirme conforme con el último puesto, con la desgraciada alegría de quien ha perdido todo y ya no tiene que excusarse y mantener la mentira, simular una vida que está muerta y enterrada. No solté ni una sola lágrima, y no porque no las tuviera, sino porque las ahogué con orgullo y amor propio, con la terquedad de quien decide sobrevivir peleándole cuerpo a cuerpo a los fantasmas del eterno sacrificio, abandonando los rincones más oscuros para salir a la luz. Sí, la sombra del amante eterno me habían oscurecido la vista y ya nada se veía con mis ojos, sólo sombras que se reían de mí y de ese patético discurso que había defendido estúpidamente.
     Más tarde dejé el mar, ofuscado, ofendido con esa vida a la que había dejado entrar en mí impunemente. Pero no busqué culpables, sólo pegué el portazo y me fui de allí. Pero antes tomé un hacha y la clavé con todas mis fuerzas en ese maldito bote que antes me aseguraba el regreso cada vez que decidía volver como un adicto al dolor. Ni siquiera me quedé a ver como el agua lo atrapaba y lo hundía en las profundidades de lo irrecuperable. Y ahí estaba yo, solo ante un mundo desconocido, un mundo al que había perdido de vista y que me había perdido de vista a mí también. Sin embargo, no tenía ni quejas ni reproches, no tenía ni preguntas ni respuestas. El mundo era ahora una hoja en blanco y yo un lápiz asesino. Y escribí. Escribí por las calles y escribí en mi cuarto. Escribí en las paredes y en los retratos. Escribí poesías y cuentos y cartas. Escribí los nombres de los muertos precedentes y de los venideros. Escribí su nombre en el cielo y el mío en el infierno. Escribí hasta acabar con las palabras, hasta vaciarlas de significado, hasta dejar el idioma exhausto.
     Existe un lugar -acá nomás- donde ha quedado todo lo escrito, algo o alguien lo ha salvado de la destrucción justiciera. A veces paso por ahí y me tienta la idea de entrar y revisar todo aquello, leerlo como si fuese un diario del pasado; recorrer una vez más las trincheras que buscó aquel personaje delirante para protegerse de los bombardeos de la memoria inmisericorde. A veces me acerco a una ventana desvencijada y mugrienta que da al frente como buscando escuchar algún murmullo errante de los fantasmas que habitan tras los postigos de esa guarida de fantasías mortales. Pero apenas comienzo a sentir en mi mano un mínimo atisbo de movimiento hacia el gatillo, le corto las venas a la fantasía cruel y recupero el control casi antes de perderlo.
     Y así, en fin, llegué hasta esta hoja donde habita el futuro, donde conviven en una guerra mercenaria lo viejo y lo nuevo, donde el presente es sólo una circunstancia, un punto de apoyo para una palanca destinada a levantarme del fangal mal oliente de la memoria. Me arrimé hasta esta hoja desprovisto de ideas pero sin miedos, dispuesto a sentarme y esperar pacientemente a que asome el sol del nuevo día. Sabía que no iba a ser fácil, que desatar la vaca impone un coraje que no se tiene a disposición inmediatamente, que hay que fabricarlo de la nada, aunque esa nada no sea tal, porque en esa nada reside lo que no se ve, el mito, el fuego sagrado, la personalidad o aquel afamado instinto de supervivencia. Abrí la puerta de esta hoja hace ya varios días y nadie se ha asomado aún, solo aquel viento amigo que ventila los márgenes mansos de una tristeza necesaria. 
     Pero yo sé que, así como yo he abierto esta hoja, vos has abierto tus ojos y, como dice el dicho, sólo es cuestión de tiempo para que la curiosidad mate al gato. Sólo hace falta una palabra, la justa, la del momento preciso en el lugar indicado; el mínimo roce de un adjetivo que acaricie la periferia de tu corazón herido y que provoque ese cambio leve en la dirección del viento; una tibia brisa que se transforme en un vendaval incontenible, una caminata tranquila que se convierta en una carrera alocada, unas ganas disfrazadas de añoranzas que maduren hacia ese deseo que ahora atraviesa tu pecho y baja por tu vientre hasta tu sexo y rompe en mil pedazos los pudores y los buenos modales y te envuelven dejándote desnuda en un lugar desconocido donde mora un asesino sin armas, el último de la fila, tal vez el más inesperado de los hombres. Un  tipo sin señas particulares, un jugador desconocido al que sólo le quedan un par de cartas para jugar: con una se accede al olvido y la vida, con la otra al amor y la muerte. 
     Vos elegís.

RR


miércoles, 12 de diciembre de 2018

DELIRIOS DE UN DANTE CUALQUIERA


     Me pregunto si cuando esté muerto sentiré la muerte pisándome los talones como la siento ahora que estoy vivo. Será que acaso voy a sentir la vida buscando reencarnarse en alguna de mis costillas. Me pregunto estas cosas todo el tiempo sin razón alguna y sin llegar nunca ninguna conclusión; como si fuese yo la única persona en este mundo consciente de la muerte; como si la muerte tuviese en mí su única víctima (por llamarlo de alguna manera) en todo el universo.
     Me pregunto qué será de mí cuando, después de cerrar los ojos, los abra y me encuentre frente a una luz, o en un túnel, o a lo que carajo sea. ¿Habrá alguien más allí? ¿Me recibirán eventualmente mis antepasados, o tal vez Federico, mi perro de la niñez? ¿Se tomará lista en alguna ventanilla para corroborar que quien avanza por ese pasillo es la persona correcta y no un error burocrático, un muerto que fue citado antes de tiempo sin derecho ya a reclamar nada, sin poder entrar ni poder salir, quedando atrapado en una especie de limbo dantesco? ¿Y si el Dante tenía razón? ¿Y si debo recorrer un infierno para llegar a un cielo -o viceversa-? ¿Habrá algún Virgilio esperando por mí? ¿Tendré la desgraciada fortuna de arrastrar por ese mundo el dolor de ya no ser, debiendo buscar a mi Beatriz aun después de muerto? Y de ser así, ¿la reconoceré en caso de encontrarla? Al fin y al cabo, aun no la encontré de este lado de la luz -aunque siempre supuse que la reconocería inmediatamente fuera donde fuera que estuviese, pasara el tiempo que pasara hasta encontrarla-. ¿Será posible esto? 
     Y qué más da que lo sea o no. Sea como sea, moriré yo y morirá ella y se seguirán repitiendo las beatrices y los dantes y las búsquedas y los limbos de no encontrarse. Claro, no es lógico pensar que mi búsqueda es única. Es más, posiblemente mi Beatriz esté buscando ahora a su Dante mientras yo la busco a ella (y hasta es probable que su Dante esté buscando a su vez a una Beatriz que busca otro Dante, y así hasta el infinito).
     Es que no encontrarse en la tierra, o en el cielo o el infierno, debe ser seguramente ni más ni menos que el famoso limbo. Porque a ningún amante le importa un comino si su amor vuela por un paraíso diáfano o se arrastra por las brasas del averno. No, definitivamente a ninguno le importa eso. ¡A mí no me importa! Los amantes queremos encontrarnos donde sea. Las llamas más ardientes del reino de Lucifer nunca podrán desanimar a quien busca a su amor, a su Beatriz o a su Dante. Así tampoco, ningún paraíso valdrá absolutamente nada no estando su amante en él. ¿Pues entonces? Entonces nada. 
     Vivimos en un limbo permanente, y por eso deseamos vivir siempre y cuando ella o él esté en alguna parte, a la vuelta de la esquina, en otra ciudad, en otro país, en donde sea, pero que esté, sólo para que el limbo tenga un sentido. Y si ese amor está del otro lado del túnel, atravesaremos la luz gustosos para encontrarlo. No hay cielo ni infierno donde no el amor no se encuentra, donde no está presente, ostensible y corpóreo. Únicamente existen donde el amor está a nuestro lado. De otra manera, es un limbo espantoso de incertidumbre, un mar sin costa donde amarrar un barco a la eterna deriva.
     Y siguiendo con este razonamiento me pregunto entonces, ¿estará ella acá o allá? ¿Deberé continuar esta búsqueda cuando mi luz se apague? ¿Es acaso este permanente suspiro de la parca en mi nuca una señal hacia dónde debo dirigir mis pasos, o es que no solamente yo, sino todos, sentimos ese "cliqueo" de reloj contando la cuenta regresiva como si fuésemos un boxeador desparramado en la lona que se debate entre levantarse o quedarse en el piso, preguntándose si el verdadero y único acto de valentía no será asumir la derrota? 
     Nadie se escapa de la muerte (lo de los cuernos, no estoy tan seguro) pero, sin embargo, sí existe una manera de justificarla cuando es ella y no un tercero quien decide el momento. A veces tengo dudas de que la muerte se lleva a todos y que, en realidad, hay quienes son arrojados a ella por obra y desgracia de un cobarde, de un traidor o, simplemente, de un estúpido. No obstante, quiero pensar que la muerte no es traicionera, que nos da tiempo para buscar en este limbo, y que cuando la búsqueda concluye en un encuentro, o se acaba el tiempo de búsqueda de este lado, nos lleva al otro. 
     Pero seguramente habrá quienes propongan que mis delirios han llegado demasiado lejos, que no hay ni Beatriz ni Dante, que existen otras razones, otros motivos, otras circunstancias mucho más "reales" o comprobables que creerse protagonista de la Divina Comedia. Seguramente habrá quien categóricamente esgrima que estamos acá por un designio divino y de acuerdo a él nos movemos o ejercemos el libre albedrío. De la misma manera, también habrá quien diga que nada de eso tiene sentido, que no hay más que lo que somos, que nacemos, nos reproducimos y morimos; así nomás, sin nada oculto ni nada que deba ser justificado o explicado por fuera de la biología. Está bien, que cada uno viva y muera a su manera: esperando encontrarse con Dios para seguir formando parte de un todo, o asumiendo sin demasiadas vuelta poéticas que el final es la mismísima nada, un montón de huesos que desaparecerán en la tierra.
     Nada de eso cambiará por el momento estos delirios que sí, que han llegado demasiado lejos. Porque yo sigo en este limbo y Beatriz no aparece. Porque la muerte me pisa los talones y los cobardes y los traidores que manejan este mundo le siguen arrojando cadáveres como quien le tira galletitas a un elefante en un circo. Si hasta los estúpidos se han ganado más respeto de la gente que el mismísimo Dante. Pobre Dante, su Divina Comedia excede hoy la cantidad de caracteres permitidos para poder recordarle a Beatriz que, donde sea que se encuentre, lo espere un poco más; que no siga dando vueltas a la esquina; para decirle que Virgilio está a su lado guiándolo por el limbo inescrutable de los que buscan sin cesar, de los que no temen morir antes de tiempo pues seguirán buscando en el más allá. Pobre Dante que ha sido transformado en un objeto, en un fetiche de quienes nunca se internarán en la profundidad de su aventura y, mucho menos, serán capaces de llevar adelante una búsqueda similar.
     Sin embargo, y ahora que ya casi no me queda más tiempo, antes de cerrar los ojos por última vez, declaro sin temor a equivocarme: pobres los otros, pobres ellos, los que pretenden desmentir al Dante, los que se conforman con un cielo santo porque le temen a un infierno de pecadores. Pobre ellos que han abandonado la búsqueda del amor para proveerse una vida de placeres perecederos, de fortuna tergiversada, de ambiciones desmedidas, de lucro incesante. Pobres ellos que se burlan de los inmortales: los poetas y los locos con medios melones en la cabeza que inventaron el amor y lo pusieron a disposición de los valientes, de los que no les interesa redimir sus almas en el cielo ni temen ser castigados eternamente en el infierno; los que caminan este limbo entre efímeras felicidades y amargos desencuentros aunque convencidos de que en alguna parte, de este lado o del otro, está su Beatriz. 
     Ahora, amigos y amigas, los dejo. No más espacio para más preguntas. La muerte ha llegado pero mi búsqueda continúa.

RR


Ilustración: pintura de Salvador Dalí

domingo, 9 de diciembre de 2018

USTED Y YO #7

(Sobre expectativas y deseos)

     Entiéndame, querida, usted no es una expectativa. Usted tiene de mí algo más que un futuro conjugado a gatas o, como ya le dije una vez, apenas.
     Usted sobrevuela desde hace algo más que un verano las horas frías del invierno que pasan cansinas desde que el sol sale tarde por la mañana hasta que se oculta temprano por la tarde, dejando para algunos de nosotros no mucho más que el recuerdo de unas nubes grises, un poco de viento helado y unas cuantas hojas amontonadas en la vereda. Y le aseguro que, si no fuera porque sé que el verano hará lo imposible por reivindicar el goce natural de estos acalorados deseos, habría unos cuantos abandonos más en mi haber que se harían notar inexcusables en mis letras. Estas letras que, como yo mismo he podido notar -y también he tenido que asumir-, cada vez son más espaciadas, menos especiadas y prácticamente igual de desabridas e insignificantes.
     Pero usted -por si es que nadie se lo ha declarado todavía- es más primavera que otra cosa. Un espacio intermedio de isobaras e isotermas donde, igual que la lluvia, se declara imprescindible para reverdecer aquello que en este permanente otoño viene en franca decadencia. Claro, tampoco es cuestión de hacer de algunas licencias poéticas un cúmulo de engaños. Y es que este territorio mío de pocas luces y variadas oscuridades no es de ninguna manera una selva tropical. Es más bien una arboleda gris (pintada de ocres y amarillos en el mejor de los casos) que ve pasar la luz entre sus ramas secas sin poder capturar ni un sólo fotón que pudiera sacudir una fotosíntesis postergada año tras año.
     Pero no nos pongamos melodramáticos. Estamos aquí para hablar de usted y no de mí. Y usted tal vez no entienda de lo que le hablo. Yo, querida mía, le hablo de aspiraciones, no de expectativas. Yo le hablo de lo que quiero, no tanto de lo que es posible. Yo le escribo de lo que usted no posee y que a mi me sobra: deseos por usted. 
     Yo deseo con usted lo inesperado o lo inevitable; lo imposible o lo irremediable; lo inocultable o lo indefendible. Cualquier cosa que usted decidiera dejar en esta noche o la siguiente sobre el anden donde esperan hace ya un tiempo unas expectativas siempre exageradas. Porque, déjeme que le diga, nadie nunca desea humildemente, y menos yo que la deseo a usted con la más imperdonable de las pretensiones. Sí, querida. La deseo y también la pretendo, la declaro culpable abiertamente durante mis soliloquios inconfesables, y cuando como ahora llega la hora de negar su presencia, la escribo mentirosamente en algún incongruente relato como este que termina diciendo más de mí que de usted. Usted a quien yo deseo.
     Así es, yo soy quien la desea sin necesidad de horóscopos anunciando probabilidades para el día de la fecha. La deseo sin oráculos, sin profecías y mucho menos, sin ninguna razón ostensible o aparente excepto sus ojos acaso sombríos. ¡Vamos! ¿Quién necesita razones para desear? Yo la deseo sin esas expectativas que usted menciona, sin esa esperanza que seguramente usted negará obstinada -pero justa- en silencio, ocultándose por la noche y apareciendo por sorpresa cualquier día, a cualquier hora y en cualquier lugar para dejarme una vez más sin aliento. Y entonces, por el mismo camino inhóspito que la trae de vez en cuando, usted desaparecerá sin decir adiós. 
     Y así, ya sin expectativas, este deseo de verano volverá a secarse al sol hasta que usted decida volver con su primavera.

RR


viernes, 7 de diciembre de 2018

INMEDIATAMENTE ANTES


te pienso, te escribo
te siento, te esquivo
te odio, te recuerdo
te miro y me detengo
de lejos te miro
mi dedo y un dibujo
de tus labios
¿cíclopes
o Montevideo?
me oculto y me aferro
me enojo, me tiento
te culpo y te perdono
te abrazo, te beso
te quiero y te quiero
te perfumo de tilo
a lo lejos
a lo ancho, a lo largo
de cerca
al instante y al momento
eterno
como el viento
te hablo y no debo
te deseo y no puedo
(seguir marginándome)
te bebo, te trago
te digiero y te expulso
no quiero
no debo
no puedo
no sé ni soy
ni estoy ni me quedo
pero te escucho
y te nombro
errante en la sombra
te huelo
de cerca y de lejos
incienso
amargo
oscuro y venenoso
hasta que me voy
y me he ido
y no vuelvo
y tal vez hoy
o quizás mañana
te olvido
y finalmente,
me muero

RR


domingo, 2 de diciembre de 2018

AUTOBIOGRAFÍA INCUMPLIDA (o cómo cambian las cosas los años)


     Yo, quien se ha arrimado hasta estas hojas que caerán de sus ramas antes del amanecer, declaro sin temor a equivocarme que en ellas seguramente será posible hallar los lugares de todos los hombres que he sido hasta ser quien soy, sus cielos, sus esquinas y su gente. 
     Sobre la superficie lisa que las componen andará pedaleando aquel niño de un pueblo colorido, tan gris en domingo como una nube de invierno, tan blanco en la memoria como el cabello de una abuela moviéndose como una mariposa en una inmensa cocina, tan celeste en verano como los ojos de una mujer a la que quise desde que la conocí cuando era todavía una niña, tan naranja en el oído como el ruido de un motor en una ruta, tan cercano a mi espíritu que aun nos mantenemos lejanamente unidos, inseparables como dos amigos que saben que no podrán volver a verse nunca como cuando caminaron a la par de los primeros años.
     De esas calles de niño surgirá un joven de cabello enrulado, estatura mediana y sueños de grandeza, de idas y vueltas por los sosiegos de un primer amor de sabor amargo y recuerdos dulces, de buenas intenciones y constantes fracasos por exceso de inocencia, de principios arrogantes y una carencia de tolerancia a veces inapelable, golpeando puertas cerradas y desconfiando porfiadamente de las abiertas, de padres separados por tantos años juntos, de una soledad construida meticulosamente sobre el sonido de unos acordes con los intervalos de recomendaciones ajenas -muy útiles, por cierto- para no morir en silencio.
     Y justo antes de las últimas horas remanentes en el tintero, apenas separado por el sonido de las teclas que escriben estas palabras, estará el padre de una niña que ahora duerme y que, una vez que despierte, desmentirá desfachatadamente toda la maldad de este mundo. Estará el mate amargo en primer plano despertando las zonas más borrosas de la memoria, ayudado por una guitarra, unos pocos libros y unos cuantos discos. Yendo más allá, debajo de una manta cocida con hilos sentimentales, habrá un viejo automóvil que para la mayoría es una incógnita, pero que, sin embargo, guarda secretamente un sinnúmero de respuestas. Viniendo más acá, estará la cama desarmada recuperándose de unos sueños que, por lo que ellos mismos declaran cada noche mientras duermo a duras penas, nunca renunciarán a presentarse, incluso cuando el desvelo los trate de contener, cuando parezca que soñar es algunas veces demasiado mucho y otras demasiado poco, según. Detrás de la ventana estará el canto de los pájaros y el ladrido de los perros y, sobre todo, el aullido lejano de los amores que me han dejado desecho e insomne, que vuelven siempre a cualquier hora a golpearme la puerta, a exigirme que los lleve a pasear entre los márgenes que me separan de la angustia y de la muerte. Esa misma muerte que vive pisándome los talones y me empuja a vivir con lo mínimo indispensable, con esa imprescindible esperanza de tener una revancha un día, con esa justa pero maldita culpa que me inunda a veces por tener más que una mayoría que no tiene nada, con casi ninguna certeza flotando en este mar de olas gigantes de dudas tan altas como la vida misma, con la necesidad urgente de encontrarle un nudo a una historia que escribo de a ratos buscando una supuesta claridad que nunca llega cuando se me viene la noche, con una intolerable falta de voluntad para hacer lo más fácil y una absurda valentía para nadar permanentemente en contra de la corriente.
     Por último, y cuando parece que ya no habrá más nada, con suerte estarás vos, lector anónimo. Vos que aceptás esta deslucida fantasía y cándidamente creés que existo más allá de esta hoja y de estos signos gramaticales. Unos jeroglíficos lamentables y poco creíbles que, sin que sepas bien por qué, te han traído de la mano hasta una moraleja inexistente. Porque -debo admitirlo- no hay ni habrá ninguna enseñanza o máxima alguna cuando, finalmente y tarde, te des cuenta de que has perdido tu valioso tiempo leyendo esto. Y es que, de mi parte, no hay para decir sobre mí nada. Ni siquiera lo escrito hasta este acantilado desde donde asoma una inminente despedida y que, bien cabe admitir, a nadie le importa. Es que, desgraciadamente (o no), no soy más que lo que escribo, y por más que lo escrito sea mucho menos que lo que me gustaría, es indudablemente mucho más que lo que verdaderamente soy. Ay, si tan sólo pudiera escribir algo más que lo que soy... 
     Ya ves, no hay caso, sigo siendo este y, para peor, sigo sin poder siquiera renunciar voluntariamente a todo lo que me falta. Eso que me haría quizás un escritor más avezado o menos cobarde, con el oficio suficiente para no delatarme siempre con las mismas penosas sinrazones, con los mismos pensamientos sin destino, con las mismas pasiones obnubiladas. Si por lo menos fuera aunque sea un tanto así más que esto que escribo permanentemente, tal vez no estaría acá a estas horas de la noche batallando en esta interminable retaguardia contra su recuerdo, trayéndote engañado hasta esta trinchera hecha de palabras con púas que mira constantemente hacia su recuerdo y que me separa de lo que indudablemente sería un salto mortal, un último deseo para un tipo que ya casi no tiene ninguno, excepto defender a capa y espada, verso a verso, el aire puro de aquel niño inocente, el fuego sagrado de ese joven rebelde y la tierra húmeda donde yacerá un día el padre de la niña.
     Ahora dejemos que amanezca, que el sol salga como cada día y despeje la quimera de la noche que sin querer nos ha dejado frente a frente como dos extraños esperando un punto final acaso momentáneo y circunstancial, pero que, como todos los finales, es inevitable. No obstante, probablemente vos y yo nos volvamos a encontrar en otro momento, quizás acobardados a la vera de algún párrafo perdido, o tal vez en la soledad de otras líneas parecidas a estas que clausuraré ya mismo para poder así continuar con la búsqueda de todo eso que me falta, todas esas cosas que se fueron con esa mujer a quien nunca nombro y que, por más que aun no me anime a confesarlo, ya no me hacen falta para vivir. Y, mucho menos, para morirme lejos de ella.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...